Artes

Manifiesto sobre la inminente eclosión de una nueva religión y el peligro que esto representa para el progreso tecnocientífico

Amphinomus Infamiæ Anónimo

Llevar a cabo una crítica sobre un autor que no ha escrito ninguna obra, un autor de cuya mera existencia no hay prueba empírica alguna, es desde luego una pretensión que a primera vista resulta cuanto menos descabellada. Si me decido a ello es sólo movido por el hecho de haber conocido de primera mano los estragos ocasionados por el legado de esa obra y ese autor, existieran o no realmente. Y vaya por delante que esta carencia de referente objetivo de mi análisis es quizá el menor de los impedimentos a los que me enfrento a la hora de pretender que mis palabras tengan cierto eco: soy consciente de que nada de lo que diga será tomado en cuenta; de que mi denuncia será considerada un disparate, cuando precisamente mi única intención es denunciar un disparate de proporciones inmensamente mayores. Con todo y con eso, mi responsabilidad en cuanto modesto representante del pensamiento científico, avalado por más de treinta años de cátedra, es la de no quedarme de brazos cruzados mientras observo cómo se comienzan a tambalear los cimientos de la Modernidad. Por otra parte, y para complicar aún más la tarea, ni siquiera puedo extenderme cuanto quisiera en este intento, debiéndome limitar a esbozar, de un modo muy tosco, un mapa demasiado general del asunto en cuestión, ya que toda palabra escrita sobre dicho asunto está condenada a la evanescencia desde el mismo momento de su redacción. Es por ello que este pequeño manifiesto debe ser considerado tan sólo como una declaración de intenciones.

Mi primer contacto con Dirlaten Sonki, principal objeto de este estudio, se produce por mediación de un gran amigo, catedrático también, aunque en otra facultad, y desaparecido en extrañas circunstancias a comienzo de la década de 2010. Vaya por delante que este colega, a quien llamaremos Yáñez, fue para mí, desde la juventud, un referente del rigor y la racionalidad. Su campo de estudio (primero la física teórica y más tarde la computación cuántica) así lo exigía, y en multitud de ocasiones fue él quien me desembarazó a mí de ciertas teorías sin fundamento racional que se habían hecho fuertes en mi cosmovisión particular. De ahí que no diera crédito cuando me hizo partícipe de las delirantes ocurrencias a las que él sí se lo daba.

Nada más lejos de mi intención que convertir este breve manifiesto en un mero relato autobiográfico de mi paso por la secta de los Antecesores (pretencioso nombre que se dan a sí mismos los seguidores de Sonki), aunque desgraciadamente esta experiencia personal es la única fuente de información de la que dispongo. La ausencia absoluta de documentos es una de las señas de identidad de este hermético movimiento. Toda enseñanza es transmitida exclusivamente a través de la palabra hablada, quedando terminantemente prohibidos toda transcripción, toda interpretación o comentario escritos, y —huelga decirlo— todo registro sonoro o visual.

Mi primer impulso, una vez Yáñez me puso en contacto con los Antecesores, fue tratar de corroborar en internet alguno de los poquísimos datos que, con cuentagotas, pude averiguar acerca de Dirlaten Sonki y la historia de la secta (que según calculo se debe de remontar a los albores del siglo xx). Al no encontrar absolutamente nada, ni sobre el uno ni sobre la otra, llegué a la conclusión de que se trataría de un hecho muy localizado: un reducido grupo de visionarios esquizoides jugando a los apóstoles. Sin embargo, como decía, conociendo como conocía a Yáñez, puse todo mi empeño en ver más allá de mis prejuicios iniciales. Yáñez afirmaba haber asistido a reuniones de los Antecesores en no pocas ciudades europeas y americanas y, sin llegar nunca a concretar un número de fieles, aseguraba que la palabra de Sonki había adquirido velocidad de crucero y que su expansión por todo el mundo era ya imparable. Pero entonces ¿cómo era posible que no encontrara ni una sola mención en los buscadores de internet?

Yáñez eludía dar demasiadas explicaciones a este respecto, que para mí era el talón de Aquiles de todo el universo en el que me intentaba introducir mi amigo. Las más de las veces, ante mi insistencia, se limitaba a invitarme a creer en las palabras de Sonki (“Simplemente cree”) y dejarme lo antes posible de suspicacias. Si finalmente pude sonsacarle algo más, se lo debo sin duda al vínculo tan estrecho que nos unió durante tantos años. Lo cierto es que nunca sabré si las cosas que me dijo eran suposiciones suyas o información fidedigna. Ni siquiera sé si él creía realmente lo que me decía o simplemente era una manera de eludir dar explicaciones. De hecho, a día de hoy y después de haberle dado tantas vueltas al asunto, tampoco estoy seguro de que me diera una explicación como tal: posiblemente fuera yo el que, en base a ciertas sentencias suyas de lo más crípticas, acabase por formarme una teoría acerca de cómo era posible que algo tan grande se mantuviera en secreto. Pero antes de entrar en esta cuestión, creo necesario definir a grandes rasgos qué es aquello que con tanto ahínco se pretende ocultar, ya que la propia naturaleza del secreto en cuestión hará más comprensibles las razones para guardarlo y arrojará luz sobre los posibles medios empleados para ello.

La doctrina de Dirlaten Sonki se reduce a un larguísimo poema en latín, construido en hexámetros dactílicos, a imitación de los grandes poemas épicos de la Antigüedad, cuya declamación en grupo (previa traducción a cada lengua local) constituye a su vez el núcleo de las ceremonias rituales de los Antecesores. El poema, que no creo haber llegado a escuchar entero, y del cual apenas pude memorizar una docena de versos, narra en sus primeros compases el descubrimiento de un artefacto que permite a los hombres ver todo acontecimiento pasado como si estuviera sucediendo delante de ellos, al modo de las bolas de cristal de magos y brujas. Los dueños del Ojo (nombre con el que alude Dirlaten a la fantástica máquina), a imagen y semejanza de un dios omnisciente, pueden reescribir la Historia con una precisión milimétrica, pueden indagar en los orígenes de la vida en la Tierra, pueden explorar los confines del Universo, pueden saber qué están haciendo sus enemigos en ese preciso instante… Pueden —en fin— conocer cualquier acontecimiento observable, desde el inicio de los tiempos hasta el preciso momento de la consulta. Y digo “los dueños del Ojo” porque sólo existe un único artefacto, para cuyo funcionamiento además es necesario el aporte de ingentes cantidades de energía que, como no podía ser de otra manera, deja de emplearse para satisfacer las más elementales necesidades de la humanidad, que ve derrumbarse poco a poco ante sí la civilización entera. A este comienzo sigue una descripción, en tono apocalíptico, del cataclismo de sangre y fuego en que viene a desembocar la lucha por la posesión y el disfrute del Ojo. Los versos van encadenando calamidad tras calamidad, en una especie de inversión del progreso tecnológico, hasta dar con los pobres huesos de los hombres en un estado primitivo, prácticamente carente de toda tecnología y tabula rasa en la que inscribir un nuevo proyecto de humanidad.

En este punto del poema, éste se convierte en un diálogo. Una segunda voz interpela a la primera, la del narrador, a propósito de ciertas cuestiones relacionadas con lo relatado. Tanto la forma del diálogo como el contenido de las preguntas y las respuestas evidencian que el diálogo se produce entre un sacerdote y su acólito. A partir de lo tratado en este interrogatorio, se deducen algunos pocos rasgos del tipo de civilización que ha surgido tras el holocausto: una sociedad gobernada por una clase sacerdotal al más puro estilo teocrático (una teocracia, dicho sea de paso, en la que está terminantemente prohibida, no ya la mención explícita, sino incluso la mera alusión al dios). Por lo demás, las preguntas y las respuestas siempre acaban remitiendo a la cuestión del conocimiento y la tecnología y a su relación con la conducta moral. Uno de los versos que más se repiten durante el poema viene a decir: «¿Qué habría de querer conocer, sino si mi obrar será bueno o malo?».

En definitivas cuentas, el poema en su conjunto no deja de ser un tratado moral, en el cual el comportamiento de la actual civilización Occidental, de la Ilustración en adelante, se utiliza continuamente a modo de contraejemplo. Todas las asuntos planteados por la segunda voz sirven de excusa para abordar la cuestión de los límites del conocimiento, advirtiendo de las consecuencias de una razón desbocada y una tecnología —fruto de esta razón— que deja de servir al hombre para que éste pase a ser su esclavo. La pregunta filosófica que ha hecho avanzar a la humanidad desde la época de los griegos, “¿Qué puedo conocer?”, que pretende demarcar un límite epistemológico, se sustituye en el poema por esta otra, de corte radicalmente represivo: “¿Qué debo conocer?”. En el propio poema se recuerdan los versículos del Génesis en los que esta misma pregunta también adquiere un marcado protagonismo: aquellos en los que se nos habla del famoso árbol del conocimiento del que Adán y Eva no debieron comer, y sin embargo comieron. Personajes como Prometeo, Ícaro o Edipo son también sacados a colación a lo largo del discurso del sacerdote, todos ellos ejemplificando la soberbia humana que pretende equipararse a los dioses, la hýbris que tarde o temprano es castigada por estos.

A grandes rasgos éste es el contenido del poema, que podría pasar perfectamente por una novela de ciencia ficción, de las que tanto se escribían a comienzo del siglo pasado, si no fuera porque Dirlaten Sonki no sólo no escribió ni una sola letra, no sólo no se apoyó en soporte material alguno, sino que compuso su largo poema en una lengua muerta, con el propósito de recitarlo a un grupo de discípulos cada vez más nutrido, y con el convencimiento, primero propio y más tarde ajeno, de que lo narrado en el poema no se trataba de una ficción, sino de una profecía, revelada por un dios innombrable, de lo que estaba por venir. Desde entonces hasta ahora, todos los Antecesores han creído que las palabras de Dirlaten son una verdad revelada. Nadie entre ellos tiene la más mínima duda de que así es cómo sobrevendrán los acontecimientos. Mi propio amigo Yáñez, como ya he dicho, ateo recalcitrante desde prácticamente su infancia, me instaba a creer en la palabra de Sonki ciegamente, así como a interpretar sin atisbo de duda los dictámenes del sacerdote postapocalíptico como mi única guía de comportamiento. Según él, cualquier necesidad de conocimiento, incluida toda reticencia acerca del propio Sonki o a propósito de la coherencia del poema, se veía sobradamente neutralizada por el mismo poema. También así las dudas, de las que le hice a él partícipe, acerca de la imposibilidad de que la religión de los Antecesores no dejara rastro alguno, ni siquiera en internet.

Hasta donde creí entender de sus propias palabras, y retomando el hilo de mi argumentación, la ausencia total de información en los buscadores era un hecho intencionado. Quiénes eran los responsables de este silencio es algo que no tengo claro del todo, ya que la ambigüedad de sus explicaciones podía apuntar a varias posibilidades. Por un lado, según él afirmaba, quienes más interés tendrían en condenar la palabra de Sonki al olvido y al silencio serían precisamente aquellos que controlaban la tecnología de la información, ya que contra esta y contra lo que esta representaba iban dirigidos eminentemente los versos de Sonki, pese a haber sido compuestos (ya que no escritos) cuando no se podía ni siquiera concebir el grado de sofisticación al que hemos llegado en este campo actualmente. Y hasta cierto punto tiene su lógica que se elimine de los buscadores de internet toda entrada que abra el camino a la abolición del mismo. Según esta hipótesis, toda información relacionada con los Antecesores sería meticulosamente localizada por complejos algoritmos e inmediatamente condenada al ostracismo en la periferia de internet, con lo que indirecta y paradójicamente los grandes buscadores estarían acatando el primer mandamiento de Dirlaten: no transcribir jamás su doctrina.

Las enseñanzas de Sonki, en su peregrinar por el siglo xx, han debido de ser accesibles a los más altos círculos culturales y científicos de cada momento. Si no han salido a la luz pública, esto no sólo se debería al ya mencionado hermetismo de los adeptos a dichas enseñanzas, sino quizá en mayor medida, si hacemos caso a esta hipótesis, a la precaución del mundo académico, temeroso de alimentarlas hasta el punto de que llegaran a cumplir su propósito, que no es otro que el de renunciar a todo saber científico, con lo que esta élite sería la principal damnificada. Esta prudencia, más o menos fácil de observar cuando el saber se acumulaba en las bibliotecas, en la era de la información digital necesariamente habría de llevarse al extremo. De haberse producido así las cosas, no concibo otro caso tan grave de censura en el mundo Occidental, y se debería considerar este ocultamiento por parte de la flor y nata de la cultura y la ciencia tan peligroso como las propias enseñanzas que se empeñarían en ocultar.

Sin embargo, esta forma de explicar las cosas no me resulta satisfactoria en modo alguno. Se me hace dificilísimo creer que todos los que han estado en mi misma situación, esto es todos aquellos conocedores del secreto conscientes a su vez de la falacia que entraña, hayan guardado silencio sólo para evitar tirar piedras sobre su propio tejado. Claro que existe una segunda posibilidad, no menos desasosegante, que también las palabras de Yáñez dejaban entrever: la de que haya Antecesores de alguna manera infiltrados en las propias compañías tecnológicas y encargados de llevar este procedimiento a cabo con una mayor eficiencia. Esta teoría explica mejor el hecho de la ausencia de información, si bien comportaría una actitud maquiavélica por parte de tales Antecesores que no estoy muy seguro de que se ajustara a la doctrina revelada por Sonki. A este respecto, cabe destacar que el propio Yáñez colaboró, antes de su desaparición, en un proyecto relacionado con la inteligencia artificial en el que participó al más alto nivel, cosa que compaginaba sin aparente problema con su pertenencia a los Antecesores. Habría que preguntarse hasta qué punto este proyecto fue considerado por mi amigo como parte fundamental de su apostolado.

Entiendo que pueda resultar paradójico que una doctrina que, como cualquier otra, aspira a su máxima difusión incluya entre sus preceptos el de evitar su propagación indiscriminada. Sin embargo, también esto me parece razonable. En un mundo como el de hoy, en el que los mensajes se distorsionan, perdiendo su sentido original, a medida que se van propagando, no existe otro modo de mantener ese sentido. Y aquí el sentido es muy preciso y no admite lugar a tergiversaciones: el dios ha hablado a través de los labios de Dirlaten Sonki para revelarnos unos hechos que ineludiblemente han de sobrevenir. Ni siquiera se trata de una advertencia para que enmendemos nuestro camino errado. El camino ya está trazado de antemano: no cabe escapatoria posible. El valor del mensaje de Sonki radica únicamente en el atesoramiento del mismo hasta el fin de los días, momento en el cual podrá cumplir su verdadero cometido, una vez se haya demostrado su infalibilidad.

El mundo helenístico del Bajo Imperio también vivió un proceso semejante al que vivimos nosotros ahora. La religión pagana había colapsado y un rudimentario pensamiento científico, heredero de la filosofía griega, pugnaba por instaurar la luz de la razón como guía de la humanidad en un mundo devastado espiritual y moralmente. Todo este esfuerzo de siglos se vino abajo merced a otra supuesta revelación, en este caso en boca de un galileo subversivo, que acabó por sumergir a la humanidad entera en una época de oscuridad y superstición que se prolongó por más de un milenio. Las mentes más eminentes de aquella época, incluso aquellas que habían sido férreas defensoras de la racionalidad, no se sabe cómo, acabaron por dar crédito a delirios sin ninguna base lógica: resurrecciones de muertos, concepción sin contacto carnal, etcétera. A partir de entonces, la ciencia comenzó a ser considerada como un sacrilegio y el dogma ocupó en solitario el trono de la verdad hasta bien entrada la Edad Moderna. No hace falta mucha perspicacia para advertir que el ser humano es víctima de un movimiento cíclico entre racionalidad y fe que, en mi opinión, constituye un lastre del que debemos desembarazarnos lo antes posible, ya que el mero hecho de estar atrapados en dicha dialéctica es en sí mismo un síntoma más de una irracionalidad que habría que dejar atrás de una vez por todas.

Ahora estamos todavía a tiempo de ello, aunque para lograrlo debamos caer en la contradicción de difundir una doctrina cuyos propios fieles son los primeros en querer ocultar. Si ignoramos los vaivenes de las creencias humanas y damos por hecho que la religión es una cosa que ya pertenece a un pasado irrecuperable, cuando nos queramos dar cuenta la religión se habrá instalado de nuevo entre nosotros, y de nuevo para quedarse. No sólo me parece disparatado creer a ciegas en las profecías de un alucinado, sino que en este caso concreto también la propia profecía me parece un desvarío: no ya la aberrante idea de una máquina omnisciente, sino incluso la posibilidad de que sea la tecnología, en cualquiera de sus manifestaciones, la que nos lleve al desastre. Los desastres nos sobrevienen por exceso de ignorancia, no por exceso de raciocinio. Éste último es el que nos va guiando a través de las eras, y sólo erramos el paso cuando se produce una mengua de éste, como ha demostrado la Historia en tantas ocasiones.

Mientras escribo estas líneas, hay miles de seres humanos que ya han claudicado en esta lucha por la luz y contra la oscuridad; que recitan en secreto delirantes versos a la espera de que se cumplan los vaticinios de un pobre loco; que acaso rastreen la red en busca de cualquier mención a su religión con complejos programas informáticos creados a tal efecto; que tratan de atraer a su causa a nuevos adeptos con la promesa de una certeza que cada vez es más difícil encontrar en la cosmovisión postmoderna del mundo… Yáñez solía decir que cuando se ha perdido el Norte en lo relativo a la conducta, a lo que está bien hecho y a lo que está mal hecho, de nada nos sirve tener una brújula que nos indique el Norte en lo relativo a la verdad científica. Pero sus palabras, hoy más que nunca, me parecen una vana excusa para dejarse arrastrar por la dulce somnolencia de lo irracional, para eximirse de la verdadera lucha en la que estamos obligados a participar: la lucha de la verdad frente a la mentira. No creo andar muy desencaminado al afirmar que más valdría un mundo poblado de demonios ilustrados que de ángeles ignorantes (o lo que es lo mismo, de animales); que sería preferible que desapareciésemos de la faz de la Tierra antes que permanecer para siempre tiranizados por la irracionalidad; que el cáncer de la religión debe ser extirpado de nuestra sociedad a toda costa, aunque para ello hubiera que recurrir a la coacción y la violencia. Tampoco importa demasiado que se me acuse de inhumano. A fin de cuentas el viento no tardará en llevarse estas palabras.

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