Son ya unos cuantos años en los que podemos decir que vivimos sumergidos en las nuevas tecnologías de facto. Ordenadores y móviles son parte de nuestra cacharrería necesaria cotidiana y se han venido a sumar al aparataje tecnológico casero de la televisión y otros medios audiovisuales.
El problema con la tecnología, como decía Heidegger, es que nos convoca a estar en ella, nos guste o no, y a estar impelidos a unas aparentes ventajas que en ese mismo orden lo que han hecho es complicarnos seriamente la subsistencia con unas nuevas necesidades creadas. Y una vez que la tecnología es parte del movimiento humano, difícilmente podemos sustraernos a ellas. Es más, sustraerse a las tecnologías tiene los costes de vivir al margen de lo social, de la realidad social en la que tenemos que vérnoslas con “el mundo” y con los demás.
Curiosamente, en la educación, en los últimos años, se ha producido un gran desajuste propio del cruce de los viejos y los nuevos tiempos. Se nos ha planteado su llegada como la promesa de solución a muchos de los problemas educativos que teníamos que afrontar: advenimiento de la sociedad del conocimiento, fácil acceso a la información, motivación al aprendizaje, mejor aprendizaje gracias a los multimedia que refuerzan simultáneamente los diferentes sentidos; pero poco de eso hemos podido comprobar en la Comunidad de Madrid, más bien todo eso ha sido un fiasco.
Junto a un discurso de las grandes bondades de las nuevas tecnologías en la educación, la precarización de medios ha discurrido paralela.
En estos últimos quince años en los que las tecnologías han emergido y se han convertido en artefactos de la comunicación y de la cultura popular, en los medios educativos públicos madrileños, a pesar del discurso sobre su importancia en la nueva sociedad del conocimiento – discurso dado en todos los foros y charlas y cursos sobre educación en los medios oficiales al respecto- , se daba la paradoja de la disminución de los recursos educativos en los centros.
Es decir, se disminuía el dinero por alumno en una proporción tal que, aun estando en la supuesta bonanza económica previa a la crisis -estoy hablando de hace 8 o 10 años-, los recursos reales en la educación madrileña pública eran más que precarios, insuficientes y apenas si podíamos contar en algunos centros con medios tecnológicos, a no ser con un aula de informática a repartir y previa petición de hora, para llevar a los alumnos a hacer al final trabajos que se podrían haber hecho prácticamente con la técnica antigua del cuaderno y el bolígrafo o el libro.
Esta situación ha cambiado poco y, con motivo de “la crisis económica” se han agudizado los problemas aún más, porque si con anterioridad había un profesor encargado de las TIC (tecnologías de la información y la comunicación), esa figura de profesor desapareció y quedó reducido todo a un encargo de dos horas sobre el horario lectivo al elegido correspondiente, y así tener que subcontratar técnicos externos que nunca están cuando se los necesitan, o están más bien poco. Así que posibles aulas en las que cada alumno contara con un ordenador han sido algo que no hemos conocido por el momento, ni parece que vaya a ocurrir en breve.
Sí se ha contado en mayor número con proyectores o con las llamadas pizarras electrónicas, aunque también con muchas variaciones en los centros; pero, curiosamente, no para ser utilizadas como pizarras interactivas con conexión a Internet, sino como meras pantallas de proyección de documentos o películas desde el ordenador.
Esta infrautilización se explica muy sencillamente: cuando uno llega a la sala o se dispone a utilizar el medio y tiene que encender el ordenador que tarda en cargarse porque tiene ya sus años, pide actualizaciones, o falla la conexión a Internet, o ha desaparecido el mando, o no funciona el audio, es evidente que la tecnología resulta un impedimento, una pérdida de tiempo, si no está en condiciones adecuadas, pues, al final, todo ese aparataje necesita de cuidados y especialistas tecnológicos de continuo para permitir su uso eficaz.
De manera que todo el aparataje se convierte en un lastre como herramienta para un profesor que tiene un horario sobrecargado, que tiene que cambiar de aula y alumnos y el único rato más tranquilo del recreo, si es que no tiene una guardia, lo tiene que dedicar a vérselas con los cacharros tecnológicos del centro para dar al final una clase en la que tampoco va a poder separarse mucho de las formas tradicionales.
Estas nuevas tecnologías han venido de la mano de filosofías como el constructivismo, en las que se ha hecho hincapié en la idea de que el alumno con las nuevas tecnologías puede ser más que nunca sujeto de su propio aprendizaje, y la figura del profesor en ellas se convierte en un mero guía de ese aprendizaje, modelo muy discutible, pero en verdad ahora mismo también impensable: en primer lugar porque las enseñanzas regladas establecen de antemano programas y objetivos y mediciones del aprendizaje y, en segundo lugar, porque toda intervención educativa social sin una idea del objetivo de esa educación, vacía de sentido el mismo hecho de “educar”.
No debemos olvidar que ha habido distintas corrientes y concepciones educativas, sobre todo a finales del XIX y a comienzos del siglo XX, y todas con muy poca fortuna, especialmente en España, y posiblemente porque los modelos educativos no han estado desligados de las políticas sociales, o mejor dicho, porque no pueden dejar de estar ligados a las políticas sociales; pensemos tanto en la de la Escuela Moderna del fusilado injustamente Ferrer Guardia, como en el modelo de la famosa Institución Libre de Enseñanza. Al imperio educativo de la Iglesia católica, desde la Edad Media a nuestros días, pocas educaciones le han hecho sombra, y sobre todo porque pocos modelos han escapado a su control.
Hemos pasado de “ la letra con sangre entra”, sin haber dado apenas espacio a “la educación con alma” de Giner de los Ríos – al decir de su alumno Antonio Machado-, y ahora nos encontramos con una educación que debería responder y afrontar los retos de una sociedad tecnologizada, una sociedad que ya ha empezado a experimentar muchos de los cambios relacionales y subjetivos a que nos convocan estos medios: inmediatez, información continua, dispersión, necesidad de presencia virtual, etc.; pero con unos recursos o conocimientos educativos tecnológicos que no posibilitan su compromiso “formador”. Lo que se produce es un desequilibrio considerable.
Y no es precisamente porque las nuevas tecnologías traigan de su mano la solución a los problemas educativos, como se pretende por muchos. La educación misma consiste en una domesticación en la cultura y esto no se realizará sin el conflicto en el que el ser humano se constituye, algo de lo que nos advierte Freud en Malestar en la cultura.
El problema es que la educación, en su obligación de alfabetización digital y de “formación” cultural , va a tener que vérselas con renunciar a formas ya muy asentadas como son la clase magistral o el seguimiento de un razonamiento abstracto oral o escrito, o muchas formas de relación entre sus componentes.
Se nos prometen tiempos difíciles y no serían muy descartables situaciones virtuales como las vistas en Black Mirror.
Y no hemos de olvidar que la educación se plantea algo más: desarrollar capacidades y deseo de saber y socialización ética, además de la alfabetización también digital necesaria para convivir en la sociedad. Más interesantes han resultado las educaciones que han dado lugar a la palabra de todos y que han apostado por la transformación de las dificultades de cada uno, que las que han creído que la educación se trata de sistemas cerrados solo para unos pocos.
Decía Marshall McLuhan que el medio es el mensaje y, al decirlo, afirmaba algo que es cierto: no está por fuera de las formas el mensaje, y esas formas condicionan los mensajes. Eso es algo que tenemos que tener en cuenta con las nuevas tecnologías.