Para llegar a donde no estoy, fui por el camino en que no era
Ouroboro, códice para un hilo circular [1]
Conducidos y perseguidos por una modernidad altamente efectiva, y la no menos ausencia de otro pensar en los rostros y paisajes de la metrópoli, la cuestión denominada, planteada como movilidad, deja poco margen de escapatoria para aquellos que saben del valor de una sombra, del tesoro descubierto a plena luz en una escombrera, invisible para los actuales dispositivos de localización, y de los desvíos que anónimamente muchos individuos de paso propio persiguen maquinar en su transcurrir diario, no como mero ejercicio de distinción sino como acto de supervivencia cotidiano. Hallar en la simple práctica de caminar, de surcar con paso abierto y mirada presente, un mayor conocimiento del medio sin obtener un rédito intelectual de ninguna clase, al contrario, en todo caso de ahondamiento en un plano más sensible partiendo de los ritmos de dicho tránsito y cuyos fenómenos, imprevisibles, nos aguardan.
¿Y cuál es su destino? Se desconoce.
Dicha práctica, por lo tanto, se invoca como fuente de autoconocimiento a la vez que incorpora un saber, por otros sentidos, de ese llamado entorno que escapa además a toda clase de beneficio. Superar el marco de una realidad en continua reprogramación, hacer de su salto, su rompimiento, para acoger a esa otra realidad. Lugar fecundo para la materia sensible en vías de su particular devenir. No entrar en la vorágine del tiempo programado para asediar, con los vehículos y los demás mecanismos de conducción, la jornada diaria de nuestra experiencia en la ciudad. Dicho lo cual, a camino dado camino deshecho, o mejor aún: motivo por el cual emprender otros para adentrarnos en la urbe y sus hostilidades.
Suele ser costumbre que los avances y conexiones que realizamos, sea a pie o a través de un medio de transporte (colectivo o individual), tienen como objetivo un destino que en muchas ocasiones se configura por toda una clase de combinaciones, rutas o caminos algorítmicos al hacer uso de alguna aplicación virtual; por ello, se trataría de cambiar la ecuación, de agredir a esa lógica con otra que pone sobre el mapa un tiempo no corrompido por la puntualidad de la acción, para saltar a ser un fenómeno desplegable, siendo el destino ya no una calle o un punto concreto, al contrario, se amplía como tránsito de descubrimientos en los que somos capaces de percibir los asaltos ajenos a nuestro sentido de orientación. Sentido que claudica, se desvanece, por otros sentidos, otros caminos. Se hace necesario recordar que el camino no está construido, no viene dado, a pesar de presentarse como obra construida, como asfalto multiplicado. Más bien, porque me desvío, su posibilidad cobra un cuerpo real, lo crea. Aquí, la apuesta personal, pasa por hacer de ese caminar una toma de conciencia mayormente del cuerpo (despojado de esas apps en las que se suele apoyar cada vez más) al mismo tiempo que no desplazarse por necesidad de llegada sino por necesidad de amplitud. Y en ese camino juegan, se manifiestan, otras presencias que constituyen un espacio y un tiempo propio, tan propio que cuestiona el nuestro como medida, aparentemente, única en cuanto al conocimiento del territorio y su comprensión. Un juego que pueda llegar a ensalzar precisamente una pérdida, sea nuestra orientación, o bien los medios a emplear para transportarnos.
Se trata de cambiar nuestra aventura en la incursión a la ciudad, otra aproximación a esos despliegues de fuerzas, síntomas de un campo en tensión que viajan ocultos por la ciudad de mayoría movilizada. Porque el riesgo, para este exceso de medición, está en la andadura, su amenaza, su cortocircuito. Porque gracias a ella se puede encontrar la misma calle de siempre en proceso de revelado, donde aparece (así parece revelar) una utopía medio abierta, medio cerrada (¿en punto muerto?, ¿despierta aún con ánimo de contagio?), o la próxima apertura de un gabinete de maravillas como reclamos para nuestra actividad íntima con el recorrido. Todo un lenguaje que invoca una llamada a la transformación.
Sin duda, la movilidad es sentenciosa, hace creer en una continua doctrina por la renovación de los medios y de nosotros, sus usuarios usados, para estar a la altura de las expectativas de un tiempo fragmentado que ahoga toda abertura en nuestro alrededor pensante. Aporta, a modo de repetición, una amplia variedad de rutas y modos de traslado, pero no guarda excepciones para quien espera, para el perezoso de pensamiento atemporal (tan criticado como envidiado) y para el lento paseante que revolotea como pájaro en rama ajena. Su repertorio de movimientos nos hace estar con la vista siempre hacia delante, con el sentido de marcaje del paso y el cálculo de las distancias. Esta política de aglomeración del movimiento continuo sobre el territorio sentencia toda hendidura que pueda suponer una parálisis en las acciones del individuo integrado. Si el paseo muestra una fuerza particular, es porque puede llegar a poner en tela de juicio todos los dados marcados que el destino tiene fijado en cada uno sobre el tablero de nuestros desplazamientos.
Pero el desvío es huella identitaria en los otros caminos de la ciudad, y en sus otras respiraciones que aguardan para salir a determinados encuentros, con otra luz, para fortalecer a una fauna impresa en un asfalto incapaz de aguardar su potencia, su fuerza de convocatoria como rizomas en resistencia. Conexiones entre faunas en sombra, a plena vista; calles de condición proteica. Claro que, un ejercicio de semejante percepción, muestra su alcance a aquellos que secundan al tiempo no como ejercicio de conjugación de hábitos y haceres, sino como enigma por descifrar nuestros comportamientos, siendo nosotros quienes conjugamos esa mirada que busca, que pide normalmente auxilio, bajo un tiempo prolongado en su desarrollo. Tal vez desencadene ello en eso que acaba por configurar una visión, tal vez no, pero en ese marco es donde puede desplegarse un alcance de mirada y lo que esta puede ver en nosotros, en su estado de exteriorización.
Si en uno discurre el deseo, y no la obligación, se abren caminos en el camino, se cuelan lugares en el lugar común denominado como tránsito, ya que está sujeto a cambios en las diversas direcciones del ser, rutas con otros espacios, otros tiempos, de construcciones en cruz, no como carga sino como encuentro; cruces en un plano mental y de resurgir emocional que apuntalan a la constitución del ser y se encadenan como frutos expulsados de una mar que siempre está al acecho con nuevos tesoros. Y aunque hay lugares que carecen precisamente de ese mar, un – llamémosle – Océano en espíritu, con su flora y sus seres subterráneos, acompaña a la arqueología particular de cada caminante. Quienes hemos podido sacar del tránsito calculado y estudiado a la pasividad activa en el caminar, la incertidumbre que provoca la sana quietud, sabemos que por momentos nos sentimos auténticos biólogos de la espera, ingenieros de nuestro propio habitar en la ciudad. Por ejemplo, no puedo dejar de pensar que muy cerca del lugar donde vivo, en pleno centro de Madrid, ese espíritu antes mencionado hace acto de presencia con sus especies marinas, sus peces de asfalto (sea en una acera, un portal, un muro) que me hace creer que ahí donde el asfalto lo aplasta todo, lo condena al uso del transporte, y su veloz despliegue, hay un fervor de inconsciencia marina por la que parece estar atravesada la ciudad de Madrid. Un derrame de fresca sal, señales de una criatura tal vez en cautiverio. Añadiré, además, que esta especie de marisma tiene lugar en una calle cuyo nombre es Pez Volador. Un tipo de especie que, al parecer, no emprende vuelo alguno pero que planea por la superficie marina, en este caso por la urbanística, dejando su aura por distintos rincones. En esta zona y en las calles adyacentes, la multiplicación de estos rostros marinos le posibilita a uno sumergirse en otros rincones de la ciudad.
Y a cada paso, el deseo avanza interrogándonos ¿Cuántos territorios permanecen inexplorados en estos asfaltos? ¿Cuántas potencias se asoman desde nuestros suelos? Salir del trazado diseñado para provocar en uno una suerte de desvío, para derivar-ser, y entrar a ejercer una actividad de pleno descubrimiento (de un lugar afuera, de un lugar adentro). Un punto muerto como eje, paradójicamente, donde los movimientos se suceden en otras esferas de percepción del ser, donde hay exclusividad en lo inmóvil como, de nuevo paradójicamente, motor de arranque en conocer mejor con una mayor cautividad, donde la pereza despliega sus grandes dotes de encantamiento y redescubrimiento para sentir cada suelo, cada cornisa o cada caricia de unas ramas en su plena exactitud. En este ejemplo de fondo marino, somos una especie más en sus profundidades.
El tiempo del paseo, del pie como algo más que un miembro (como órgano rítmico) donde apoyarse el caminante; dicho paso, dispone de un tiempo concreto, alejado de todo avance unidireccional, positivo, de único sentido, pues como paso, este puede girar sobre sí mismo, dar marcha atrás, pararse, sufrir un inconveniente, cambiar de dirección… acciones todas ellas alejadas del discurrir habitual de todo elemento y mecanismo de medida del tiempo (sea un reloj, sus agujas, sus números, una pantalla iluminada, el cronómetro como elección de medida temporal, una alarma que suena a una hora concreta, etc.). El paso emprende la marcha de aquello que abandona, pues el camino solo es cuando se produce un avance por pérdida, no por conquista y no, desde luego, por objetivo. Esta es su razón de ser que lo constituye como fin en sí mismo. Un latido otro por el que nos desplaza.
Y así, uno se desplaza por desvío, es decir, por esa puerta de entrada que invoca a la mirada, porque la propia mirada hace por desplazarse. Hace por recorrer otra calle en la calle que habitualmente dejamos a nuestro paso. Hace por contemplar una luz distinta de la que alumbra en cada esquina, por hacer del número del portal una suerte de juego de memoria que hace que nos asalte otro de nuestros juegos pasados. La mirada, que nos dota de mayor altura, dispara en piel – la nuestra – sus sentimientos como hace de sus sentidos auténticas esponjas de cada una de las texturas ambientales y emocionales del caminar. Aquí cobra mayor presencia esta gran paradoja que expulsa a modo de zarpazo todos los planes pensados en hallar el mayor despliegue de todo elemento adscrito al funcionamiento y sostenibilidad de la vida urbana. Ese dardo maldito para muchos: la temida espera, estado perturbador, de no conocimiento del lugar que, curiosamente, abre una puerta a explorar otros rastros que, pase lo que pase, siguen estando allí, algunos de cuerpo presente mediante su reclamo, con toda una cotización en la elaboración de planos y movimientos. Si como se indicó al comienzo de este texto, la apuesta era un asedio, un asalto, nada como invocar esa perturbación para un vuelo ininterrumpido y planear sobre esa lógica. La ciudad es sierva de nuestros deseos, creemos estar a su altura.
La idea de la movilidad juega en un tablero con unas coordenadas ya hechas. Comparte lugar en el repertorio actual de las nuevas recetas a seguir, con el cumplimiento de los nuevos programas políticos de las urbes de tamaño considerable, un programa a establecer nuevos lenguajes de aglutinamiento (utilidad, efectividad, sostenibilidad, comodidad…) para seguir el mismo plan. Las ciudades de ahora realmente no invitan a un encuentro entre sus gentes porque difícil se ha vuelto la tarea de habitar entre estructuras pensadas en el trabajo y en el traslado de sus medios de locomoción y transporte (categoría a la que ya se suma el individuo urbanita en condición de mercancía y transporte móvil con su ubicación localizada). Callejear es una actividad en continuo reto. Por una parte, porque hoy en las ciudades se obstaculiza la entrada en escena, en ese tránsito, del accidente que todo acontecimiento aguarda como posible en su naturaleza desplegable. Y no menos importante, sería destacar el papel que representa la luz. Tanta luz que ya el poco cielo que asoma, parece molestar y por ello el empeño en tapar todo posible firmamento. Tanta luz, que ya algunos reclamamos un levantamiento, por dignidad, del rincón oscuro, de la noche oscura, siempre evitada, menospreciada, a la que parece que haya que arrinconar con una mayor exposición lumínica (su exposición razonadora). A este respecto, parece que los cielos molestan a sus habitantes, que las nubes sentencian su ánimo y que la luz, si no es en su tiempo de presencia cenital, deja de adquirir toda fuerza de convocatoria en las horas de despierte y cierre, donde poder seguir los ritmos propios por su natural plegamiento. A pesar de ello, de nuevo, sigue habiendo roce, pequeñas caricias de esa naturaleza que parece bien hundida pero que asoma a los cielos y a quienes se encuentran en sus proximidades. Esa alteración que continúa con asombro para asombro de quienes saben acomodarse en la espera.
Girar de nuevo, tanto como sea necesario para recuperar el paso, como un camino de vuelta sobre esa ganancia, que es abandono (de uno y del resto) en la práctica del paseo, sin ocupación y con predisposición en dejar a la ciudad mostrarse, con su constelación secreta, con sus pieles líquidas en posesión de fracturas pasadas. Señales de fuga que nos recuerdan el cerramiento móvil al que hemos apoyado mayoritariamente para su construcción. Señales indicativas de esos lugares, ya dejados muchos en el recuerdo, que siempre guardan su generosidad cuando más lo necesitamos; aparecen en nuestro camino, cometen el acto de volver a interpelarnos. Y es que el cierre, abre. Se presenta si somos capaces de esperarle para su abertura.
La mirada, ese campo lícito, con su incontrolable calidad para la distracción, que alberga todo un campo magnético para insuflar un ánimo de continua escapatoria. El verdadero movimiento pasa por abolir las jerarquías de movilidad programada en pos de la perpetua transformación.
¿Y cuál es su destino? Se sigue desconociendo.
NOTAS:
[1] Ouroboro, códice para un hilo circular (Bside Books, 2013). Ensayo teórico fotográfico realizado por los autores: Carlos Álbala, Ignasi López, David Flores, Gerard Boyer, Marcos Isabel, Juanan Requena y Pilar Barrionuevo, donde se aborda la cuestión relacionada con el territorio en diversas vertientes. A saber: el territorio familiar, de origen, el territorio de la propia existencia, el territorio por construir, imaginado, etc. Un códice que trata de aproximarse a esos intentos y proyectos (sus proyecciones) que emprenden los seres humanos para una mayor comprensión y deseo en lo que a la construcción de un hogar se refiere. Cómo el territorio marca, y condiciona, esos intentos considerados en muchas ocasiones de utópicos, en la construcción de ese hogar. Ouroboro, códice para un hilo circular, es un ensayo que forma parte de la colección Cuadernos de la Kursala perteneciente a la Universidad de Cádiz, siendo el cuaderno número 40 de la colección: http://extension.uca.es/creacion-catalogo-exposiciones/