Seguramente, cuando Truffaut escribiera su histórico e incendiario artículo “Cierta tendencia del cine francés” (“Cahiers du cinéma”, enero de 1954) defendiendo la llamada “Teoría de los autores”, ya fuera consciente de que estaba construyendo las bases de lo que, años después, el crítico americano Andrew Sarris, impulsor de la teoría en Estados Unidos, apuntara más certeramente al decir que “[…] la teoría de autor no es tanto una teoría como una actitud, una tabla de valores que convierte la historia del cine en una autobiografía de directores”. Pensado así, lo que Truffaut escribió daría soporte a la eterna expresión cinéfila “La última película de…”, seguida del nombre de un director de cine, un autor, un creador. Han transcurrido desde entonces más de 60 años, y si bien el efecto ya cristalizó en el escenario cinematográfico de los años 50 y 60, como acredita la existencia misma de la “Nouvelle vague”, la cosa se dispararía, y de qué manera, adentrados ya en el cine posclásico y la posmodernidad. Lo que podríamos ensayar en este contexto que nos abriera Truffaut pero con la perspectiva que nos da conocer la evolución cinematográfica de esos últimos 60 años, es si la potencia creadora de los grandes autores que siguieron no les llevarían, incluso, a elevar su “autoría” frisando la categoría de “género” mismo, considerando la facilidad que hoy tendríamos para nombrar directores dignos de cerrar la frase “La última película de…” y cuya filmografía parece haberse labrado una topología propia bien cristalizada y reconocible dentro de la historia del cine.
Tom Ryall, en su Teoría del Género de 1978, defiende que “los géneros se pueden definir como patrones / formas / estilos / estructuras que trascienden a las propias películas y que verifican su construcción por parte del director y su lectura por parte del espectador”. ¿Cabría colocar el nombre del director en sustitución de esos “patrones/formas/estilos/estructuras” a los que alude Ryall? ¿Podría el desarrollo fílmico de la subjetividad de un cierto creador tener expansión y potencia suficiente para sustituir a esos elementos hasta el punto de constituir por sí mismo el arquetipo de un cierto género? No tendría sentido ensayarlo en autores anodinos, o enormemente supeditados a la lógica del cine en tanto que industria productora pero, ¿y en autores cuya creación se haya forjado ese espacio propio y esa estructura tan reconocible en sus películas? ¿Qué tendría que tener ese autor para poder ser colocado en ese lugar que inauguraría un género propio? ¿Acaso no podría ser satisfecho articulando un “imaginario” con la potencia suficiente? Sí, imaginario, entendido por su definición de repertorio de elementos simbólicos y conceptuales de un autor, una escuela o una tradición, y por tanto, elementos que pueden ser reconocidos, articulados, puestos en juego, propuestos como punto de partida con el que se abriría una franja de reconocimiento del autor, es decir, ese espacio topológico al que aludíamos.
Lógicamente, como decíamos, no todos los autores consiguen poner en juego un imaginario lo suficientemente potente, y también hay que considerar que éste debe alcanzar una cierta aceptación y consolidación dentro de la industria del cine de modo que pueda llegar a cristalizar. No obstante, es indudable que la historia del cine ha proporcionado ejemplos de creadores que han sabido crear ese espacio propio y que se ha desarrollado no solo en lo diacrónico de su propia filmografía, sino también en la de otros que, consciente o inconscientemente, lo han incorporado también a sus propias obras. Ése, claro, será el espacio del homenaje, de la herencia cultural, de la intertextualidad y de la intersección de imaginarios que tan productiva ha resultado desde que la “teoría de los autores” hiciera mermar algo de la rigidez de aquel antiguo “Studio System” hollywoodense.
Por ejemplo, resulta difícil no conceder al cine de Woody Allen algo de un cierto estatuto propio considerando que se trata de una filmografía que, a pesar de integrar dentro de sí una miríada de pequeños elementos presentes en otras muchas, su intersección ha forjado un estilo muy concreto de narración que ni admite ser encapsulada en el género de la comedia, pues lo excede a todas luces, ni en ningún otro de los convencionales. ¿Estaríamos describiendo correctamente una película de Allen como una comedia? ¿No da la sensación de que ninguna descripción de la filmografía de Allen sería satisfactoria sin apuntar al hecho de que él mismo es su personaje principal? De hecho, pareciera que la mayoría de sus películas desvelan partes de sí mismo que, con el paso del tiempo, se han ido convirtiendo en sus “lugares comunes”, los rasgos más característicos de su ser: ¿Acaso es posible imaginar y cernir el cine de Allen sin fijar sus coordenadas definitorias en torno a conceptos como la obsesión hipocondríaca, su naturaleza neurótica, su amor por Nueva York, su pasión por el psicoanálisis o la inseguridad en la relación con las mujeres? Pareciera, ciertamente, que es en el cruce de todos estos elementos y, sobre todo, en el desarrollo fílmico diegético de su propio personaje principal, donde podemos llegar a atrapar algo de cuanto hace de su cine enormemente reconocible. De ahí nace el “campo semántico” de su cine y los patrones de su propio género:
Algunos ejes del campo semántico del cine de Allen

El psicoanálisis
Citar a Freud, incluir ideas psicoanalíticas y reflejar sesiones con su psicoanalista son ya rasgos distintivos del cine de Allen, que ha reconocido explícitamente el valor de este saber para explicar al propio sujeto.

Nueva York
Nueva York se eleva a la categoría de personaje propio, presente a lo largo de toda su filmografía, o también como fondo permanente para su películas, reforzando la iconicidad del género que podría constituir.

La hipocondría
El cine de Allen pone en juego una y otra vez el temor por la enfermedad, los medicamentos psíquicos, las visitas al doctor, etc., como desarrollo de una hipocondría que sitúa latentemente la presencia de la muerte.

La neurosis
Los rasgos neuróticos han trascendido a sus personajes para convertirse en una tendencia que atraviesa la obra de Allen en su totalidad, lo que a veces ha servido para reírse de sí mismo, y otras, para contar historias de angustia.
Ensayamos aquí la idea de que el imaginario de ciertos autores, por su potencia, constituya en sí mismo un género, pero también podemos apuntar la idea de que dicho género, precisamente porque lo fuera, trascienda a sus propias películas y no se sostenga sobre ninguna en concreto. Y es que, más allá de la enorme filmografía de Allen, algo de su género ha alcanzado a otras películas que lo han incorporado. Por ejemplo, ¿no les parece que una película como “Frances Ha” (2012) de Noah Baumbach participa de lo que podríamos llamar “el género Allen”? ¿No hay en esos planos de Nueva York en blanco y negro algo del modo cómo Allen nos contaba sus historias allí? Incluso, ¿no les parece que, visto así, las carreras de Frances (Greta Gerwig) por la ciudad, podrían ser al mismo al tiempo un cierto homenaje a ese “género Allen”, así como la puesta en juego de alguno de sus elementos más reconocibles en aras de inscribirse en él con la estrategia de una intertextualidad más o menos explícita?
Quizás arguyan que la presencia física de Allen sea tan potente que por sí misma parece poner en juego su propio género, aunque vale la pena recordar que, a partir de cierto momento de su filmografía, Allen comenzó a sustituir el soporte de su alter-ego en la pantalla, es decir, él mismo, por otros actores que le representaban y que también aparecían afectados por las características definitorias de su personaje principal. Kenneth Branagh, Larry David, Jesse Eisenberg, Owen Wilson… han puesto rostro a un arquetipo que les precedía y que les ha trascendido con el paso del tiempo, prevaleciendo, podría decirse, el efecto del género Allen.
Ensayemos ahora nuestra tesis, la del imaginario de un autor elevado a la categoría de género, en un cineasta radicalmente diferente: Béla Tarr. En efecto, este director de origen húngaro, es célebre por el personalísimo trazo de su escritura fílmica, una cuyos rasgos más característicos son el empleo radical del plano fijo, la sobreutilización desmedida del plano-secuencia y un reducido número de posiciones de cámara con las que da forma a la totalidad de sus relatos. La maestría narrativa de Tarr con esta forma de (no) mover la cámara es tal que pareciera ser capaz de esculpir para sus historias una naturaleza bien distinta del tiempo y del espacio en que transcurren, un efecto visual de profundas repercusiones psicológicas que a menudo sirve al espectador para adentrarse en la complejidad psíquica de sus personajes con una sensibilidad que recuerda a las primeras películas del polaco Krzysztof Kieslowski.
Béla Tarr es capaz de abrir una historia (“El hombre de Londres”, 2007) con un plano secuencia de más de 13 minutos…
…cuyo resumen sería breve y, sin embargo, le arrebataría buena parte de la sustancia fílmica de la que está constituido. Hay en sus eternos planos y en sus largas secuencias formas de pensamiento sobre la realidad misma, sobre la estancia singular de los seres que aparecen en ella, así como sobre la naturaleza que les da soporte y de cuya huella física nos habla también la propia película. Toda una forma inventada de sentir la realidad, de sentir el pensamiento, que a veces pareciera permitir al espectador sorprenderse por el modo cómo aviene a comprender a unos personajes esculpidos en el tiempo y, sin embargo, aparentemente ajenos a él. Sin duda, una potencia cinematográfica que tiene mucho que ver con el modo de escribir de Béla Tarr y que, por su eficacia y su consolidación, podría jugarse a modo de género propio. De hecho, como en el caso de Allen que veíamos antes, el nombre de Béla Tarr precede a sus películas como la promesa de un cierto mirar y un cierto sentir.
¿Reconocen esta imagen?
Mejor, véanla así:
Rodeada del resto de imágenes que reflejan la constelación imaginaria que forman juntas, la imagen que les mostraba antes convoca en la mente de los cinéfilos un solo nombre: Wong Kar-wai. Un nombre que, impulsado por la potencia visual de su película más aclamada, “In the mood for love” (2000), es símbolo de un tipo de cine absolutamente reconocible que se ha forjado a lo largo de, por cierto, no tantas películas.

Hoy, para muchos cinéfilos, reivindicar el imaginario de Wong Kar-wai es poco menos que un acto snob, pero seguramente tenga algo que ver con la iconicidad tan extraordinaria que el conjunto de sus imágenes han alcanzado en Occidente, y que ha creado unas coordenadas propias dentro del cine “asiático”. Es posible que muchos consideren que ese estilo propio se fundamenta también sobre una cierta pérdida de estilo puramente asiático, bajo cuya etiqueta se nos presenta, y una identificación de ascendencia más occidental, lo cual puede ser cierto, pero aún así es innegable que Wong Kar-wai ha forjado una gramática de colores saturados, personajes atormentados, amores imposibles, músicas inolvidables, …con la que viviremos para siempre la ilusión de imaginarnos Asia.
Y así podríamos seguir, proponiendo directores cuya estética o imaginario ha trascendido sobre su propia filmografía, hasta el punto de que sus nombres son metáfora de cierta problemática o de una muy determinada forma de reflejarla en la pantalla. Podríamos proponer el cine de Tarantino, que quizás conecta en alguna medida con el de Wong Kar-wai, o, sin duda, las películas de Theo Angelopoulos, por citar dos autores absolutamente antagónicos. No obstante, podríamos localizar ejemplos tomados del ámbito español: Por un lado, la fijación y la insistencia de Almodóvar en el diseño de su propia cosmología, una que ha mantenido a lo largo del tiempo incluso mediante el empleo recurrente de determinado plantel actoral, y que ha contribuido a crear un tipo de personajes fundamentalmente femeninos de gran recorrido interior. O también, la muy personal visión de Julio Médem, cuya poética habitual suele marcar un discurso que se ha convertido ya en marca de la casa.
En definitiva, una consecuencia comprensible a partir de aquella prístina reivindicación de Truffaut que, por otro lado, ha servido para lograr forjar nombres de cineastas aún más célebres que los de la nouvelle vague. Además, y aunque Truffaut no pudiera preverlo en 1954, la senda posmoderna de la llamada “teoría de los autores” ha conectado con la tendencia actual a centrar al “yo creador” tan propia de nuestro tiempo, considerándole el legítimo narrador de los discursos de la posmodernidad y de cuanto parece estar sucediéndola hoy en día. Podríamos decir que se trata de una derivada narcisista de la “teoría de los autores”, cuya potencia instagramera, sería susceptible de ser tomada por cancerígena para la propia teoría truffautiana. ¿Podría suceder que la hinchazón del yo-artista y su omnipresente reflejo a modo de lógica “selfie”, en su empeño por devenir libremente y sin parar, forzara un abaratamiento de los discursos? De hecho, ¿podría ser que estuviéramos ya asistiendo a un cierto efecto de invisibilización de la auténtica creación, ésa que Truffaut habría puesto en valor y ésa que habría situado al yo en el centro de la creación pero no en el centro del plano?
Referencias:
- Artículo “Cierta tendencia del cine francés”. Revista “Cahiers du cinéma”, enero de 1954.
- “The American Cinema: Directors And Directions 1929-1968”, Andrew Sarris, 1968.
- “Genre Theory”, Tom Ryall, 1978.