Los primeros desaparecidos de la historia
La reflexión sobre las claves que explican el alma de occidente ha llenado algunas de las páginas más interesantes de los libros de historia. Fascinados, quizá, por nuestro pasado, hemos intentado sumergirnos en él para intentar comprender las razones que nos hacen ser como somos, anhelar lo que anhelamos y despreciar lo que despreciamos. No siempre la reflexión sobre el pasado es fácil, pues los datos que poseemos distan de ser exhaustivos y, con frecuencia, están filtrados por la ideología de quienes nos los han transmitido.
Pero a pesar de las dificultades que la investigación sobre el origen de las cosas entraña, creo que merece la pena buscar alguna luz, algún camino seguro que, después de hacernos comprender lo que ha pasado, nos ayude a comprender mejor lo que pasa. En este sentido, estoy convencido de que una de las claves de la historia de occidente está en lo que en otro lugar[1] he llamado “el destierro legal de las mujeres”. En efecto, en el conocimiento del proceso que ha empeñado a buena parte de los hombres de casi todas las épocas en condenar a las mujeres no sólo a la inacción, sino al drama de la inexistencia social y política, está una de las claves de lo que podríamos llamar la mentalidad occidental.
Este proceso se ha llevado a cabo, además, contra toda evidencia objetiva de que el hombre esté mejor dotado que la mujer para las tareas políticas, artísticas, sociales o, incluso administrativas. Y dado que no existe una evidencia de inferioridad por parte de las mujeres en ninguno de estos aspectos, ¿cómo es que ha ocurrido? ¿Qué razón hay para que la mujer se haya visto privada de los derechos que desde muy pronto caracterizaron a los hombres libres? En realidad, ¿qué delito han cometido las mujeres para merecer esta clase de violencia?
En las próximas líneas voy a intentar dar algunas respuestas que, forzosamente, han de ser parciales. Aun así, son respuestas que pueden aclararnos realmente algunas cosas, pues están basadas en el estudio de procesos culturales que, a pesar de resultar extremadamente complejos, se muestran con una cierta claridad ante nuestros ojos. Porque de eso estamos hablando, de un fenómeno cultural, no natural.
Hace un momento he dicho que no puede esgrimirse ninguna razón objetiva para justificar la inferioridad natural de la mujer con respecto al varón. Al contrario, en algunos aspectos evidentes y fundamentales de la vida la mujer demuestra ser más fuerte que el hombre: pare hijos, vive más, muestra una resistencia física ante las enfermedades mayor que la del varón…; la respuesta, por tanto, a su evidente relegación por parte del hombre debe buscarse en ámbitos que no tienen que ver con los aspectos naturales de las cosas sino con los que solemos llamar culturales. Esta certeza, empero, no resuelve el problema, sólo lo centra, lo acota.
La interpretación correcta de los hechos no siempre está a nuestro alcance, y en relación con el pasado, nada es más fácil que hacerse preguntas sin sentido y llegar a respuestas pintorescas que, poco tiempo después de ser formuladas, hacen que sus propios autores se sonrojen. Afortunadamente, los griegos antiguos nos dejaron algunas pistas que, aún hoy, siguen siendo relativamente seguras. Tales pistas son los mitos, el vehículo de imposición cultural más eficaz del mundo antiguo.
Los mitos son, en cierto sentido, parecidos a la televisión actual. Ambos tienen en común que basan su eficacia en la imagen y en la propiedad que tiene ésta de fijar en la imaginación de la gente común determinados patrones o modelos. En términos generales, utilizamos la palabra mito para referirnos a ciertas creaciones de la imaginación ingenua de un pueblo en relación con los hechos de la experiencia[2]. Quisiera hacer hincapié en la palabra “imaginación”, pues ésta es la clave de la comprensión de los mitos: ciertamente son productos de la imaginación, no de la razón. Este hecho es fundamental, pues sólo así, vinculados a la imaginación, su difusión puede garantizarse. Es evidente que todos podemos “imaginar” algo, de la misma manera que es evidente que no siempre podemos “razonar” algo. La razón es el vehículo de la ciencia. La imaginación es el vehículo del mito y garantiza su difusión entre todos los estamentos sociales, ricos y pobres, poderosos o necesitados, hombres y mujeres. El alma de los pueblos está en sus mitos.
En la antigua Grecia los mitos fueron el único vehículo de educación y de transmisión de ideas y creencias en un sentido amplio. Son los mitos los que están en la raíz de toda la educación del pueblo griego. En plena época clásica, ochocientos años después de los sucesos que dieron lugar a la guerra de Troya, los mitos fueron la base argumental del gran teatro dramático ateniense, el espectáculo cultural más popular de la antigua Grecia. Sobre los escenarios de los teatros griegos se paseaban Antígona, Hipólito, Edipo, Helena, Medea…, toda una pléyade de personajes ejemplares que siguieron conformando profundamente la mentalidad del pueblo griego. Platón también emplea mitos para explicar el mundo de las ideas, y en las escuelas son utilizados para establecer paradigmas de comportamiento. Asimismo, son manipulados por los gobernantes para afianzar sentimientos de todo tipo, y en pleno siglo IV a. C. Alejandro se creía un nuevo Aquiles y la Ilíada era su libro de cabecera.
En mi opinión, la respuesta a las preguntas que formulaba más arriba en relación con la desaparición social de la mujer, está, como tantas otras, en los mitos. Si estoy en lo cierto, el estudio de algunos de ellos puede arrojar mucha luz sobre el asunto que estoy tratando de explicar y, de paso, establecer muy claramente que, como ya he apuntado, estamos ante un problema de naturaleza cultural y no natural.
Mi punto de vista está basado, en efecto, en el estudio de ciertos mitos y, también, en el hecho de que éstos fueron utilizados como vehículo de transmisión de la nueva sociedad creada con la llegada a Grecia de los primeros pueblos indoeuropeos, a los que Homero llama aqueos y la historiografía moderna, en general, micénicos. De esta manera podemos establecer el cuándo (pues sabemos que la llegada de los primeros pueblos indoeuropeos se produjo en Grecia en los albores del siglo XX a. C.) y el cómo (a través de los mitos) tuvo lugar (o, mejor dicho, empezó a tener lugar) el proceso que terminó con la desaparición de la mujer de toda esfera de la vida que no fuera la estrictamente doméstica. Nos falta saber porqué.
Personalmente estoy convencido de que las sociedades anteriores a la llegada de los primeros indoeuropeos eran sociedades pacíficas[3]. En ausencia de textos que puedan darnos pistas seguras (justo lo contrario que ocurre con los micénicos, cuyos rasgos de todo tipo nos han sido descritos al detalle por Homero) es evidente que la arqueología resulta en la práctica la única vía para acceder a algunos conocimientos de partida. Pues bien, dos son los rasgos que caracterizan a las civilizaciones preindoeuropeas que en Grecia podemos detectar sobre todo en Creta, pero también en algunas otras islas del mar Egeo:
- Ausencia de todo lo que posteriormente habrá de asociarse con la guerra, especialmente murallas.
- Presencia claramente significativa de la mujer frente a un modelo masculino (completamente secundario) que no se identifica con el prototipo del guerrero.
Parece obligado preguntarse si estos dos hechos están relacionados entre sí o, más claramente todavía, si el primero es el efecto y el segundo la causa. La respuesta es, a mi juicio, claramente afirmativa. En este sentido los datos arqueológicos son concluyentes: la civilización que conocemos como minoica, cuya sede es fundamentalmente la isla de Creta, está marcada por la presencia de la mujer y por la ausencia de todo rastro de guerra.
Mas la arqueología nos muestra con suma claridad también que esta civilización fue “sustituida” por otra (la civilización aquea o micénica) cuyas señas de identidad son exactamente las contrarias: fuerte presencia del hombre y de todo lo relacionado con la guerra, especialmente armas y fortificaciones. Los ideales civilizados de los minoicos fueron aniquilados para siempre y, lo que es más importante, se estableció un modelo de sociedad que sigue estando vigente en nuestros días y que no es otro que el modelo micénico.
El éxito de este modelo ha sido realmente extraordinario. Y ese éxito, la clave de ese éxito, estuvo, a mi juicio, en la eliminación legal de la mujer, hasta el punto de que la pervivencia del modelo micénico, basado en la preponderancia absoluta del varón y en el uso de la violencia y de la guerra como norma gloriosa de conducta y como escala de valores éticos, se sustenta en la desaparición de la mujer de toda actividad pública relevante; en el encierro de la mujer dentro del estrecho ámbito de la vida doméstica. Si los aqueos y los que vinieron después no hubieran conseguido esta especie de “asesinato” legal del mundo femenino, el triunfo de su modelo de sociedad se hubiera visto seriamente comprometido y muy probablemente, hubiera fracasado.
Ahora bien, ¿cómo fue posible que unos extranjeros llegados a Grecia en el preludio del siglo XX a. C. consiguieran, al cabo de relativamente poco tiempo, no ya derrotar militarmente a pueblos que no estaban preparados para la guerra, sino imponer casi absolutamente su modelo de sociedad a quienes eran depositarios de una civilización infinitamente más refinada material y espiritualmente? Y ya que esto fue así ¿cómo lo hicieron? ¿Qué vehículo utilizaron para domeñar, primero, la fuerza de los otros, y para destruir, después, sus creencias, su modelo? Mi respuesta, ya adelantada más arriba, es que lo hicieron a través del mito.
Desde un punto de vista estrictamente militar, es relativamente fácil derrotar a quienes desconocen casi por completo la costumbre de la guerra; es fácil penetrar en recintos que no están amurallados ni fortificados y quedar deslumbrados por el lujo en el que viven sus habitantes; todo ello puede conseguirse en muy poco tiempo. Sin embargo, alejar de los sometidos sus creencias, cambiar sus valores, doblegar su voluntad, convertirlos en esclavos, y hacer que las mujeres sean reducidas a la inexistencia civil, es una tarea de generaciones. Para eso se necesita algo más que superioridad militar. Hace falta un mecanismo de transmisión que abarque más que una vida humana; hace falta un vehículo de transmisión casi inmortal.
Quizá las nuevas leyendas, los nuevos mitos que pretendían legitimar la presencia de los micénicos en esas tierras extrañas no fueran decisivos en dos o tres generaciones. Pero, sin duda, a partir de la cuarta generación, los señores indoeuropeos empezaron a ser ya considerados señores “desde siempre” y su modelo de sociedad a ser concebido como el único posible, pues cualquier intento de volver al estado de cosas anterior era severamente reprimido de dos maneras diferentes: una directa, nada sutil, referida al presente inmediato y posibilitada gracias a la invención del Estado; la otra, mucho más sutil, miraba hacia el futuro gracias a la difusión de determinados mitos.
No me cabe duda de que el énfasis se puso en la mujer con el resultado de que, al cabo de esas tres o cuatro generaciones, fue considerada, ya para siempre, como un ser inferior, maligno, impuro, indigno, fuente de todos los problemas y necesario sólo por una razón insoslayable: la generación de hijos.
No puedo ilustrar todo lo que he dicho con una exposición sistemática de los mitos que, a mi juicio, aclaran de una manera meridiana lo que vengo sosteniendo. Se trata de mitos que, en todo caso, perduraron a través de la historia de Grecia, pasaron a Roma, donde fueron asumidos y reelaborados y, finalmente, transmitidos por los romanos y por el cristianismo, han formado parte de nosotros hasta el día de hoy.
Sin embargo, intentaré ilustrar lo que he dicho con la exposición breve de dos mitos que han resultado fundamentales para crear lo que podríamos denominar el modelo indoeuropeo de mujer.
La mujer como problema: El mito de Helena
Aunque hay otros muchos mitos que nos presentan a la mujer como un verdadero problema para los hombres (el de Pandora, por ejemplo), quizá el de Helena es el que mejor ilustra este hecho. Todos nosotros asociamos a los micénicos con uno de los episodios que protagonizaron. Ese episodio, que las excavaciones arqueológicas de Schliemann, Blegen y otros han revelado como absolutamente cierto, fue la guerra de Troya.
Tampoco hay prácticamente nadie que discuta hoy que los poemas homéricos, y sobre todo la Ilíada, están inspirados en el asedio -seguido de conquista, saqueo y destrucción- de la ciudad troyana. Sería absurdo, por otra parte, discutir lo que se muestra ante nuestros ojos. Desde el punto de vista de la cronología y la estratigrafía arqueológica, las ruinas de Troya presentan numerosos problemas[4], pero creo que se puede afirmar con toda seguridad que la guerra de Troya tuvo su origen en algún tipo de necesidad de expansión micénica hacia la Tróade (la región en que se encuentra la ciudad) y el consiguiente control de la encrucijada comercial del Helesponto[5], que había proporcionado riqueza y poder a los troyanos.
Sin embargo, esta explicación real no es la que pervivió entre las generaciones que siguieron a la guerra; la explicación que caló hondo en todas las generaciones posteriores no tiene nada que ver con las necesidades comerciales micénicas, ni con las riquezas que Troya había alcanzado gracias a la explotación de su posición privilegiada en los pasos entre el mar Negro y el Egeo. Ni siquiera tiene que ver con el afán de expansión o, simplemente, de poder de algunos señores micénicos. La explicación que ha perdurado a través de miles de años es una explicación mítica que ha hecho que, generación tras generación, la imaginación de los hombres haya identificado la desgracia de Troya y de sus habitantes con una mujer que mostraba el mismo peligro que Pandora: su gran belleza; y todavía hoy, casi tres mil trescientos años después, nadie ha olvidado su nombre: Helena.
Esta vez, además, las leyendas que se habían difundido, boca a boca, acerca de esta guerra inmortal acabaron fijadas para siempre gracias a Homero. El hecho es que el mito ha perdurado a través de miles de años y fijado a Helena como responsable de la guerra de Troya. Da igual que los arqueólogos, los historiadores y los estudiosos en general hayan escrito verdaderas montañas de libros tratando de deslindar el mito de la historia, revelando las verdaderas causas de la guerra, aportando razones y, a veces, pruebas. La verdad y las razones suelen ser, desgraciadamente, territorio de intelectuales y de estudiosos; a la gente común le seduce infinitamente más la explicación que sólo hay que imaginar, no estudiar. Esto es algo que sabían muy bien quienes difundieron la historia de Helena. Ningún mito demuestra mejor la eficacia del pensamiento imaginativo como vehículo transmisor de ideas y de modelos.
Sin embargo, incluso dentro del mito hay un proceso de selección. La mayoría de los lectores saben que Helena sedujo al príncipe troyano Paris, hijo de Príamo, rey de Troya, y que huyó de Esparta, donde vivía como esposa del rey micénico Menelao, para vivir en Troya con Paris. Saben también que Menelao pidió ayuda a su poderoso hermano Agamenón, rey de Micenas, y que éste consiguió unir en un ejército expedicionario a gran parte de los otros señores micénicos de todos los Estados de Grecia.
Ahora bien, si indagamos, por ejemplo, en lo que pasó antes de que Paris y Helena se conocieran, entonces la mayoría de la gente duda o confiesa abiertamente su ignorancia. Si preguntamos qué hace Helena durante la guerra, si muere en Troya o, por el contrario, sobrevive y escapa a la matanza o regresa a Esparta con su ofendido esposo Menelao, la respuesta es igualmente negativa. Se ha hecho una selección de la historia de la guerra de Troya, y esta selección tiene que ver con el asunto que tratamos: se ha circunscrito la figura de Helena a la esfera exclusiva de su culpabilidad en relación con la guerra (una culpabilidad imposible, pues Helena no podía decidir por sí misma); se ha fijado en la memoria imaginativa de la gente sólo esta imagen, desechando lo demás. Si Helena sufrió en Troya, si fue rescatada por Menelao o no, si regresó con él o no, si había sido secuestrada por Paris o, por el contrario, había huido voluntariamente con él… nada de eso importa si lo comparamos con la eficacia de otro mensaje que, en síntesis, es éste: Helena es una mujer que utiliza su gran belleza (igual que Pandora) como arma para seducir a un hombre mediocre. Helena hace con Paris, estúpido y cobarde en relación con su hermano Héctor, lo mismo que Pandora hace con Epimeteo, estúpido e inhábil en comparación con su hermano Prometeo; y este acto frívolo acarrea desgracias sin cuento a troyanos y griegos (igual que la frivolidad de Pandora al abrir la famosa caja). Tal es el mensaje que ha perdurado en la memoria de los hombres sin que nunca nadie se preguntara si Helena podía elegir o no; si hizo lo que hizo por propia voluntad u obligada por los dioses. Nadie durante milenios se ha planteado, por decirlo en una palabra, si Helena era culpable o no lo era.
Desde el punto de vista de la sociedad patriarcal indoeuropea se trataba de asentar la idea de que la mujer, y especialmente una mujer de gran belleza, era un peligro mortal para los hombres y para su modelo de Estado. Tal peligro, por tanto, justificaba su alejamiento de la vida pública y su secuestro legal dentro de los límites de su casa. El mito de Helena ha perdurado y también el modelo de mujer que representa.
Sumisa y fiel: El modelo de Penélope
Frente al modelo negativo que encarna Helena, Homero fijó por escrito otro radicalmente diferente que, en todo caso, tuvo la misma trascendencia y difusión que el de la hermosa hija de Tindáreo. Se trata de lo que podríamos llamar el modelo positivo, el arquetipo que habría de oponerse al encarnado por Helena. Me refiero al mito de Penélope.
Penélope es la esposa de Ulises, rey de Ítaca. Ambos se conocieron con motivo de las bodas de Helena, pues Ulises pretendió su mano, como tantos otros. Aunque no consiguió ser el elegido, Ulises recibió, al cabo, la mano de Penélope. Con el tiempo comprendió cuánto había ganado con ese cambio.
Una vez consumada la boda, los dos esposos partieron hacia Ítaca. Plenos de felicidad, Penélope dio a Ulises un heredero, Telémaco. Pero a los pocos días del nacimiento de su hijo, Ulises, haciendo honor a un viejo juramento que él mismo había propuesto, tuvo que partir hacia Troya. Este es el momento en el que empieza a fraguarse la leyenda de ambos: Ulises parte no sólo para acudir a una guerra que habría de resolverse gracias a una estratagema suya, sino también para forjar su leyenda. Penélope permanece en Ítaca para forjar la suya dentro de los muros de su casa.
En efecto, Ulises tardó veinte años en regresar. Durante todo ese tiempo Penélope guardó una asombrosa fidelidad a su marido a la vez que cuidaba escrupulosamente de su hacienda, de forma que, a su regreso, Ulises no viera empequeñecido su patrimonio. Recurrió incluso a las tretas para conseguirlo. Y lo consiguió. Con ello establecía además un modelo de comportamiento femenino que se ha perpetuado hasta nuestros días de una manera casi exacta y, a la vez, el marco físico en que tal modelo debe desarrollarse. Ese marco físico no es otro que la casa. Es importante resaltar este detalle que forma parte del rol femenino desde entonces. Penélope debe resolver los problemas de la casa, no los de fuera de ella. Su actividad, por dura o heroica que parezca, está constreñida dentro de los muros del palacio de su marido y, durante toda su peripecia, ésta es una característica que engrandece su figura.
En este contexto, el valor en el que ha de basarse el comportamiento de Penélope es meridianamente claro: la fidelidad al marido; especialmente al marido ausente. Una fidelidad a prueba de todo. Mas, como es natural, Penélope obtiene su recompensa. Ciertamente, el modelo de mujer que representa basa el ideal de felicidad femenina en la entrega total de la mujer a los intereses del marido, sean éstos sociales, simplemente afectivos o ambas cosas a la vez. Si una mujer cumple con este requisito, el mensaje es claro: vivirá una vida llena de la única felicidad a la que le es posible acceder; una felicidad que se concreta en el respeto de todos sus conciudadanos y en el amor sin reservas de su marido. En este sentido la posición de Ulises no admite dudas, pues el sentimiento constante que lo asalta cada día es volver a ver Ítaca y a Penélope. Con esto cumple con su obligación social y con su esposa, lo que representa también una obligación moral insoslayable en la medida en que ella ha cumplido con las líneas previstas para su propio modelo. De esta manera, la imaginación popular acabaría por aceptar una especie de axioma que, con el paso del tiempo, podría ser universalmente bendecido: una mujer como Penélope tiene un marido como Ulises (y al revés), y el resultado del encuentro de mujeres como ella y hombres como él produce la felicidad. Desde un punto de vista psicológico, esto es fundamental para lo que hoy llamaríamos el inconsciente femenino, que ha llegado a aceptar de manera general que cualquier sacrificio es asumible si, a cambio, una mujer cuenta con el respeto y el amor de su marido. Y, desde luego, Penélope contó con ese amor.
Epílogo
En definitiva, el modelo de mujer transmitido por los mitos ha tenido fortuna y ha perdurado a lo largo de más de tres mil años. Las consecuencias que se han derivado de la implantación de este modelo en el marco político y social han sido tan importantes que el círculo se ha cerrado por completo.
He hablado de Helena y Penélope, pero el estudio sobre la difusión mítica de los modelos femeninos es mucho más extenso y complejo; abarca tantos matices que no sólo se ciñe al ámbito estrictamente humano, sino que transciende al ámbito de los dioses y diosas. Para completar el panorama habría que estudiar los mitos de Pandora, Alcestis, Antígona, Medea y tantas otras figuras femeninas que conformaron por completo la imagen de lo femenino en las mentes de la gente común en la antigua Grecia. Y habría que estudiar también algunos mitos relacionados con diosas femeninas que comenzaron y terminaron en tierras de Anatolia. Me refiero al proceso que, nacido en la gran Diosa Madre, desarrollado por mitos más o menos helenizados como los de las Amazonas, Afrodita y Ártemis, terminó con la leyenda de la Virgen María, fecunda como la Ártemis asiática, en la ciudad de Éfeso.
No puedo extenderme más. Espero, siquiera, haber esbozado los límites del problema. Quizá tenga la oportunidad de desarrollarlo más en una próxima colaboración.
[1] Hijos de Homero, Alianza Editorial, Madrid 2006 (p. 118).
[2] Más o menos así define el mito H. J. Rose en su obra Mitología griega, Labor, Barcelona 1973.
[3] No puedo desarrollar aquí este asunto con más extensión. En el capítulo primero del libro citado he intentado establecer con calma las razones que me han llevado a esta convicción. A él me remito.
[4] Puede verse una sucinta, pero clara, revisión del problema en la obra de J. Mª Blázquez, R. López Melero y J. J. Sayas historia de Grecia Antigua, Cátedra, Madrid 1989 (p. 247).
[5] Actual estrecho de los Dardanelos; ruta y paso obligado desde el mar Egeo al mar de Mármara ( Propóntide) y al mar Negro (Ponto Euxino).
Ilustración de Juanma Samusenko