Entendemos la movilidad desde el punto de vista del que se mueve, con una perspectiva solidaria, única, sin llegar a querer comprender que existe lo que, en términos físicos, se denominan sistemas de referencia.
La perfecta movilidad sería aquella en la que uno no se mueve y son las cosas las que se aproximan a ti. Lo más habitual, por desgracia, es moverse sin parar para acabar siempre en el mismo sitio.
N. del A.
Estamos próximos a despertar cuando soñamos que soñamos.
Novalis
Inútil resistirse si la mente ha empezado a funcionar sin mí y ahora reclama la solidaridad del cuerpo. El ritmo empieza y espera el primer fraseo. Así que abro los ojos y me incorporo, o me incorporo y abro los ojos, o a lo peor me incorporo mientras abro los ojos, lo que en el fondo no es decir nada, porque la persiana está bajada, y los ojos, resentidos de toda una noche de inactividad visual, se resisten a dar de sí la más mínima prueba de utilidad. Sujeto la cabeza entre las manos, inequívoco signo de atontamiento, sin saber si optar por esperar a que dejen de girar las cosas a mi alrededor o girar yo en idéntico recorrido, orbitándolas, sinérgicamente, de manera que la gravedad se asiente en mi persona. El mareo es grande.
El primer pie está en el suelo. Frío. El segundo busca a tientas, desesperanzado de antemano, el calcetín que supuestamente debería haber caído cerca de su posición la noche anterior. No encuentra. Conducir el frío del suelo hacia el resto de mi cuerpo hace que me despierte un poco. Ya soy capaz de estirar los brazos, aunque pesan. Me decido por el derecho, mientras el izquierdo sujeta la cabeza. Alcanzo el interruptor de la lámpara de noche y enciendo. Oscuridad. La bombilla no funciona, lo que me hace pensar en el filamento, retorcido e inservible trozo de metal incandescente, antaño capaz de iluminarse y ahora despojo a la espera de su sucesor, embebido en su esfera de vidrio y aire viciado que se me antoja metáfora de mi propia habitación. Abro la palma de la mano, inclino el cuerpo hacia delante y me impulso, quedando mi centro de gravedad entre el apoyo que he logrado en la pared y el doble apoyo de los pies, indigno instrumento de mí ser bípedo. Me recupero del esfuerzo que supuso la puesta en pie, y mi guía de cinco dedos surfea sobre el gotelé de la pared, a la búsqueda del primer esquinazo, que corresponde al armario. Lo encuentra, y cambia el tacto superficial por el de la madera barnizada, suave, con ligeras irregularidades que son olas de barniz sobre una playa de árbol pulido. Segunda esquina y afronto el plano definitivo. Al final del paño está el mecanismo de la luz, lo que supondrá irremediablemente la inmolación de mi vista de manera temporal y un más que previsible bombardeo de puntitos de colores contra mis apretados párpados, que se resistirán (en vano) ante esta brusquedad. Allá voy. Arrastro la mano por la pared, que se hace eterna. La ausencia de luz distorsiona los sentidos, de manera que este muro es ahora inmenso. Ya llevo tiempo estirando el brazo sobre este plano, frío y (me doy cuenta) desconocido, pese a que ha estado siempre ahí. Se suceden los segundos y, en circunstancias normales, ya debería haber chocado con la puerta, que es lo que me sucede de continuo en estos casos. Pero no. Avanzo y no encuentro obstáculo, y tampoco interruptores. Me paro, extrañado. Vuelvo hacia atrás, a la búsqueda de referencias que me devuelvan a lo próximo, a lo conocido, que es decir lo que no asusta. Diez pasos. Había dado diez pasos desde el armario, sin despegar en ningún momento la mano de la pared. El cambio de sentido me puede haber hecho contar más o menos de lo que debiera, pero no puede haber tanta diferencia. El armario ya no está.
Ahora mismo mi mundo es una mano y una pared rugosa. No hay luz, no hay casa, no hay muebles. Es absurdo, lo sé. Pero es absurdo desde lo razonable y no desde la realidad. La realidad, absurda o no, es una mano y una pared. Y por supuesto una angustia terrible, sólo semejante a la que se siente cuando se está encerrado en un sitio muy pequeño (así pues, los extremos se tocan, porque ¿qué hay más alejado de los espacios cerrados que una mano apoyada en una pared que no acaba nunca, de un plano que descansa, contraviniendo la física estática, en ángulo de noventa grados con el plano horizontal, sin un apoyo, sin un pliegue, y sin ni siquiera un interruptor de la luz?). Me mareo y me dejo caer, la espalda contra la pared. La falta de referencias visuales me hace pensar en las piscinas, cuando te sumerges y das vueltas con los ojos cerrados. La consciencia se pierde, al menos en lo referido a la ubicación. Y entonces batallas contra el empuje hacia la superficie del agua, cegado, hundiéndote más y más en busca del oxígeno que dejas cada vez más lejos, en una superficie que se te niega por desorientación. Así me siento contra la pared. Pero no puedo quedarme aquí. Me vuelvo a levantar, más ágil por el miedo, que ya ha llegado. Así, de repente, sin siquiera una amenaza directa, por el mero hecho de no encender una luz, de no encontrar una puerta, de perder toda una casa excepto una pared y un suelo… Hay que seguir, pienso.
Avanzo sin importarme hacia dónde. Creo que hacia delante, porque la mano que se posa es la que siempre apoyaba, la derecha, que está junto a la pared. Si sigo así, a algún sitio he de llegar, contra algo he de chocar, algo tiraré. Ruido. Supongamos que grito ahora. El vecindario despierta, alarmado, acude en mi ayuda, e incluso me rescata, pero… ¿de qué? Si realmente al gritar los vecinos van a acudir en mi ayuda, es porque esa ayuda no es necesaria en absoluto, será simplemente porque no estoy en un vacío existencial reducido a un cuerpo contra una pared, sino en una madrugada posterior a yo que sé qué, pero probablemente a una tremenda melopea que por su propia condición no concierne a nadie más que a mí. No, esto es una cosa entre la pared y yo.
Lo más desconcertante del asunto es que no encuentro ángulos en los que el plano vertical pliegue. Sigo avanzando, pasos y pasos, a tientas y con miedo de chocar, con una mano por paragolpes. Pero estoy casi convencido de que no hay nada a mi alrededor. Y una cosa tengo clara: la pared no la voy a perder. Adhiero la mano sobre ella. Es el único contacto con la realidad material que poseo, y retirar este apoyo supondría que, de no ser por el suelo de tablilla, estaría flotando en un espacio atemporal y vacío, carente de referencias. Sería como un cosmonauta perdido en el espacio (y sin la mítica cápsula del suicidio), por lo que mis restos corporales pasarían a formar parte de la particular basura espacial de donde quiera que me encuentre, hasta que mi cuerpo no se vea capaz de resistir la sed o el hambre y sucumba, acurrucado en medio de esta nada oscura y… familiar. Porque, después de todo, esto debería seguir siendo mi propia casa.
Tengo una sensación curiosa en la mano, al margen del cosquilleo del arrastre contra la superficie rugosa. Sí, es esa sensación de que no estoy caminando en línea recta, de que, pese a la apariencia de infinito plano, en realidad la superficie que me ata al mundo de lo real es más bien una superficie alabeada, constante y crónicamente curva en su desarrollo. Una sensación de estúpido alivio se apodera de mí: ¿quizá este hecho me devuelva finalmente hasta donde estaba, a ese montón de sábanas que guardan todavía (si no se han evaporado) mis calores e, incluso, mis olores corporales? Sigo entonces, sigo. Paso la mano por el suelo, por el mismo suelo de siempre, que se abomba ahora. No sólo el plano vertical está combado, sino que el suelo se inclina, haciéndome ahora más duro el progreso, porque es cuesta arriba.
Ya ni siquiera puedo pararme a discernir lo absurdo que resulta pensar que esto es mi casa. No me puedo parar a pensar en cosas así porque está claro que ésta es mi casa, sin duda. Lo que haya pasado desde la última vez que conscientemente la deambulé y ahora, es superfluo. El hecho es que mi casa se ha convertido, evidentemente, en una especie de montaña rusa que sube y baja a su antojo. Porque ahora estoy bajando, y he perdido toda referencia, pareciéndome que me pesa la cabeza y se me van los pies, incontrolados, casi resbalando a favor (a favor, en contra, ¿quién sabe, a estas alturas qué significan estos términos?) de la pendiente. De repente resbalo y caigo, y en vez de preocuparme por frenar el golpe contra el suelo, me sorprendo intentando asirme, no perder el contacto de mi mano derecha con la pared. De esta forma, obviamente, el golpe seco de mi indigno fin de espalda contra el suelo conlleva, como daño colateral, un golpe de la cabeza contra la pared. No me importan tanto las consecuencias a largo plazo (tampoco hay mucho que perder) como el instantáneo dolor, porque poco hay para aplicar el intelecto entre una pared y un suelo, que además ni siquiera son capaces de estarse quietos. Me atrevo ahora a tocarme la cabeza (con la mano izquierda, claro, la derecha ni se mueve de la pared), y parece que no sangro, pero una semiesfera carnosa comienza a brotar (valeroso tubérculo venido a un mundo de incógnitas), de entre mi ya no tan tupido pelo. Me pongo en pie, pensando en qué será lo próximo. Si esto tiene algo que ver con mi particular manera de conservación (en alcohol), creo que me voy a permitir una temporada de abstemia. Pero basta de disertaciones, la pared, el suelo, el vacío. Esta es mi pesadilla actual…
No haber pensado en ello hasta ahora me deja perplejo, y el pensamiento me hace continuar la cadena de reflexiones, pues sabemos que cuando pensamos que estamos soñando, es porque estamos próximos a despertar. Pero ¿y cómo me despierto, ahora que sé que estoy dormido? ¿No debería haberlo hecho, de manera automática, mi propia (in)consciencia, vencida ahora que he descubierto su juego, que sé que trata de engañarme? Nada. Es absurdo darme bofetadas a mí mismo. Soñando o no, duelen. Además, parece que no llevan a ningún sitio, pues no me incorporo sobresaltado entre sudores (imagen recurrente de las películas americanas y que nunca se ajusta, en mi experiencia, a mi despertar de cualquier mal sueño). Seguiré caminando, pegado a esta pared, vagando en esta cinta de Möebius sin fin, hasta que mi propio aburrimiento decida darme cancha, o hasta que mi cuerpo, dolorido de descansar en posición horizontal en mi cama de siempre, decida reaccionar por encima de la insistencia, terca y cansina, de mi imaginación. Avanzo la mano por la pared y doy un paso. Y entonces sucede.
No podía ser de otro modo, más que con un nuevo golpe. El dolor que invade mi espinilla, que sordamente ha chocado con algo, compite a partes iguales con el sonido (¡el sonido!) a hueco de mi propio esqueleto y la alegría de encontrarme con algo en este supuesto vacío. Sin dudarlo un instante tanteo el objeto: como intuía, es mi cama. Sorprendentemente aún conserva sus propiedades (me refiero a mi calor y olor corporal, que hasta yo mismo reconozco), lo cual es lógico puesto que como ya sabía, no la había abandonado en todo este tiempo. Así que cumplo con el ritual y me echo en ella, me arropo y cierro los ojos, que es como decir nada, porque nunca los abrí. Y duermo.
Despertar seguro de que despiertas tras una pesadilla no es lo mismo que despertar a contrarreloj, un lunes por la mañana, en una cama compartida con un cuerpo cálido y conocido. Despertar de una pesadilla es el alivio y la alegría materializados en uno de los actos más heroicos del ser humano, como homo sapiens y, sobre todo, como trabajador mañanero. Es decir, que uno se alegra y todo. Así que me bajo de mi cama y abro la persiana, obviando la inservible lámpara de la mesita de noche, constatando que la oscuridad exterior sigue siendo tal, y de tal profundidad, que sólo se explica en unos ojos abiertos e inútiles y una nada de pared, suelo y mano derecha.
Y ahora ya sí: el miedo me invade definitivamente.