«El Demiurgo», dijo mi padre, no tuvo el monopolio de la creación.
Ella es privilegio de todos los espíritus.
Tratado de los maniquís, Bruno Schulz
Comúnmente se cree que el ser excepcional es aquél que los es por ser creativo, en vez de creer en lo excepcional que todo ser posee en cuanto su creatividad tiene presencia, se muestra. En definitiva, cuando esta habla. Me refiero a creatividad como manifestación exuberante y nada selectiva en cuanto a la persona, pues como manifestación de espíritu, la creatividad habita en toda persona sin tener que pertenecer o mezclarse con una actividad concreta, un oficio, una capacidad o grupo determinado. Y se hace necesario señalar que, en estas circunstancias, no hay espacio para el arte y sus mecanismos mercantilistas y de dominación; aquí no hay escaparates porque no hay productos, aquí se está, y se gira, en torno a una esfera plenamente humana.
Como manifestación plena, la creatividad conecta con lo más hondo de nuestro ser, sepultado, en ocasiones, entre demasiados escombros racionales y esas capas pesadas que acaban por apresarnos. Una manifestación que nos permite también acercarnos más a nuestros semejantes, a su comprensión, sin distinción de ninguna clase. No es de extrañar, por lo tanto, que muchos terapeutas de la psique apuesten por ella como vehículo de acompañamiento y como red tejedora donde el sujeto “afectado” pueda apoyarse. Sobre todo entre aquellos que apuestan más por un trato personal y no por ceder el protagonismo exclusivamente al tratamiento. Bien para prevenir esas caídas de lo interior, bien para poder dotar, crear, un andamio, donde articular un discurso propio. Un lugar donde permitir-se objetivar su lucha, su sentir. Una entrega, y razón de ser para con el otro, en adquirir una mayor emancipación.
Claro que para que se pueda manifestar esa creatividad, esa naturaleza propia e irregular, tremendamente vinculada a comportamientos únicos en cada uno de nosotros, para que ese habla pueda articularse, suele haber un período (indeterminado en cada uno) de escucha, de aprendizaje y recibo. Como la de un niño cuando tiene la palabra, cuando la va poco a poco adquiriendo, pero no lo suficiente como para dejarla salir. Como la de un niño que posee una libertad dada para realizar toda clase de viajes simbólicos y otros muchos juegos, sin la presión o control externo que le dicte el renglón correcto. Por lo que, en este caso, el niño acaba siendo una especie de amo, sin ser consciente de su poder, sin pensar más allá de la próxima jugada, el próximo arañazo o el siguiente invento fruto de la improvisación. Una creatividad instalada, podríamos decir, en su sistema operativo y de vivencia, con la suficiente fuerza para arrojar lo inesperado que otros no ven, sin una meta concreta de un algo acabado que muchos podrían considerar arte. Para él, estas cuestiones carecen de sentido, pues no hay nada que le pueda hacer pensar en este aspecto. Esa especie de comunión, de enamoramiento entre sus continuos descubrimientos y sus sentidos puestos al máximo, es, seguramente, una gran fuente de creatividad.
En él habita la libertad y se permite sacarla.
A este respecto, pienso en aquella reflexión, poco difundida y comentada cuando se refieren al decálogo del creador checo Jan Svankmajer, un decálogo, añadiría, fundamentalmente para la vida:
Tus obsesiones son lo mejor que posees. Son reliquias de la infancia de donde proceden los mayores tesoros. Es preciso dejar siempre la puerta abierta a lo que viene de fuera. No se trata de recuerdos sino de sentimientos. No se trata de lo consciente, sino de lo inconsciente. Simplemente doy salida a mis obsesiones [1].
Tanto en Svankmajer, amplio creador en todos los sentidos y en un único al mismo tiempo (el de la poesía), como en otros muchos artistas de otras épocas y pensamiento, siempre ha habido un halo melancólico con ese período de la infancia como campo fecundo en el desarrollo de la creación. Podríamos nombrar otros ejemplos como el del escritor y dibujante polaco Bruno Schulz (1892 – 1942) y su madurar hacia la infancia, donde sus cuentos son trenes de luz imaginativa, viajes a otras dignidades humanas, capaces de atravesar toda oscura travesía que actúa como un rayo esperanzador para aquellos que apuestan por otro ritmo interior, el suyo. Sin ocultar, en el caso de sus dibujos, esos trazos que muestran formas humanas portadoras de los más macabros secretos y los miedos ocultos que tan bien acampan en la psique del niño. No sería descabellado pensar que nuestros bailes por el precipicio interior, van más allá de las causas sociales en las que nos sentimos atrapados (pero sin desestimarlas), sino también por tirar por la borda, a las primeras de cambio, ese trotar interior, capataz de nuestros más señoriales tesoros. Resulta que ya nacemos con ello, y en cambio, al crecer, al ir hacia la madurez mayoritaria, parece que lo vamos perdiendo – sin ser muy conscientes de ello – para, en la etapa adulta, hacer todo tipo de maniobras y exageraciones para volver a encontrarlo. Es posible que una de las funciones del arte (sin pretender caer en alguna vana idea) sea precisamente esa. La de volver a mostrarnos, cuando contemplamos aquello considerado como obra o creación (una pintura, una acción poética, un texto, película o música) el reflejo de dicho tesoro, como si de un espejo se tratara, que siempre ha estado en nosotros, a pesar de nuestras cerraduras claramente maduradas y consensuadas (que no siempre aceptadas). Porque toda existencia exterior se corrompe, se transforma en artificio cuando lo de ahí dentro queda cerrado a toda singularidad, cuando no hay posible salida a la palabra propia.
Se señala por lo general que, arte y creatividad, a priori, son compañeros de viaje (aunque hay mucho arte, mucho mercado de éste, que de creativo no tiene nada). ¿Y qué sucede en el caso de la locura? ¿Qué sucede con el sujeto diagnosticado como “loco”? ¿Qué relación puede establecerse entre su estado y su creatividad, puesto que, como se ha señalado, la creatividad no es exclusiva de un tipo de persona y su condición? En personas diagnosticadas con algún tipo de trastorno o enfermedad mental [2], también se puede establecer esa conexión. ¿Qué hay, o puede haber, de creativo en la enfermedad? Tal vez mucho. Para el psiquiatra armenio Gagik Nasloyan está claro: Yo ayudo al enfermo a concluir el acto creador iniciado en la enfermedad pero que se ha quedado corto. Continuando con esta reflexión, parece incluso que la enfermedad (y no exclusivamente mental) nos puede alumbrar en ese proceso de superación a la vez que de reconquista creadora. Capaz de acoger y de crear, en ese andamio particular y complejo, una subjetividad atrofiada. Tampoco se trata de establecer una unión absoluta entre enfermedad y creatividad, como si esta sólo fuera posible en un estado alterado, perturbado o de delirio. Nada de eso. Pero esa doblez que se produce en el loco, en ocasiones en un gran desdoblamiento, es lo que, paradójicamente, sin entrar por el momento en el plano de la creación, más difícil le resulta conseguir (y de ahí el precio a pagar con la enfermedad). Ser capaz de establecer esa separación de sí mismo y que por ello, tal vez gracias a una práctica calificada de creativa puede ayudarle a mostrar, aclarar, eso escondido o perturbador (inefable) que, con el proceso creativo, puede servirle en la medida de lo posible para empezar a separarse de sí mismo y mostrar algunas señales de su tormento. Apoyarse en un estadio diferente para cambiar, dar la vuelta, como una llamada de auxilio, a la situación de conflicto por la que pueda estar atravesando la persona; de ello se puede traducir las semejanzas entre la enfermedad (independientemente de cómo se manifieste) y el acto creador como lugares nacientes entre escenarios tensos, lugares en los que afloran toda clase de conflictos; una gran mayoría latentes que asoman cuando nos encontramos en una u otra situación insostenible. ¿Acaso no existe una clara relación entre lo que provoca la enfermedad, en cuanto profundo cambio físico y psicológico, como también lo hace el acto de creación?
Todo parece indicar la existencia de estas correspondencias.
Para adquirir un cierto grado de creatividad hay que estar dispuesto a correr peligro, sabedor de que esa transformación puede, y debe, realizarse en uno. Y eso, como acto en una doble vertiente de afuera a adentro, supone un cambio interno de quien sucumbe a la creación; quien consigue criar en sí mismo lo que fuera de él ha tenido lugar. Que el cambio se produzca más allá de un tiempo dedicado a una actividad – supuestamente creativa – para estar en un continuum proceso de transformación. Es ir asomándose a un abismo al que precisamente los locos suelen aproximarse con más frecuencia.
Dicho lo cuál, el punto de partida es el siguiente en todo acto creativo: para crear hay que salir de uno mismo. Y salir de uno mismo tiene más que ver con aparcar todo aquello que se nos ofrece en nuestra construcción, pero que acaba siendo el mayor obstáculo para dar, y sobre todo recibir, lo inesperado como germen revelador. Es estar dispuestos a emprender el exilio en nosotros, portando esa llama que no se enciende, sino que arde porque somos nosotros (en nosotros) los que estamos dispuestos a arder; a dejarnos tocar, a dejar percibir el temblor con toda la incertidumbre que ello provoca y conlleva asomarse a ese estadio. Poder escindirse hasta tocar los límites, pero escindirse, pues la creatividad no es capacidad en el ser, sino estadio que conforma y habita en el ser (está ligado a su constitución, con sus evoluciones y cambios, pero no como añadidura).
Seamos claros, para ese recorrido y aproximación no hay preparación. Se trata de un avance sospechoso, a pecho descubierto, en el que se originan encuentros de rara naturaleza, esa otra-nuestra naturaleza oculta, extrema. Encuentros para nada indiferentes, ninguno. Se crea para salir de uno mismo porque en cada uno de los momentos donde tiene lugar la creación, lo que asoma, es una continua liberación. Y en esos momentos poco importa que queramos llevar la contraria, pues toda creación, si así se manifiesta, nos va liberando de ese envoltorio construido. Un momento de abertura – incluso de abertura de herida llegado el caso – donde el límite no lo pone el yo y donde la mirada extiende un horizonte capaz de rotar las veces que considere oportuno cada uno de nuestros sentidos. Por ello, siempre he desconfiado de aquella idea, en mi opinión más expresada por especialistas (artistas comerciales, profesores de arte, comisarios, en definitiva, profesionales) que ponen el acento en la creación como medio de expresión de uno mismo. Evidentemente, si se parte de la premisa expuesta anteriormente, si crear es salir de uno mismo, tal acto no puede ser una mayor manifestación, un mayor empeño, en subrayar a ese yo mismo; en todo caso, se apuesta por una apertura, un mayor abanico identitario de sí mismo para proceder a dicha liberación que, en ocasiones, puede desembocar en un auténtico estado de enajenación. He aquí la contrapartida de toda acción vital, su cara y su cruz, ya que en materia de creación (no entro en considerar en hacer arte) la creatividad debería servir como el martillo canalla que agrieta nuestras paredes – ese agitador de escombros – o la chispa inesperada para dar salida a esas erupciones interiores en ese proceso que entendemos como creación. Lógicamente la apuesta es alta y de sumo riesgo, pues a veces, ese yo mismo, está sujeto a una serie de comportamientos y condicionantes que no suele dejar entreabrir ninguna fuga expresiva de otredad, sino que pretende conservar su estatus en la medida en que nos identificamos con ello. Si la creatividad persigue algún cometido, una función básica de su aparición en escena, es la de llevarnos a ese viaje distinto a otros para habitar una extranjería que nos desubica, nos seduce, nos revela (y rebela) al mismo tiempo que puede provocarnos un sonado salto de eje. Transitar por un territorio cuyo mapa no se corresponde, un territorio cuya luz es capaz de hacernos descarrilar.
Otra creencia generalizada nos sitúa lo creativo más cerca del hacer productivo y utilitarista que de lo reflexivo, lo contemplativo o el mero discurrir del pensamiento. La constante del yo centro, del yo creador, dominador del plano absoluto de la existencia y sus acontecimientos, incapaz de desacelerarse, de plegarse a lo que de afuera pueda aparecerle, pues de lo otro, y su particular devenir, también se produce creatividad, se abren otras vías por correspondencia en ese caminar ido por el que uno transita (del que no excluyo, para nada, al pensamiento). No obstante, se cree en la creatividad como un conjunto de capacidades y actitudes para realizar nuevas formas y tareas, y así poner los mecanismos necesarios en la obtención de un mejor resultado. La suma en lo referente a esta clase de creatividad no para de aumentar. Una de sus posibles causas sea, seguramente, ese ejército de especialistas y charlatanes del mundo de la empresa y los negocios (los coaching, psicólogos de empresa, los abanderados de la egoayuda y la autoexplotación) que se agarran a lo creativo como un salvavidas para justificar el porqué de esta inmensa traba que supone, en realidad, el trabajo y sus pobres condiciones. Nunca antes hubo tanto mensaje a todos los niveles y estamentos en los que un individuo puede encontrarse, digámoslo claro, atrapado, entorno al sé creativo y la necesidad de serlo. Claro que, quienes promueven las tesis del mercado y la eficiencia, buscan, por lo general, acotar el campo de acción a una única cosa, y solo una: El resultado. Y no un resultado cualquiera, sino aquél que obtenga el mayor beneficio, el mayor impacto y el objetivo conquistado. Cada día hay más agentes explotadores de este tipo de capacidad creativa que resumen todo su espectro miserable en dotar de más capacidades, en vendernos un alto perfeccionamiento bajo el control y supervisión de un método profesional, el suyo. La publicidad, el arte, son prueba evidente de ello. Una promoción constante en la consecución de metas profesionales entregados a ejercitar la competitividad más absoluta. Como se comprenderá a estas alturas, este discurso se encuentra muy alejado de la senda del desprendimiento y el particular devenir en cada uno de nosotros. Estos representantes, con su único modelo posible, no contemplan ninguna irregularidad viva que haga saltar las alarmas del acuerdo y el buen transcurrir de los acontecimientos. Tan solo les vale operar en un único sentido. La pérdida de este, es un acercamiento a un radical sentir por el que no están dispuestos a pasar. Y lo que es peor, no lo creen necesario.
Insistamos de nuevo: crear es un acto de radicalidad puro, en el que la regla sólo debería estar al servicio de su autodestrucción si no es capaz de plegarse con todas sus unidades de medida. Un acto total, completo, donde su transformación pasa por convertirse en el abanico de un sinfín de posibilidades sin ser dirigido por objetivos. Aquí no tienen cabida conceptos como ganancia o pérdida. Aquí la escena va transcurriendo en la medida en que dejamos transcurr-irnos. Donde aquellos que ven inservible un espejo roto, pero con sus partes aún conservadas, otros contemplamos un rostro/objeto que nos devuelve una imagen transformada en diferentes expresiones. Donde precisamente, por su rompimiento, ya no sólo es capaz de reflejar cientos de rostros (sus diferentes ánimos) sino también convertirse en elemento cortante de nuestro sentir y de gran peligrosidad para nuestro cuerpo. Y es que el ser que se considera creativo no desprecia nada, a pesar de dudar del lugar de procedencia de sus ideas, a pesar de transitar más en las sombras que en las luces. En el proceso creativo se remueve la materia oscura, la opacidad cobra vida y su revelado proviene de ahí abajo, de lo que de pérdida se produce en nosotros y que llega a agitar sus manifestaciones. Aquel temblor que llega a la raíz, que hace temblar nuestro suelo.
En semejantes circunstancias, también puede nacer cierta afinidad entre otros espíritus. Me explico: Hay un punto que para muchos será considerado imperdonable en todo acto creador (sobre todo para los especialistas). No obstante, quien está abierto, no desprecia nada, como antes se ha mencionado, y sólo así podrá adoptar en su seno lo que estime oportuno para darle vida en su forma adecuada. Por lo que no habría que menospreciar aquello que también apuntó sabiamente, de nuevo Svankmajer, cuando hacía referencia con sus novelas collage a la imitación como compañera en el camino de la liberación. Unas historias de corta y pega (una de las grandes operaciones de la imaginación plástica) muy inspiradas en otro espíritu amigo, realizador de este género rara avis que fue Max Ernst.
La gran novela de aventuras es uno de los diálogos que mantengo con la infancia. A la objeción de que algo parecido hacía Max Ernst en sus novelas-collage, yo respondo ¿y qué? Esto no le resta nada a la autenticidad e intensidad de mis experiencias infantiles. Esto no significa que Max Ernst la hubiese vuelto intocable para los demás. Mis obsesiones son irreprimibles y no desprecian la “imitación”. En fin, yo no hago arte, sino que doy absoluta libertad a mis deseos en el plano de la actividad creadora. Eso es todo. No espero otra cosa que saciarlos [3].
De nuevo esa libertad que en todo niño habita y se permite sacar, se permite crear un lugar para ella.
En la medida en que dejamos de ser, se es. Tal vez se trate, al final, de dar cabida a ese juego, de permitirse salir con una maniobra de un viento diablo, y tirar ese dado irregular con sus aristas y extraños signos para lanzarse a este proceso de transformación. Donde cada cara del dado nos ofrece un recorrido distinto a otros pero que acaban encontrándose, para mostrarnos las infinitas caras del ser, y donde la palabra siga fiel a su subjetividad correspondiente, tal y como indica ese mandato de origen arameo, Avra Kadavrai, que viene a sentenciar, no sin cierta destrucción (para permitir-se): crearé según mis palabras.
¿Y cuáles son esas palabras que asoman en nosotros?
Juguemos.
NOTAS:
[1] Jan Svankmajer, Punto II del Decálogo. Libro: Para ver, cierra los ojos, p: 111. Ed: Pepitas de Calabaza, primera edición enero 2012.
[2] Soy plenamente consciente de la controversia y polémica que puede llevar ciertos términos como el de “enfermedad mental”. El uso de este término en el texto viene a emplearse de modo legible, tal y como se usa en el campo profesional. Dicho esto, me gustaría añadir que no me siento del todo cómodo en su empleo. Considero que corre el riesgo de ser un término estigmatizador con un determinado grupo de personas (“colectivo” dentro de la jerga profesional) condicionadas por el diagnóstico. Me parece más adecuado seguir haciendo uso del término locura, más allá de querer concienciar socialmente a través de la categoría de enfermedad, sin entrar a valorar las desigualdades que ello pueda ocasionar. Pues la locura (y por consiguiente los locos) disponen y tienen acceso a la razón, puede que otra razón pero igual de válida, pero también acceso a esa otra razón que precisamente se empeña en señalarles fatalmente como peligrosos y enfermos.
[3] Jan Svankmajer, Gran novela de aventuras (collage). Libro: Para ver, cierra los ojos, p: 157. Ed: Pepitas de Calabaza, primera edición enero 2012.