Madrid, año 2030.
“Nadie sabe cómo empezó realmente… Algunos dicen que fue por la crisis, el malestar, el desempleo, el hambre… Otros piensan que fue una conspiración, que esas manos negras que mueven los hilos se aburrían y querían jugar. ¿Y yo? Yo creo que había llegado el momento de romper las reglas, de parar estar gran rueda alimentada con nuestro dolor y condescendencia.”
— Un superviviente.
En el año 2026, los gobiernos de la mayor parte del primer mundo llevaban años centrando sus políticas en favorecer a las grandes economías, las corporaciones y la banca internacional. La cantidad de personas desempleadas era desorbitada. Gran parte de la población se encontraba bajo el umbral de la pobreza, y el aumento continuado de la inflación era escandaloso. La gente no podía soportarlo más y se echó a las calles. Todo ocurrió demasiado rápido.
En Madrid, en menos de 72 horas, el ejército Euroasiático tomó la ciudad por la fuerza. La gente tenía miedo. Pero no miedo a perder sus casas, sus coches o sus televisores. Esta vez se trataba de sus familias, de sus vidas. Los ciudadanos, de forma pacífica, exigieron un cambio. Un cambio de verdad. Y cuando llegó el momento, los dirigentes hablaron: «A nuestra manera, o carretera». Pero los ciudadanos preferían morir a hacerlo a su manera, así que puedes adivinar lo que sucedió después.
El Gobierno contrató en secreto a la Corporación Pangea para fabricar drones y poder controlar a la población. Sólo la mitad sobrevivió (43% de muertes directas: 1,341.983 sólo en Madrid. Más de 3.000 millones en todo el mundo). Los gobiernos protegieron únicamente a aquellos que podían costeárselo —políticos, deportistas de élite, grandes empresarios…— construyendo Ciudades Castillo amuralladas en las que actualmente residen muy bien protegidos. A los activistas o rebeldes los declararon «enemigos del estado» y, entonces, comenzó la cacería.
Las revueltas sociales tornaron en una Guerra Civil (REVOLUCIÓN), y junto con la Gran Guerra Mundial, la ciudad de Madrid acabó sumida en un caos que se tradujo en una auténtica catástrofe. Esto fue debido no únicamente a los bombardeos y los homicidios—a manos de las fuerzas de seguridad del estado—, sino a la fragilidad de todas las interrelaciones de los sistemas que sustentan la sociedad (transporte, electricidad, provisión de agua y alimentos, telecomunicaciones…). Es el llamado «fallo en cascada» —o colapso en cascada—. Es decir, la destrucción o inutilización de una pequeña infraestructura comunitaria afecta a las demás de forma progresiva, retrasando y mermando a su vez la capacidad de actuación de los servicios de emergencia.
Además, puesto que las ciudades del siglo XXI son meros centros de consumo y almacenamiento, no producen recursos de primera necesidad (no había granjas ni huertos suficientes en Madrid para abastecer a los ciudadanos. El 95% de los alimentos y consumibles se importaban del exterior). Las ciudades modernas adolecen de una dependencia total de la electricidad, el agua y los combustibles para funcionar y, por tanto, para subsistir. La falta o deterioro de alguno de estos servicios provoca una reacción en cadena con efectos letales para la población, produciendo un colapso en cuestión de días. Con los grupos de emergencia igualmente afectados por todos esos factores, la actuación de los servicios médicos, policía, bomberos, salvamento… van debilitándose de forma exponencial hasta el caos absoluto.
¿Suena retorcido? Pues ocurrió. Simplemente piensa en el café que tomas cada mañana —sin prestar especial atención a su recolección y fabricación—: depende de un transporte que permita que ese paquete llegue a una tienda donde puedas comprarlo con tu tarjeta de crédito (en el 2026 ya no existía el dinero físico, sólo transacciones electrónicas). Una vez en tu domicilio, dependes de la electricidad de la nevera para conservar la leche, de la cocina eléctrica (y/o el gas) y el agua del grifo, además de un servicio de recogida de basuras para los desperdicios del café, el brik de leche y el paquete de café. ¿Ves? Tú, al igual que todos a tu alrededor, dependes de la fragilidad y la interdependencia de todos estos sistemas para tu vida diaria. Aunque claro, todos lo damos por garantizado. ¿Pero y si no fuera así? Porque falló.
Cuando estalló la Gran Guerra de 2026 —entre el Estado y sus ciudadanos— y comenzaron los bombardeos y la falta de recursos, la mayoría de los supervivientes decidieron abandonar la ciudad para poder permanecer con vida. Algunos afortunados aún tenían gasolina en sus vehículos y pudieron llevar consigo pertenencias. Pero la ciudad se había colapsado. No había transporte de autobuses y trenes, ni mucho menos aviones. La mayoría de edificios no tenían electricidad ni agua potable. Las tiendas y supermercados habían cerrado al agotarse sus reservas o haber sido saqueadas. Era un auténtico caos. Solamente un puñado de miles de personas se resignaron a desocupar sus hogares e intentaron subsistir en las devastadas urbes.
Ahora, en 2030, no quedan más que unos cientos. La vida no tiene lugar en la gran ciudad. Se han formado asentamientos y nuevas comunidades en pueblos y antiguas ciudades dormitorio. Estos son capaces de autogestionarse con su entorno de forma sostenible y ecológica, centrando sus valores fundamentales en la economía basada en recursos —un sistema de gestión en el que los bienes y servicios están disponibles en forma de patrimonio común para todos los habitantes sin necesidad de dinero o crédito—. Además, en estos lugares, permanecen alejados de la presencia de los drones del Gobierno.
El mes pasado la Resistencia perdió contacto con todos sus espías en la ciudad de Madrid. Pero ayer, 31 de Mayo de 2030, recibieron una señal de uno de ellos. Tenía en su poder un dispositivo que podría cambiarlo todo. Ese hombre, al que llaman Lobo, se ha hecho con el misterioso artefacto y necesita salir vivo de la ciudad. Ahora, tanto la Resistencia como la Corporación, quieren encontrarle. ¿Conseguirá completar su misión y regresar con los otros supervivientes para devolver el control a la población?
Aquí es donde empieza la aventura de Destroy Madrid…
A lo largo de la historia se ha demostrado que las grandes sociedades son complejas. Lograr que una gran cantidad de individuos convivan bajo unos criterios comunes no es una tarea sencilla. De hecho, que miles de familias logren comunicarse y hallar puntos en común sobre los que asentar su sociedad, parece una utopía. Y de ahí la invención de la política y de los estados, que no forman otra cosa que un perímetro de control y presunta estabilidad y rectitud para favorecer esta convivencia.
Pero a lo largo de la historia, también hemos visto como estas sociedades se corrompen una y otra vez, ejerciendo un abuso de poder y fragmentando a los individuos en clases o estratos, basando estas comunidades únicamente en el valor de las posesiones físicas. Y más adelante, no nos olvidemos, de otro tipo de posesiones más relativas como lo acabó siendo el dinero, posiblemente una de las mejores y, a su vez, peores invenciones. La moneda pasó de ser una medida de intercambio objetiva, a un juego de valores intangibles de medidas desorbitadas por el que, curiosamente, se rige nuestra sociedad actual. La economía del intercambio se pervirtió, mutando a una economía de acopio y usura.
Y bien es sabido que todo abuso de poder —nazca del capital, la corrupción política, las monarquías, las dictaduras o la fuerza militar—, ha intentado ser combatido por las almas más sensibles, concienciando a la atolondrada población de que un mundo mejor es posible. Pero no con la utopía de un sueño inalcanzable, sino con la recuperación de lo que a la sociedad le ha sido arrebatada y merece poseer. Pueden contarse innumerables ejercicios de rebeldía frente a los estados en los que personas en ejercicio de este poder —supuestamente encargadas de proteger a sus habitantes y tomar medidas justas para el bien común—, deciden salvaguardar los intereses de unos pocos (principalmente el acomodamiento de la clase burguesa, su patrimonio y su estilo de vida), a costa de la desgracia de la mayoría de la población, que en numerosas ocasiones padece hambre y enfermedad.
Es entonces cuando estos ejercicios de rebeldía acaban diezmados por injustas leyes y la aplicación de la fuerza. Es decir, la creación de un Estado del Miedo para proteger un sistema falible que condena a la libertad con el más alto precio: la vida. Y son esos momentos en los que numerosos valientes armados de razón y esperanza —conscientes de la imposibilidad del ejercicio de la justicia desde el propio sistema—, no tienen otra elección que combatir a este mismo desde las calles. No debemos alarmarnos y echarnos las manos a la cabeza. Ni mirar a otro lado. La gran mayoría de las revoluciones, de los verdaderos cambios sociales, se han producido en las calles, no en corruptas urnas designadas para cambiar el color de la piel de las mismas hienas que controlan un sistema degenerado y podrido. Lamentablemente no hay más que echar un vistazo a la historia para comprobar este punto, por triste que resulte.
En algún momento, ya fuera parte de un perverso plan maquiavélicamente orquestado, o simplemente debido a la esencia intrínseca del ser humano, las figuras encargadas de educar y gestionar a la población, los llamados hombres sabios —o los actualmente mal llamados políticos, usurpadores de los puestos de estos hombres—, dejaron de educar. La comunicación, el factor determinante que sitúa al ser humano en la cúspide de la pirámide alimenticia y presuntamente evolutiva, se rompió.
En toda institución, partiendo como ejemplo de la que podemos considerar más pequeña de todas, la familia, debe existir unas normas. Unas normas no para controlar a sus miembros, sino para mantener un orden y educar a aquellos que todavía son muy jóvenes para valerse y/o razonar por sí mismos. Estas normas —por llamarlas de alguna manera— no son rígidas, y en cada núcleo pueden ser diferentes. Son parte de una educación de valores, de tolerancia, de convivencia. Ayudan a los individuos a poder convivir con otros que no necesariamente piensan o sienten como ellos. En algún momento un padre de familia se ve obligado a dar un puñetazo en la mesa, o una bofetada: un toque de atención: «calla y escucha». En ocasiones es necesario motivar un estado de ánimo que se preste al aprendizaje, centrar la atención del receptor: «calla. Y escucha». Es en ese momento en el que el hombre sabio transmite la información necesaria a su receptor: ya sea un hijo, un hermano o —en una sociedad más amplia— un empleado, un soldado o un ciudadano: «calla y escucha». Pero esta educación se deterioró.
Con el paso del tiempo, ya no se escucha. Tal vez por el cansancio, la falta de motivación en una sociedad con prioridades y valores alterados, tal vez por degradación propia de la naturaleza o la degeneración del sistema, o tal vez debido a un oscuro plan… Es difícil dilucidar los motivos.
Tenemos en nuestros bolsillos dispositivos con acceso al conocimiento universal que el ser humano ha ido resolviendo y aportando a lo largo de la historia. Pero el uso que le damos es muy diferente a este. Todo debe ser rápido e instantáneo, no hay tiempo para la reflexión. Ya no se escucha, posiblemente, porque tampoco se habla. El «calla y escucha» se ha convertido en un «calla y punto», en una bofetada disuasoria carente de valor educativo y con un único fin: «calla». La imposición de un control estricto, la implantación de un miedo que alienta al ciudadano a la aceptación, a la resignación y al conservadurismo; a la abolición del bien común y el sentido social de la existencia, a la implantación del yo y el proteccionismo auto consumista. Un estado de control basado en la mercadotecnia y la posesión física y carente de valores, que resume la existencia de una vida humana en números que forman parte de complejas tablas, de valores en cadena que determinan si una sociedad debe perecer para alzar sus activos en un mercado intangible, falso, alienante y estúpido. Un estado global creado —o al menos mantenido— con el único fin de divertir a cuatro desgraciados que con sus sucias manos manejan divertidos a los miserables humanos de a pie que, cual títeres indolentes, dejan guiar sus motivaciones por estos desalmados.
Sí, ahora necesitan escuchar. Aunque para ello sea necesaria una bofetada.