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Construyendo Prometeo Virtual

Domingo Moreno Politólogo

Es seguramente una de las anécdotas más fascinantes de la historia de la literatura, la que se ubica en el tiempo a principios del siglo XIX, a las afueras de Ginebra, en una villa alquilada por Lord Byron, Vía Diodati, y en donde un grupo de escritores se refugian en una noche desapacible y aprovechan el recogimiento para retarse. Una apuesta en toda regla, que en realidad esconde un duelo de ingenios, animado por la lectura entusiasta de los trabajos de Erasmus Darwin, abuelo del ilustre naturalista y navegante del Beagle,  sobre la vida artificial; aquello fue un estímulo más que suficiente para invitar a crear y escribir. Esa noche acompañaban a Lord Byron, Percy Shelley, John Polidori y la que más tarde sería encumbrada como célebre escritora, Mary Shelley y se marcaron como reto idear un relato de terror que se basase en la perfectibilidad del hombre.

Si la noche de marras merece el calificativo de casi mítica para la historia de la literatura fantástica, no le quedan a la zaga los días que siguieron a la misma. De aquel torrente creador competitivo salieron creaciones como  El Vampiro de Polidori; pero si hubo una historia que se ganó la eternidad, fue la de la única mujer que entró en aquella apuesta, Mary Shelley, que acabó titulando su obra como Frankenstein, el Prometeo moderno. Confeccionada como un relato destinado a provocar pavor, pronto su personaje central acabó adquiriendo otras connotaciones y más vida que la propia que le inculca su creador, planteando a la autora y  a sus posteriores lectores preguntas sobre la creatividad científica, la posibilidad de perfeccionar al ser humano, la conquista de la felicidad, el significado de la soledad o la aceptación por parte de los otros de cómo es uno mismo. Esta ficción construye por todo ello a un hombre que  no es fruto de la creación divina, sino del ingenio de un científico que busca juntar piezas para crear un ser que debería mejorar a los ya conocidos y existentes, que debería ser un ser racional y completo. Prometeo roba así el fuego a los dioses, se hace autónomo y busca crear un ser superior valiéndose de la ciencia.

Valerse de la deliciosa anécdota que dio pie a la composición de una de las obras literarias más leídas de la historia, es un buen trampolín para divagar acerca la figura del ser humano y de cómo se construye, aunque en esta ocasión las valoraciones vayan más allá del plano meramente material; sirve de ayuda para exponer algunas reflexiones sobre cómo de algún modo y gracias nuevamente a la ciencia, el hombre se ha construido una nueva posibilidad de identidad gracias al mundo virtual y a las posibilidades que concede internet. En esta ocasión el padre de la criatura es uno mismo y no depende de la ayuda de ningún científico. Al igual que el Prometeo mitológico, gracias a la red a todos nos es dada a diario posibilidad de robar el fuego a los dioses para independientemente crearnos una o varias identidades.

Tener un perfil en cualquiera de las redes sociales existentes está influyendo en  nuestra forma de actuar como individuos. De un modo u otro todos caminamos ahora por la vida en un sentido real y otro virtual, como si a nuestra condición física hubiéramos sumado la necesidad de tener un avatar que nos permita actuar en otros espacios, donde las limitaciones físicas y de distancia desaparecen multiplicando por ello las opciones de actuar, relacionarse o conseguir cosas.

Pero la gran pregunta es, ¿Podemos llegar a comportarnos de un modo diferente en ese mundo virtual las mismas personas que somos lo que somos en el mundo físico y real? El filósofo sur coreano-alemán Byung Chul Han cree que si, haciéndonos partícipes e inquilinos de  una colmena, miembros de lo que él denomina El enjambre[1]. Se hace eco de determinados comportamientos que por momentos parecen cuestionar la autonomía del sujeto virtual inmerso en el torbellino de la revolución digital; así por ejemplo considera que dar al me gusta en alguna de las más populares redes sociales equivale al amen de las oraciones, como si de repente nos hubiésemos convertido todos en feligreses de una gran comunidad donde el grado de aceptación en la misma pasa por hacerse visible a través del asentimiento. Desde  luego el engendro creado por el doctor Frankenstein hubiese tenido menos problemas en su eterna lucha de ser aceptado por su entorno, gracias a la posibilidad de anonimato físico que el mundo del internauta proporciona. En cierto sentido hemos creado una personalidad invisible, donde no importante la presencia pura física, ya que esta puede ser manipulada a nuestro antojo creando tantas posibles apariencias como la situación nos requiera. La actividad toma la batuta, la participación, la aportación en formato de escritos que expresan opiniones, tengan o no limitaciones en los caracteres a utilizar, son los que terminan por construir una identidad propia, basada en una constante participación,  que en nada tiene por qué corresponder a la del día a día. Así un panadero puede convertirse en un personaje que consigue gran seguimiento simplemente colgando videos en los que salga haciendo cosas que gusten, o un funcionario puede constituirse en un influencer si su gusto por cualquier objeto le ha dado pie para escribir un blog que consigue un gran número de seguidores o followers. Este Prometeo moderno e internauta  puede ser cualquier cosa que se proponga, sin más limitaciones que la que le impongan sus gustos y su público con el que empatiza, simpatiza y, llegado el caso, incluso se mimetiza.

Pero, lo que ocurre en la red, ¿Se queda en la red?, ¿Influye ese mundo virtual y la composición de nuestro avatar en la vida real y en nuestro comportamiento real? ¿Separamos una realidad de la otra? La simbiosis en algunos casos puede ser perfecta, y el ensamblaje derivado de la misma puede acarrear un cambio en el comportamiento. Y no solo a nivel individual, sino incluso colectivo. Y especular con eso puede suponer replantearse si nuestro rol como sujetos no solo es diferente en el plano individual, sino también como miembros de un grupo.

Han se fija especialmente en las redes de participación, donde el intercambio de información personal es fluido y abundante. El caso de Facebook es quizá el más evidente, por ser la red que mayor número de seguidores y usuarios tiene en todo el mundo, pero que puede hacerse extensible a otros foros. Ser miembro de esa nuevo punto de encuentro conlleva incorporar un nuevo tipo de comportamiento que se pule con el trasvase de información en forma de mensajes, fotos, artículos de prensa, etc. Poco a poco el nuevo inquilino adquiere hábitos que siente como propios y que comparte con el resto de participantes que se reflejan en el envío de emoticonos que muestran emociones y estados de ánimo. Todo ello es parte de una infraestructura que incorpora cosas de la vida externa para enriquecer una vida virtual donde se no se reproduce el escenario físico porque no se necesita, y donde el inconveniente de las limitaciones de la distancia nunca es un problema. Así, por ejemplo las discusiones políticas en internet en estos foros, pronto encuentran un alto grado militante que se escenifica en una conflictividad que acarrea el uso de gestos y exabruptos de todo tipo, que en algunos casos conducen a acusaciones ante los tribunales. ¿Esas discusiones se celebrarían igualmente y del mismo modo en el mundo real? Para algunos este grado de excesos y violencia son un sustitutivo de la que ocurre en la calle, explicando por eso como mientras en las redes sociales los enfrentamientos alcanzan niveles de exceso, en cambio en la calle la sangre no llega al rio, o no llega igual que antes. Mucho se ha opinado sobre qué papel han jugado las redes sociales en movimientos como el 15 M, y hasta qué punto el grado de poder llegar a muchos en la red no ha debilitado la posibilidad de hacerlo visible físicamente. ¿A la gente le basta tan solo con protestar por internet? ¿Se ha perdido capacidad de movilización en la calle?

Para terminar este puñado de pequeñas consideraciones quizá sea apropiado recordar algunas de la advertencia de Ivan Illich, quien en su obra  La convivencialidad[2], avisaba de los peligros de los excesos de la instrumentalidad. Cuando el modelo económico en su etapa industrializada y postindustrliazada potencia el uso de unos determinados medios y herramientas para conseguir unos fines, y uno no es capaz de poner coto a las múltiples necesidades que a modo de sugerencias este ofrece, puede terminar por convertir a los individuos en sujetos esclavos de esos medios, manipulados hasta el punto de no desear más fines que los que propone el modelo. ¿Es internet una herramienta del sistema? ¿Nos hace libres o seguimos un camino trazado más por lo que ofrece la herramienta que por los fines que en realidad podemos conseguir?

El Prometeo virtual puede correr el riesgo de estar así atado a un simple medio, convirtiéndose así en una creación manipulada y dirigida, en una clase de autómata que asimila valores que le alejan de la humanidad y de la perfectibilidad que Frankenstein representa.

La creación de Shelley es un ya un clásico que ha pasado a la posteridad, y la personalidad de su personaje es inamovible. En cambio las creaciones virtuales que internet nos permite adoptar a cada cual están en constante estado de movimiento y son fruto del día a día. De algún modo internet nos ha llevado a sus usuarios a una especie de estado de permanente auto-creación, en donde el rol a desarrollar es una autentica incógnita.


[1] Han, Byung-Chul (2014). En el Enjambre. 1ª edición. Barcelona. Herder editorial. (Titulo original: Im Schwarm).

[2] Ilich,  Ivan. (2012). La convivencialidad.1ª edición. Barcelona. Virus editorial.

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Domingo Moreno

Politólogo

Curioso, amante de la literatura. Ejerzo de politólogo a ratos y de bloguero y escritor por arrebatos.