¿Duermes?, preguntó Garibaldi dándole un codazo al hombre que dormía a su lado. Nadie, ni siquiera él mismo, sabía por qué se llamaba así, ni desde cuando.
Garibaldi.
Alguien le había puesto una vez ese nombre que no constaba en ninguna parte, pero que lo nombraba desde siempre. Era alto y muy flaco, casi esquelético, y llevaba en la cabeza un casco abollado de motociclista que no se quitaba jamás, ni siquiera para dormir. Usaba una especie de mono azul, como de mecánico, y un ancho cinturón de cuero gastado del que colgaban toda clase de objetos difíciles de identificar. En el pie derecho calzaba una bota de plástico, y en el izquierdo una zapatilla de cuero cuya suela había sido sustituida por un trozo de neumático viejo.
El interpelado soltó un leve gruñido, chasqueó la lengua un par de veces, y se giró dándole la espalda. Estaba amaneciendo, y con grandes esfuerzos una tímida luz trataba de abrirse camino entre la niebla eterna. Gar, como solían decirle, no se dio por vencido.
¡Vamos, mis pequeños cabrones! ¡Arriba, que lo que nos queda de vida no espera, y no hay tiempo que perder!, ordenó con su voz rota por el frío y el alcohol.
La luz, que luchaba por sobreponerse a esa niebla que nunca se retiraba del todo, dejó ver que en realidad eran tres y no dos los que se acurrucaban en un gran lecho de cartones y desperdicios. El tercero, envuelto en bolsas de plástico para protegerse del aire helado, pataleó como si hubiese recibido una descarga eléctrica. Despertar, abrir los ojos al mundo, siempre suponía para él atravesar una fracción de espanto.
Gar se incorporó, estiró un poco los brazos, e inspeccionó los alrededores. La noche había sido tranquila. Las pandillas que de tanto en tanto batían la zona como bestias hambrientas llevaban unos días sin aparecer. Gar no les tenía miedo, puesto que los mantenía a distancia utilizando los poderes de su energía cerebral, pero los otros dos no se confiaban tanto y se sentían más seguros escondidos debajo de la basura, que después de tanto tiempo ya no olía a nada.
Lo primero era procurar algo de comida, lo cual no estaba diariamente asegurado. Los tres habían desarrollado una extraordinaria tolerancia al hambre, y sus organismos eran capaces de apurar al máximo las reservas internas sin dar muestras de alarma. Tecno, el hombre al que habían despertado a codazos, se puso en marcha. Era un hombre bajito, pero de complexión fuerte, como un boxeador. Las manos y los pies eran desproporcionadamente grandes para el resto del cuerpo, y la cabeza parecía directamente alojada en el tórax, como si en el proceso de gestación alguien hubiese considerado innecesario añadir un cuello. Irreconocible por la suciedad y la lluvia ácida que corroía todo, el uniforme militar que vestía era de un oficial del III Cuerpo de Infantería al que habían encontrado muerto al costado de los restos de una carretera. De los tres era sin duda el más habilidoso para los asuntos de intendencia y aprovisionamiento. Sabía moverse con facilidad en la intrincada trama del mercado negro, y por regla general conseguía burlar las bandas que campeaban entre las ruinas de la ciudad. No obstante, en algunas ocasiones se había visto obligado a abandonar los víveres en medio de la carrera para salvar el pellejo. Eso significaba un día más de ayuno para todos, pero se aceptaba como parte de la normalidad a la que se habían habituado. El destierro del miedo no era la expresión de una valentía especial, sino tan solo el producto de la costumbre, y por lo tanto había dejado de tener sentido.
Cuando sucedieron las primeras explosiones, Gar se encontraba en las inmediaciones del Gran Banco Central. El edificio se había derrumbado en enormes trozos, y la onda expansiva había arrojado grandes bloques de cemento y acero en todas direcciones, dejando al descubierto el intrincado laberinto de bóvedas acorazadas y pasadizos en los que se guardaba una buena parte del tesoro nacional. Gar, que en esa época era aún joven y ágil, se hallaba a siete metros bajo tierra, embutido en un túnel de la compañía telefónica para la que trabajaba, intentando reparar lo irreparable. A pesar de lo que estaba ocurriendo, la compañía se empeñaba en mantener la política habitual de servicio, y enviaba a los técnicos para que arreglasen las líneas de comunicación que desde hacía varios años ya nadie utilizaba. A Poe, el tercero del grupo, le encantaba escuchar una y otra vez la historia de cómo Gar había conseguido sobrevivir gracias a ese insensato aviso de reparación. La bola de fuego pasó como una exhalación, un ángel enviado por el Señor que destruyó varias manzanas de edificios con todo lo que contenían dentro, de modo que Gar no tuvo más remedio que seguir avanzando hacia el interior del túnel, dado que la salida estaba bloqueada por un monte de escombros calcinados. Al cabo de un rato las baterías de la linterna se agotaron, y continuó arrastrándose en la oscuridad hasta desembocar en una gran recámara anegada de agua. La única posibilidad era vadearla y proseguir, alentado por la impresión de que al fondo se insinuaba una leve claridad de misteriosa procedencia. Más tarde comprendió que la luz se proyectaba desde el exterior, debido a que el derrumbe de un grueso muro subterráneo había creado una comunicación entre los túneles donde pasaban los cables telefónicos muertos y los sótanos del banco semidescubiertos por la destrucción del edificio. Un ligero chorro de luz se filtraba desde la superficie, y a través del polvo en suspensión consiguió ver un sinnúmero de cajas de acero, muchas de ellas abiertas como latas de conserva. Como el calor se había insoportable, tuvo que retroceder hasta la cámara inundada, y permanecer dentro del agua durante algunas horas que le resultaron más largas que toda la vida que hasta entonces había vivido. Por fin, cuando el aire se volvió un poco menos sofocante y más respirable, reanudó su avance. La mayor parte del contenido de las cajas se había carbonizado, pero de modo inexplicable algunas conservaban su interior intacto. La luz era muy escasa, pero a pesar de ello pudo distinguir paquetes de billetes de banco envueltos en un grueso plástico transparente y sellados con un precinto adhesivo de color amarillo, en el que se veía un código de barras y una secuencia de letras y números impresos. Si bien era capaz de comprender el valor de todo aquello, la perspectiva de hallarse definitivamente atrapado en ese sótano lo había sumido en un estupor que poco a poco fue mudándose al pánico, hasta hundirlo en un agotamiento extremo.
Despertó algunas horas más tarde, cuando allá arriba se había hecho de noche, y por lo tanto allí abajo la oscuridad era tan absoluta que cualquier intento de desafiarla resultaba absurdo. Se maldijo por no haber aprovechado más los últimos restos de penumbra para investigar su situación, pero ya nada cabía hacer al respecto, salvo aguardar la llegada del nuevo día. El cuerpo le dolía por todas partes, y a tientas fue apartando los trozos de escombro hasta conseguir despejar un espacio en el suelo, y juntó los paquetes de tal forma que pudiesen servirle de improvisado lecho. Se acomodó lo mejor que pudo y volvió a dormirse, ajeno a la nueva serie de explosiones que se repetían en la superficie y hacían temblar la tierra pulverizando las gigantescas criaturas de hormigón y hierro.
Poco antes del amanecer se despertó temblando de frío. El nivel de agua de la cámara contigua había subido durante la noche, e invadía lentamente la zona donde se encontraba. Sentado sobre el colchón de billetes aún conseguía mantenerse seco, pero al extender la mano comprobó que el agua lo rodeaba por todas partes. Por fortuna, la débil luz del exterior no tardó en descender hasta él, permitiéndole evaluar lo que estaba sucediendo. La altura del agua era apenas de unos centímetros, pero al cabo de unas horas los paquetes empezarían a flotar. Una salida por la abertura superior que se distinguía desde abajo era del todo imposible, como no fuese que alguien le arrojase una cuerda. Sin parar de tiritar decidió meter los pies en el agua e inspeccionar mejor el lugar. La luminosidad aumentó algo, permitiéndole descubrir que detrás de una muralla de escombros había un pasillo que desembocaba en la oscuridad. La desesperación y el frío se pusieron de acuerdo para despertarlo del todo, y lo obligaron a desocupar el camino quitando pedazos de mampostería y de cemento hasta que las manos le sangraron. Logró despejar un espacio mínimo por donde deslizarse, y lo atravesó haciendo un terrible esfuerzo que le destrozó la ropa y la piel. No pudo evitar que un trozo de hierro retorcido le abriese una brecha en la cabeza, pero el miedo y el ansia de escapar obraron como un anestésico eficaz, al punto de que solo después de unas horas comenzó a percibir el dolor y la humedad de la sangre pegajosa en el cuello. Una vez dentro del pasillo el camino parecía transitable, aunque ya no podía contar con el auxilio de la luz. Avanzó muy despacio, tanteando cada centímetro del suelo con el pie, hasta encontrar los peldaños de una escalera que ascendía. Subió lentamente a gatas, previendo la posibilidad de que en cualquier momento pudiese producirse un desprendimiento, o la escalera se interrumpiese en un abismo. Creyó notar algo en la compacta oscuridad que lo rodeaba, y se detuvo a comprobarlo. Era un ínfimo punto de luz en lo que parecía el final de la escalera, una diminuta claridad que fue aumentando a medida que reanudó la marcha. Ahora, apartando con la mano el polvo de ladrillo y cemento que cubría los peldaños, pudo observar que la escalera estaba construida con un fino mármol veteado en tonos rosas y grises, y que por lo tanto debía de comunicar directamente con alguna parte principal del edificio, como pudo cerciorarse algunos minutos más tarde cuando se encontró en lo que parecía haber sido la sala de entrada, antes de que la deflagración la hubiese arrasado. El resto fue más sencillo, y consistió en sortear algunas paredes que se habían derrumbado casi enteras hasta alcanzar un hueco que daba a la calle. Presa del júbilo estaba a punto de lanzarse al exterior, pero en el último instante la prudencia lo detuvo en seco. No tenía la más mínima idea de cuál era la situación fuera, aunque a juzgar por el silencio todo parecía ahora en calma. Se asomó con cuidado, extremando las precauciones con cada movimiento, aunque no tardó en comprobar que podía confiarse.
Hasta donde sus ojos alcanzaban a ver, la ciudad había prácticamente desaparecido. Entonces experimentó dos sensaciones muy intensas que se fundieron en una urgencia definitiva. La primera fue darse cuenta de que había sobrevivido de una manera absurda, tratando de reparar una línea telefónica perimida, y la segunda fue que su vejiga estaba a punto de explotar, por lo que procedió a aliviarla. Más repuesto, se puso a considerar las prioridades. Las señales de su organismo lo apremiaban hacia la búsqueda de alimento, mientras que la imagen de los paquetes que había dejado allí abajo lo impulsaba a actuar con toda rapidez. Aunque remota, cabía la posibilidad de que hubieran otros sobrevivientes, y más le valía aprovechar la total ausencia de visitantes indeseables, ventaja que podía perder en el momento menos esperado. Tras repasar la situación, concluyó que el único modo de rescatar el tesoro era desandar los pasos. Habiendo conseguido salvar su vida dos veces, la primera de la explosión y la segunda de haber quedado sepultado, la perspectiva de tentar la suerte de forma tan desmedida se le antojó un desafío casi grotesco. Se preguntó si acaso valdría de algo toda esa riqueza en un mundo donde ya no quedaba nada en pie, pero dado que ninguna respuesta bien argumentada consiguió imponerse en su mente, empleó el resto del día y buena parte del siguiente en recobrar su papel de lombriz anfibia y dejarse la piel a tiras hasta conseguir sacar a la superficie dieciséis paquetes que escondió cuidadosamente debajo de un montón de escombros. Se sintió satisfecho, y como el agotamiento había derrotado al hambre decidió deslizarse una vez más hacia el interior de las ruinas del banco para descansar un poco. Aunque estaba empapado, muerto de frío, y le dolía hasta el último rincón del cuerpo, se durmió profundamente, y solo despertó cuando el estómago comenzó a reclamar lo suyo de manera insistente e impostergable. Comprobó que el escondite del dinero parecía intacto, y decidió aventurarse por los desfiladeros que se abrían entre las colosales montañas de ruinas quemadas.
El primer disparo impactó a pocos centímetros de su cabeza. Consiguió escapar de los restantes arrojándose detrás de un autobús carbonizado. Esa era la parte que más le gustaba oír a Tecno. Cuando Gar llegaba a ese punto del relato, Tecno lo interrumpía haciendo cada vez el mismo comentario.
Siempre he dicho que eres un tío con suerte, sí señor. No solo te libraste de que te volaran la tapa de los sesos, sino que como no llevabas nada en el estómago, tampoco te cagaste en los pantalones.
Poe remataba la frase de Tecno con una carcajada. Era bastante sordo, pero no se perdía ni una sola palabra de la historia, aunque la había leído un montón de veces en los labios de Gar. Poe tenía muy pocos dientes, y cuando hablaba el aire se colaba entre sus encías, haciendo que las palabras sonaran un poco susurrantes. Era tímido e incompetente para la vida, por lo que su unión a los otros dos le había permitido sobrevivir. En cambio poseía una memoria asombrosa, y podía recitar de corrido centenares de versos y obras literarias que almacenaba en los pliegues de su cerebro.
Caminaba despacio y arrastrando los pies, porque era bastante viejo, aunque no sabía su edad con exactitud. Hasta donde podía evocar de su pasado, había vivido siempre en un gran hospital, hasta que las explosiones lo expulsaron a la intemperie. Algunas noches, cuando los tres se acostaban a dormir escondidos debajo de la pila de basura y a salvo de las bandas que a menudo recorrían la zona en busca de sangre, Poe invocaba a los dioses del sueño recitando a Homero o a Petrarca, a Whitman, a Milton, a Proust. Al parecer él mismo había sido un escritor renombrado, pero de eso no guardaba mucho recuerdo, porque a las preguntas de sus compañeros respondía con evasivas, como si se tratase de una parte de su vida que en algún momento se había roto definitivamente. No obstante conservaba intacta la facultad de escribir, y todos los días añadía nuevos versos a un largo poema épico en el que narraba las dramáticas circunstancias que habían conducido a la Guerra del Fin de las Guerras, conocida así por ser la última contienda, la que de un modo definitivo acabó con las innumerables luchas que habían devastado el planeta en décadas anteriores. Fue una solución drástica, pero indudablemente efectiva, puesto que logró acabar de una vez y para siempre con todos los conflictos de gran escala, aunque no logró evitar que los escasos supervivientes se organizaran en grupos armados dedicados a eliminarse unos a otros, a veces por cuestiones territoriales, y otras simplemente para mantener intacta su condición humana.
Pese al escepticismo inicial, Gar descubrió muy pronto las ventajas de su azarosa riqueza. La escasez casi absoluta de bienes y medios había depreciado considerablemente el valor del dinero, pero seguía siendo un modo de obtener ciertas cosas. Lo más habitual era el empleo de los métodos expeditivos clásicos, como el robo y el asesinato, pero tanto Gar como sus compañeros preferían los tratos basados en las reglas del mercado, que subsistían junto a los otros usos. Eso no los exponía a menores peligros, puesto que una buena parte del ingenio de Gar se empleaba en cambiar casi a diario los planes de logística. Acudir a los mismos puntos de aprovisionamiento suponía revelar la posesión de una suma importante de dinero, lo cual podía costarles las vida. Tecno recorría grandes distancias para informarse de la existencia de traficantes que comerciaban diversos productos, en particular artículos comestibles provenientes de los grandes depósitos subterráneos que habían resistido a la deflagración, y también de cultivos transgénicos que en el último siglo se habían desarrollado bajo tierra, para evitar los efectos de la radiación solar. Pese a sus escasas dotes intelectuales, Tecno poseía una habilidad práctica asombrosa. Su empatía con cualquier clase de dispositivo mecánico o electrónico era inmediata, posiblemente debido a que su propio organismo era del tipo mixto, frecuente en los individuos cuya vida embrionaria había transcurrido de forma ectogenética, es decir, en el interior de un útero artificial. Poco antes de la contienda final, esta técnica había alcanzado un desarrollo absoluto, pero en la época en la que Tecno había sido gestado todavía se producían algunos fallos morfológicos que obligaban al reemplazo precoz de diversas partes del cuerpo por componentes artificiales. En realidad la mayoría de las personas , conforme avanzaban en edad, poseían una proporción cada vez mayor de elementos biomecánicos. Centrales nanométricas instaladas en puntos claves del cuerpo controlaban el funcionamiento hormonal con una precisión incomparablemente más fina que la que podían proporcionar las glándulas naturales, y eran raros los individuos mayores de cincuenta años que aún conservaran algún fragmento óseo de su esqueleto originario. Algunos estudios sugerían que los seres humanos tecnológicamente modificados en edades tempranas eran más proclives a experimentar una mayor comunicación positiva con los automatismos mecánicos y electrónicos que el resto de las personas, aunque a decir verdad nada de eso se había podido demostrar de un modo fiable, posiblemente porque ni siquiera quedaba muy claro cuál habría podido ser el beneficio de estas investigaciones. En todo caso, Tecno destacaba por su destreza para resolver cualquier tipo de problema técnico, lo que resultaba de gran ayuda para el bienestar de la pequeña sociedad de supervivencia que formaba con sus dos amigos. Pero a la vez se mostraba poco capaz de tomar grandes decisiones, por lo cual resultaba imprescindible la orientación que Gar proporcionaba al grupo, no solo en materia de planificación cotidiana sino en el plano del espíritu, si es que esa abstracción tenía aún alguna vigencia. Gar procuraba mantener un sentido, una dirección vital que no se conformara con el alivio de las necesidades inmediatas, sino que sirviese de apoyo para la conservación del espíritu y los alejase lo más posible de la tendencia a la brutalidad general que se apoderaba de los escasos especímenes humanos que aún quedaban. Era difícil estimar su número, dada la dificultad de distinguirlos a simple vista de los organismos puramente mecánicos. En el último siglo la bioingeniería había alcanzado un grado de perfeccionamiento tan elevado que la antigua y clásica diferencia entre organismo humano y máquina carecía de utilidad. Los científicos adoptaron una clasificación basada en las proporciones entre componentes biológicos y mecánicos. Fue un sistema verdaderamente complejo, una transmutación sin precedentes de los principios filosóficos que habían dominado en la historia de la civilización. El método de los coeficientes biotécnicos dio lugar a una diversidad inédita. El mestizaje de los cuerpos y las máquinas muy pronto sustituyó al de las razas, y los individuos se clasificaron mediante ese coeficiente que constaba en su certificado de identidad, cifra automáticamente renovada cada vez que alguien requería una determinada modificación de su organismo. Así, en los dispositivos de identidad no solo se indicaban los datos tradicionales como nombre, apellido, sexo, fecha de nacimiento, código genético, sino también el coeficiente que expresaba el porcentaje natural del sujeto en cuestión. Por fortuna, hubo de entrada un amplio consenso democrático que, haciéndose eco de los ideales ilustrados que un milenio atrás habían cambiado el curso de la humanidad, promovió una conferencia internacional donde se dio forma a una legislación que garantizara el reconocimiento de la igualdad absoluta de todos los hombres y mujeres cualquiera fuese su proporción natural o industrial. Podía darse la circunstancia de que una persona alcanzara lo que se denominaba Grado Máximo de Saturación Técnica (G.M.S.T.). Un G.M.S.T. era un individuo de origen humano que a consecuencia de graves accidentes civiles o de combate, ataques terroristas o sucesivas enfermedades, ya no poseía ningún elemento orgánico natural. En ese caso su constitución física era indistinguible de los individuos de fabricación industrial, concebidos para compensar el déficit creciente de la tasa de natalidad que desde hacía siglos afectaba a todo el planeta. La condición de G.M.S.T. figuraba en los dispositivos de identidad para dejar constancia del origen humano del individuo, aunque a los fines sociales y legales no existían diferencias respecto de los seres de procedencia industrial. Solo en situaciones extremas el Estado Global podía hacer uso de medidas excepcionales que instauraban una línea divisoria entre humanos y máquinas, aunque en la práctica tales medidas no solían aplicarse debido a su impopularidad. Ni siquiera la Guerra del Fin de las Guerras provocó una segregación identitaria, y el espíritu igualitario fue defendido en todo momento para que nadie quedase excluido de la destrucción absoluta.
Poe caminaba con dificultad porque algunos componentes internos estaban gastados. Poco es lo que Tecno podía hacer por él, dado que las reparaciones biotécnicas solo eran factibles en los Centros de Reprogramación Orgánica, que habían desaparecido como todo lo demás. En lo restante, Poe mantenía sus capacidades intelectuales y dedicaba la mayor parte del tiempo a realizar lo que él consideraba su labor más importante, y en la que estaba dispuesto a invertir el resto de vida que le quedase. Era en extremo celoso de su creación, y muy de tanto en tanto se dignaba a leer en voz alta algunos pasajes de su poema épico. A veces consultaba algún dato histórico con los otros, aunque por lo general no se fiaba mucho de las respuestas que recibía. Su carácter era ensimismado y huidizo, aunque por las noches solía mudar de ánimo, volviéndose locuaz y deseoso de narrar los tesoros literarios que su memoria guardaba, y que en muchas ocasiones constituían el único alimento de toda la jornada.
El mar, exclamó una noche, y los otros asintieron.
El mar.
Ninguno de los tres lo había visto nunca. Entonces Gar supo lo que debía hacerse, y se pusieron a hacerlo.
Basándose en los datos que Poe recordaba de sus lecturas, estimaron que el mar debía de quedar a unas mil millas al este de donde se encontraban.
Hubo un tiempo en el que el mar llegaba hasta aquí, dijo Poe una noche, y sus aguas bañaban la parte sur de la ciudad, donde había un gran puerto con barcos que iban y venían cargados con gente y mercancías. Dicen que el mar era entonces azul, y que el cielo también lo era.
Los otros dos miraron hacia arriba, donde solo se veía el mismo manto turbio que se cernía sobre el mundo.
Azul, repitieron, y sus ojos reflejaron un atisbo de asombro e incredulidad.
Así es, continuó Poe. Entonces sucedió la primera de las Grandes Guerras, y como consecuencia de aquello la órbita de la tierra se desvió algunos grados, y los mares se retiraron asustados de los continentes, y el cielo empalideció para siempre.
Se hizo un silencio, durante el cual Gar y Tecno se concentraron en lo que habían escuchado, hasta que por fin Tecno retomó la palabra.
Mil millas son demasiadas para hacerlas andando. Nos llevaría casi dos meses. Dos meses expuestos a toda clase de peligros, entre ellos el no encontrar nada para llevarnos al buche.
¿Entonces?, preguntó Gar, y en su voz se oyó el tono roto del desaliento.
Entonces tendremos que usar algún vehículo.
Estás de broma, gimió Gar. Qué quieres decir con eso de algún vehículo. Sabes muy bien que todo ha quedado destruido. Allí afuera no hay más que un gran puré de hierros y plásticos fundidos.
Entonces podemos probar a coger un taxi, replicó Tecno tratando de ser gracioso, pero los otros no le secundaron la broma.
¿Qué haremos, pues?, preguntó Gar. Tenemos que ver el mar, insistió. Y esa insistencia no dejó lugar a dudas de que el asunto se había convertido en una cuestión impostergable, casi mayor a la necesidad de seguir vivos.
Por supuesto, apoyó Poe. Hace miles de años un grupo de hombres fabricó una nave y se lanzaron en busca de un raro talismán. Estaban convencidos de que navegar era más indispensable que vivir.
Yo también lo creo, asintió Tecno. Vamos a fabricar esa nave.
Esa noche Gar atravesó el sueño a grandes saltos. Un tumulto de imágenes confusas lo persiguieron sin tregua por extrañas regiones. Se despertó varias veces, conteniendo el aliento para captar las señales de las inmediaciones, pero solo se oía el zumbido constante que desde siempre sonaba en su cabeza, y los ronquidos espasmódicos que se escapaban de la tormentosa garganta de Poe. La familiaridad de esos ruidos lo reconfortaron, pero no lo suficiente como para asegurar la continuidad de su sueño. Cada vez que algo le obsesionaba, temía por las consecuencias que aquello pudiese tener en su energía cerebral, indispensable para mantener alejadas a las bandas criminales que asaltaban entre las ruinas, masacrando todo lo que se les ponía a tiro. Su cerebro era un gran receptor que almacenaba toda clase de sonidos y voces, los decodificaba y los transformaba en información tan valiosa como ininteligible. Esa era la razón por la que no se quitaba jamás el casco de motorista, no fuese a ser que algo se pudiera filtrar al exterior. No obstante, y a pesar de su incapacidad para descifrar el torrente de datos que sin cesar se volcaba en su cabeza, Gar jamás dejaba de prestarle atención. El único inconveniente era el zumbido del procesador interno, que no cesaba a ninguna hora, pero Gar había terminado por acostumbrarse a su compañía. Gar sabía de la existencia de Unidades Sobrevivientes que se empleaban a fondo para robar información, por lo cual toda medida preventiva era poca. Fue un alivio percibir la llegada del amanecer, y la enfermiza luz lechosa que clareaba entre las ruinas de los rascacielos. Tecno no había perdido el tiempo, porque no le temía a la noche, y se movía a sus anchas por toda la ciudad. Conocía sus peligros, las zonas en las era necesario adoptar una máxima cautela, y también las grietas y socavones que en cualquier momento podían comerse un hombre sin darle tiempo a respirar. Mientras Gar se atragantaba de angustia en el escondite de la gran montaña de basura reseca, Tecno había encontrado el núcleo principal de la fabulosa nave que con toda nitidez se dibujaba en su mente: un ventilador eléctrico de techo, probablemente una pieza de colección que de forma inexplicable languidecía entre los escombros. Eufórico, Tecno había olvidado el hambre de dos días y contemplaba su hallazgo bajo la incipiente luz del alba, cantando su cancioncilla de siempre.
¿Qué es?, preguntó Poe al despertarse, asomando la cabeza entre la basura.
¡Oh, he aquí la hélice de nuestra nave!
¿Nuestra nave? ¿De qué estás hablando?
Tecno dejó de cantar y lanzó un profundo suspiro. Estaba acostumbrado a los fallos de la memoria de Poe, que al parecer había olvidado por completo la conversación de la noche anterior.
El mar, ¿recuerdas? Nos hemos jurado conocer el mar. Necesitamos un vehículo que nos lleve hasta allí.
¿Y vamos a ir en ese ventilador?
Tecno no prestó oídos a la pregunta, y se dispuso a inspeccionar el pequeño motor de esa cosa. Poe lo observó en silencio, y al cabo de un rato declamó unos versos:
“Y la nave… como los cuadrúpedos caballos se arrancan todos a la vez en la llanura a los golpes del látigo y elevándose velozmente apresuran su marcha, así se elevaba su proa y un gran oleaje de púrpura rompía en el resonante mar. Corría ésta con firmeza, sin estorbos; ni un halcón la habría alcanzado, la más rápida de las aves. Y en su carrera cortaba veloz las olas del mar portando a un hombre de pensamientos semejantes a los de los dioses, que había sufrido muchos dolores en su ánimo al probar batallas y dolorosas olas, pero que ya dormía imperturbable, olvidado de todas sus penas.”
Me gusta, aprobó Tecno. ¿Es tuyo?
Poe negó con la cabeza. Lo escribió Homero, hace varios miles de años, cuando la luz del sol era brillante, y los hombres hacían la guerra con espadas y flechas.
Está bien. Es bonito, añadió Tecno, y acercó a sus ojos una pieza extraída del motor. Habrá que reparar esta mierda.
Gar se aproximó mascullando algo en voz baja. El último informe era muy insistente, y por un momento creyó estar a punto de descifrarlo, pero el significado se le escurrió del pensamiento una vez más. Eso lo puso de malhumor, pero al ver a Tecno inclinado sobre el ventilador su ánimo cambió de inmediato.
Bravo, aplaudió jubiloso. ¿Crees que esa cosa podrá llevarnos?
Esta cosa y algunas otras cosas que tendremos que conseguir, respondió Tecno sin dejar de observar el motor carcomido por la herrumbre.
Claro, también necesitaremos comida. Por cierto, ¿alguien tiene novedades al respecto? No recuerdo la última vez que comimos, y a diferencia de Poe, no me alcanza con alimentar solo el espíritu.
Mi estómago emite unos sonidos extraños desde ayer, protestó el aludido. Como escribió alguien una vez: ¿Es que no estoy nutrido de los mismos alimentos, herido por las mismas armas, sujeto a las mismas enfermedades, curado por los mismos medios, calentado y enfriado por el mismo verano y por el mismo invierno que vosotros? Recuerdo que era algo más o menos así.
¡Vaya!, exclamó Gar. Eso está bien dicho, si señor, y se encogió de hombros, porque no tenía la menor idea de lo que Poe intentaba decirles. Eso sucedía la mayor parte de las veces, pero aún así lo escuchaba con atención, y admiraba la sonoridad de sus citas, la hermosa música de las palabras que fluían de su memoria. Gar era consciente de que Poe tenía acceso a un reino superior cuya puerta permanecía cerrada para los otros.
Poe era el más viejo de los tres, y se movía con lentitud. Casi todo el tiempo se dedicaba a componer mentalmente su poema épico, incluso mientras dormía. Había escrito una parte muchos años atrás, pero luego decidió prescindir de la escritura y confiar exclusivamente en su memoria. Por las dudas repasaba varias veces al día el contenido de su recuerdo para verificar que todo estaba en su sitio, y que ningún verso se había evaporado. Esa labor le insumía un gran esfuerzo, y era la causa de que durante el día pasase varias horas con el ceño fruncido manteniendo conversaciones inaudibles consigo mismo.
A pesar de que Garibaldi también gastaba una considerable energía mental en la vigilancia del flujo incesante de mensajes que atravesaban su corteza cerebral en varias direcciones, conservaba intactos los canales de comunicación con aquello que lo rodeaba, y de los tres era el más aventajado para pensar en beneficio de todos, por lo que su posición de liderazgo se había instalado de forma natural sin que jamás su pusiese en entredicho.
Algunos años más tarde, Garibaldi aún seguiría meditando sobre las razones por las que aquella noche había comprendido el mensaje de Poe, o mejor dicho su significado, cuando con los ojos entornados y la mirada clavada en el fuego que habían encendido para calentarse del frío glacial que cubría el mundo le oyó pronunciar las dos palabras sentenciosas que los pusieron en movimiento.
El mar, dijo Poe, y lo repitió al cabo de unos segundos, como si quisiese asegurarse de haber dicho lo que quería decir.
El mar.
Y Garibaldi supo que aquello era algo más que el poema interior que Poe componía sin pausa, y que no había tiempo que perder. Por fortuna estaba Tecno, el brazo ejecutor, el único de los tres que podía tomar a su cargo la puesta en marcha de la expedición. A pesar de que las penurias alimenticias habían mermado una considerable porción de sus fuerzas, seguía teniendo los huesos duros como el granito, y sus manos eran capaces de doblar las barras de encofrado que asomaban de los bloques de hormigón como gigantescos puercoespines. Una vez, siendo un niño, le habían enseñado unos hologramas en los que se veía un mar oscuro, casi violeta, y también se escuchaba el murmullo de las olas y el graznido de unos pájaros que daban vueltas sobre la rompiente. Pero había transcurrido mucho tiempo, y la imagen se había borrado en gran parte, y de todo ello solo quedaba un resto fugaz como lo que por un instante deja ver la luz de un relámpago en la oscuridad de una noche cerrada.
Poe era el único que conocía el mar, aunque no lo hubiese visto nunca de verdad. Lo había visto en los versos de Homero, donde seguía siendo azul como alguna vez había sido también el cielo, antes de que el polvo y la ceniza vencieran a la luz. Lo había visto con los ojos de los Argonautas, y en la furia de Poseidón, y en las rocas de Samotracia. Lo había visto en las barbas de la ballena que tragó a Jonás, lo presintió en Alejandría y en la lejana Iberia, y también en los confines de Escocia, envuelto en bruma y silencio. Había hundido sus manos en el mar de los versos de Byron, y caminado sobre las aguas que Hamlet abarcó con su mirada. De los tres, Poe era el único que había visto el mar que le mostraron los poetas y los libros, y seguramente fue por eso que dijo lo que dijo.
El mar, dijo, y lo repitió para que los otros lo oyesen.
Pero había que llegar allí. Mil millas. Mil millas que no podían cubrirse andando, porque la tierra era ahora una inmensidad salvaje, y los caminos ya no existían, y sus pocos habitantes se devoraban los unos a los otros como lo habían hecho al inicio de la vida. Por eso Tecno se alegró tanto de encontrar el ventilador de techo, y entonces tuvo una iluminación, y él también comenzó a ver el mar a su manera, y a escuchar el sonido de los pájaros que daban vueltas sobre la rompiente.
Durante los días siguientes Tecno recorrió grandes distancias para revolver entre los desechos y buscar lo que necesitaba para fabricar su nave. Si la comida era desesperadamente escasa y difícil de obtener, por el contrario la basura era una fuente inagotable de chatarra, plásticos, y toda clase de aparatos rotos e inservibles, regurgitados por una civilización que había llegado al límite de su diabólica voracidad. La deflagración había provocado sobre las cosas tres clases de efectos que se distinguían con facilidad. Una gran parte de los objetos, dependiendo de su tamaño y composición, se habían disuelto o simplemente volatilizado. La mayoría estaba destrozada y resultaba inutilizable, pero también podía darse el caso de que en un día de suerte saliese a la luz un precioso tesoro sin utilidad inmediata pero recomendable de conservar. A lo largo de aquellos años, Tecno había acumulado una fabulosa y variada colección de cosas que guardaba en distintos escondrijos. Aprovechaba sus incursiones en busca de comida para hurgar en los desechos y removerlos con la ayuda de un viejo palo de golf, por otra parte su única arma de defensa. Todo eso debía hacerse con mucha cautela, procurando no perder de vista lo que sucedía en los alrededores, y aguzando bien los oídos para no tropezarse con otros hombres que, como él, salían a merodear entre las ruinas buscando algo que llevarse a la boca.
Una tarde, a la hora en que la menguada luz del día perdía por completo sus fuerzas, Tecno hizo un descubrimiento extraordinario. Sin que hubiese una razón concreta, le llamó la atención una especie de túmulo formado por trozos de hormigón, hierros y gruesos cables carbonizados que se apoyaba sobre el resto de un muro. Al intentar apartarlos un poco, observó que los escombros tapaban lo que alguna vez había sido la ventana de un sótano. Tanteó en los bolsillos de su pantalón y sacó su linterna. Al enfocar la luz comprobó que, en efecto, se trataba de un sótano que probablemente perteneciera a una vivienda destruida y sepultada bajo toneladas de cascotes. Un olor nauseabundo emanaba de allí abajo, y salió a la superficie como la bocanada de un volcán. Tecno se detuvo a meditar la decisión. Entrar era demasiado riesgoso, puesto que el lugar podía estar habitado. Desde la Guerra del Fin de las Guerras los hombres habían olvidado las palabras, y se destrozaban obedeciendo a una reacción automática e irrefrenable. Barrió la estancia con la luz, y observó que en apariencia el lugar no mostraba signos de albergar a nadie, pero eso tampoco era una prueba definitiva. Sabiéndose descubiertos, los moradores podían estar agazapados en cualquier parte del fondo. La luz de la linterna iba perdiendo vigor, y ni siguiera alcanzaba a iluminar el extremo del sótano, cuya extensión era imposible de adivinar. Entretanto, afuera la noche estaba a punto de completarse, y aunque lo más prudente era dejar el experimento para otro día, la curiosidad ya se había apoderado enteramente de su juicio y su cautela, y era ahora mucho más poderosa que el miedo. Se deslizó con grandes esfuerzos a través de la estrecha abertura. Dentro, el tufo vaporoso y mareante le envolvió el rostro, ahogándole la respiración. Por unos minutos permaneció inmóvil, procurando captar el más mínimo sonido o vibración que advirtiese de la presencia de otros, pero no percibió nada más que el rumor acelerado de su propia sangre. Entonces avanzó muy despacio, sin atreverse a usar la linterna, tanteando a ciegas con su palo de golf, sintiendo la caricia del sudor escurriéndose por todo su cuerpo. Al cabo de un rato consideró que si había de morir era mejor hacerlo con un poco de luz, y encendió la linterna, justo a tiempo para advertir un tramo de escaleras que bajaban algo más de un metro a lo que parecía un segundo nivel del sótano.
Allí, alineadas una junto a otra en un perfecto orden, Tecno contó dieciséis bicicletas.
Aunque todas tenían los neumáticos resecos y destrozados, una primera inspección reveló que por lo demás estaban en perfecto estado, como si no hubiesen sido usadas jamás. Era cuestión de elegir tres, y encontrar el modo de transportarlas hasta donde estaban sus compañeros. Resplandecientes como carros de fuego, las tres bicicletas hallaron en la imaginación de Tecno un destino para el que no habían sido concebidas cuando salieron de una lejana fábrica donde trabajaban Los Hombres que Nunca Dormían.
Gar los percibió primero, alertado por un incremento anómalo de las ondas magnéticas que penetraban en su cerebro. Emboscado en una grieta que le servía como punto de vigilancia pudo ver que eran al menos diez hombres y una mujer. Iban desnudos, con el cuerpo cubierto de grasa para protegerse del frío y el polvo ácido, y marchaban al trote, en silencio, manteniendo una formación en hilera. Llevaban varillas de encofrar afiladas en la punta y hondas atadas a las muñecas. La mujer, que parecía guiar el grupo, levantó el brazo armado y todos se detuvieron en seco. Era joven, y tenía los brazos y las piernas fuertes, tatuados con escamas de lagarto. Le faltaba un ojo, y el otro parecía haber retrocedido hacia el interior de la cabeza. La piel del rostro estaba pegada a los huesos, y era del color de la cera, posiblemente debido a que los niveles de contaminación de su organismo eran muy elevados. Permaneció inmóvil, oliendo el aire, la boca entreabierta y el pecho agitado por la carrera. Gar conocía a esta clase de hombres. Eran nómadas, capaces de correr durante dos días sin detenerse y sin probar alimento ni agua, cubriendo enormes distancias. Dormían de pie, apoyados en las varillas de hierro para evitar ser sorprendidos por otros hombres. Solían atacar por la noche los campamentos de supervivientes, y se apoderaban de la comida y de cualquier cosa que pudiera servirles. No emitían el más mínimo sonido, y eran tan veloces que ni siquiera daban tiempo a que sus víctimas, tomadas por sorpresa, pudieran emitir un quejido cuando los hierros les atravesaban la garganta. Viajaban en pequeños grupos no mayores de una docena de individuos, y solo se los podía combatir desde la distancia con armas de fuego, porque en el combate cuerpo a cuerpo eran invencibles, incluso aunque se enfrentaran con un enemigo que doblara o triplicara su número.
Estaban tan cerca que Gar podía oler el sudor hediondo de sus cuerpos. Desde la experiencia de quedar atrapado en los túneles mientras reparaba las conexiones de telefonía, nunca había vuelto a experimentar un terror tan intenso como el que ahora sentía. Para colmo, no tenía forma alguna de advertir a los otros dos que, ignorantes del peligro que se aproximaba, se hallaban a unos centenares de metros en el vertedero donde acampaban. La mujer seguía inmóvil, y era evidente que había olido la presencia de alguien. Tan solo giraba despacio su cabeza, buscando con su único ojo alguna señal que la guiase hacia el lugar de donde provenía aquel olor que le había llegado como un disparo.
Gar contuvo el aliento. Los zumbidos en el interior del casco se intensificaron, y la energía cerebral alcanzó un nivel crítico. La mujer lagarto miró hacia la grieta. Levantó el brazo armado con la lanza de hierro y soltó un alarido que se ahogó en el aire, estrangulado por un espasmo. Su cuerpo se sacudió bruscamente, como si hubiese entrado en una especie de trance, y un chorro de sangre salió disparado por la boca. Mantuvo el brazo en alto, petrificado. El ojo se hinchó tanto que pareció estar a punto de saltársele de la cara.
Un segundo después, cayó muerta al suelo.
Se le ha reventado el corazón, supo Gar al instante. Les sucede a algunos cuando llevan muchas horas corriendo y paran de súbito.
Los otros miembros del grupo ni siquiera se detuvieron para comprobar si la mujer seguía aún con vida. Huyeron a la carrera, despavoridos, como una manada de lobos que ha perdido a su guía. Gar examinó el cadáver, caído de bruces. Una gran cicatriz con forma de culebra le recorría la espalda. A pesar de que la mujer era muy joven, la piel se había vuelto seca y dura como un odre viejo. Se agachó para observar más de cerca. Vio su propio reflejo en el charco de sangre fresca que se extendía al costado del cuerpo. Mientras se hallaba escondido, a un palmo de ser descubierto, creyó notar algo, pero no estaba seguro. Ahora tenía la oportunidad de comprobarlo, y dudó antes de tocar a la mujer y darle la vuelta. No solo porque incluso muerta seguía inspirándole temor, sino porque en ese instante comprendió que había perdido la cuenta de los años que llevaba sin rozar el cuerpo de una mujer. Temblando, extendió el brazo y la puso boca arriba. Se palpó nervioso el cinturón de cuero y descolgó una pequeña cantimplora. El agua valía más que el oro puro, pero no tenía más remedio que gastar un poco. Con cuidado derramó un chorro sobre el pecho de la mujer, y frotó la mugre con la mano, tratando de quitar algo de la pasta formada por el sebo, el polvo y la sangre. Pudo ver mejor una serie de pequeñas cicatrices que formaban un dibujo, una especie de mapa muy elemental que había sido trazado con el filo de un cuchillo o un instrumento cortante. A primera vista resultaba imposible descifrar lo que significaba. Ni una sola palabra, ni un símbolo que aportasen una referencia, y sin embargo había algo en las líneas grabadas que sugerían que se trataba de eso, un pequeño mapa, un trozo de misteriosa geografía desplegada sobre el pecho de una joven mujer muerta.
No soy yo el más indicado para comprender esto, se dijo, y dio unos golpecitos en el casco para bajar el sonido de las ondas que se agitaban en su cerebro, colmándolo de sentidos incomprensibles.
Poe estudió el pecho de la mujer durante horas, y reprodujo el mapa en un pedazo de cartón. Varios días y sus noches permaneció en vela, revisando cada palmo de su memoria, mientras musitaba versos muy antiguos en lenguas perdidas e impronunciables que los otros no habían escuchado jamás.
Mientras tanto, Tecno seguía revolviendo en sus tesoros dispersos por escondrijos camuflados en el paisaje de ruinas. Se sentía orgulloso de sí mismo y de su carácter previsor, gracias al cual había almacenado durante años toda clase de objetos a los que solo la imaginación y un sentido de la eternidad podían atribuirles una función posible en un tiempo hipotético. Esa tuerca oxidada, ese muelle fatigado, aquellos circuitos de ordenadores antiguos, esas baterías a las que sería necesario devolverles la vida, todo se convertía ahora en piezas mágicas que hallaban por fin un destino superior. Quedaba aún la tarea principal de traer al campamento las tres bicicletas, lo que involucraba una serie de riesgos letales. Era preciso idear un plan meticuloso, estudiar muy bien las rutas, decidir la hora del día, puesto que en cualquier momento podían ser sorprendidos por una emboscada o un ataque imprevisto. A menos de media milla se corrompía el cadáver de la mujer nómada. No se habían atrevido a volver para enterrarla, por el temor de que sus compañeros pudieran regresar, aunque lo más probable era que a ninguno de ellos les importase demasiado. Sin embargo, Tecno no podía dejar de pensar en lo cerca que habían estado de ser descubiertos y abatidos como animales de presa. Además de esos salvajes, toda clase de bestias actuaban en solitario o en bandas más o menos organizadas, con el único propósito de saciar el deseo de sangre y de muerte. Se decía que en algún lugar existía una pequeña comunidad de supervivientes empeñados en reconstruir las bases de la civilización, pero nadie los había visto jamás. Por otra parte, la civilización había llegado al límite de su extenuación, y era improbable que aquellas bases pudieran volver a ponerse en pie. Varios siglos de evolución técnica habían disuelto las antiguas nociones que alguna vez sirvieron para que los humanos negociaran algo de su acostumbrada ferocidad, y no cabía albergar demasiada esperanza en su resurrección.
Todo se acabó el día en que a alguien se le ocurrió que el hombre piensa con el cerebro, solía repetir Poe. Fue una pésima idea, porque a partir de ese momento perdimos definitivamente el alma.
Garibaldi y Tecno asentían en silencio. No acababan de entender bien el concepto, pero jamás dudaban de la sabiduría de Poe. ¿Qué era el alma? Conservaban esa palabra en su vocabulario, pero tan solo como algo que se hereda sin saber ni de dónde procede ni para qué sirve, aunque les evocaba algo invisible e incorpóreo, como las ondas que viajaban por el aire. Pero las ondas podían medirse y registrarse en complejas fórmulas que los ordenadores realizaban de forma instantánea, mientras que el alma no se dejaba ver tan fácilmente. ¿Y por qué se había perdido? ¿Eso tenía acaso alguna importancia?, preguntaban a Poe, y Poe intentaba responderles, hacerles entender lo que aquello significaba. Gar y Tecno se encogían de hombros, abrumados por el peso de una tristeza que podían sentir sin comprender.
¿Las bicicletas tienen alma?, preguntó Tecno esperanzado.
Poe meditó un instante.
Sí, las bicicletas tienen alma. Por eso nos llevarán al mar.
Tecno prefirió ocuparse del traslado de las bicicletas sin ninguna ayuda. Los otros dos eran demasiado torpes y poco acostumbrados a moverse con agilidad por los territorios, que era como llamaban a la inabarcable destrucción que se extendía en todas direcciones. Hizo los tres viajes en tres días diferentes antes del amanecer, cambiando cada vez de ruta. Las bicicletas eran pesadas, porque no podían rodar debido a los neumáticos inservibles, y tuvo que cargar con ellas. De todas maneras, tampoco existían caminos transitables. Aunque por fortuna no tropezó con nadie, en uno de los viajes se desorientó y perdió el rumbo hacia el campamento. Dio vueltas durante unas horas hasta que por fin logró regresar, exhausto, confundido, rabioso consigo mismo por ese breve anuncio de que sus facultades comenzaban a mostrar los primeros signos de caducidad.
Poe se echó a reír. No te quejes, dijo. Hace miles de años que verdaderamente hemos perdido el camino. No es ninguna sorpresa. Lo tuyo no ha sido más que una pequeña distracción, añadió mientras seguía estudiando el mapa tatuado en el pecho de la mujer.
¿Has descubierto algo?, preguntó Garibaldi con un tono de indisimulada irritación en la voz. Durante las últimas noches los mensajes llegaban a su cerebro en grandes oleadas, obligándolo a reforzar el escrutinio. Imposible dormir con tanta tarea que se acumulaba. Una vez descifrado, cada mensaje se subdividía en varios significados que requerían un nuevo desciframiento. Durante esos períodos críticos, Gar no podía ocuparse de ninguna otra cosa y su humor se tornaba insoportable.
Poe no respondió a la pregunta, ni levantó la vista del cartón donde había copiado el mapa. Se limitó a hacer un gesto desdeñoso con la mano. No obstante, al cabo de tres días se dignó a decir algo.
Ellos, los Hombres que no Hablan, saben dónde hay agua. Podríamos encontrarla, pero probablemente nos costaría la vida. ¿Alguien quiere intentarlo?
Esta vez fueron Gar y Tecno los que se negaron a responder. ¿Para qué querrían el agua? Habían aprendido a sobrevivir con las pocas gotas que las noches de hielo depositaban entre las grietas, y que Tecno recogía mediante una ingeniosa canalización hecha con tubos y botellas de plástico. Además, lo más probable era que la reserva de los Hombres que no Hablan estuviese tan envenenada como la que ellos tres conseguían cada mañana en minúsculas dosis y sin ningún esfuerzo.
No necesitamos ese agua, necesitamos el mar, dijo Tecno algo más tarde, y todos estuvieron de acuerdo.
Conforme transcurrieron los días, Gar y Poe fueron comprendiendo la invención que iba armándose delante de sus ojos. Tecno había ensamblado las tres bicicletas sin neumáticos a una especie de cajón fabricado con tablones de madera reforzados con chapas de un metal ligero. Un mástil erigido en el medio sostenía el ventilador de techo, cuyas aspas se habían prolongado con extensiones de aluminio o algo semejante.
El esquema es muy simple, explicó Tecno con evidente orgullo, y mientras hablaba parecía que su tamaño se duplicaba, y que incluso hasta su inexistente cuello se estiraba como el de una tortuga. Su rostro, cubierto de sudor y de roña, irradiaba a pesar de todo una luminosidad especial, que nunca antes le habían notado.
Tan simple, continuó, que supone un retroceso a los tiempos en los que los hombres empleaban formas primitivas de energía. Tendremos que pedalear al unísono, y el movimiento generará una corriente que se acumulará aquí, en esta parte del motor, dijo señalando una extraña mezcolanza de hierros oxidados.
¿Y entonces?
Entonces seguiremos pedaleando hasta que el acumulador se llene al máximo, y luego se encenderá la turbina que soplará una fuerte corriente de aire que a su vez hará girar el ventilador a toda velocidad.
¿Tendremos que pedalear durante mil millas?
No exactamente. Según mis cálculos, media hora de ejercicio nos dará energía para una hora de vuelo. Es algo que podremos aguantar sin problemas.
¿Y cuál será la velocidad que lograremos alcanzar?
Es difícil saberlo. Dependerá de las corrientes de aire, de la altura que consigamos, y de la fuerza con la que seamos capaces de mover los pedales. Tendremos que practicar la coordinación con el motor apagado.
El día en que estuvo lista del todo, Gar y Poe dieron vueltas alrededor de la gran máquina voladora. No se parecía a ningún vehículo conocido, y las tres bicicletas ajustadas con centenares de vueltas de cinta de embalaje le daban la apariencia de un enorme y espantoso insecto.
Qué cosa más rara y más fea, gruñó Poe.
¿Y qué esperabas? ¿Una nave nodriza de última generación?, se defendió Tecno ofendido. Si me lo hubieras dicho, encargábamos una en el supermercado de la esquina.
La patada que le propinó a la nave sacudió toda la estructura y derribó el mástil con el ventilador, que cayó sobre la cabeza de Garibaldi. Por fortuna, gracias al casco no hubo que lamentar heridas. Tecno se alejó mascullando insultos, y los otros dos hicieron todo lo posible para volver a colocar el mástil en su sitio, pero sin conseguirlo. Tuvieron que emplear un día entero en convencer a Tecno de que se trataba de una broma, y de que admiraban su ingenio y su habilidad para crear semejante maravilla a partir de elementos tan precarios. Poe estuvo a punto de meter la pata de nuevo, pero Gar le adivinó la intención y lo enmudeció con la mirada antes de que abriera la boca. La reparación de los daños retrasó todo más de una semana, porque las provisiones de cinta de embalaje se habían agotado y fue necesario aventurarse bien lejos para contactar con algunos traficantes que podían conseguir más.
Entremedias, dedicaron un rato al día para practicar juntos el pedaleo de las bicicletas. Las piezas internas de las piernas de Tecno acusaron señales de cierto desgaste, pero nada que pudiera ser preocupante. Gar y Poe lo llevaban algo peor debido a la artrosis, pero en términos generales el ensayo era bastante satisfactorio. Comprobaron que eran capaces de mantener un movimiento continuo durante media hora, incluso a pesar de que los pulmones de Poe emitían unos ruidos extraños, y de que el casco de Gar se recalentaba en exceso, haciéndolo sudar en forma exagerada.
La noche antes de la partida, Poe no pudo pegar ojo. Atravesó todo su insomnio escribiendo mentalmente su poema épico. Los otros soñaron con los mares que cada uno había imaginado. Mares azules, mares inmóviles de plomo, mares de fuego que se agitaban y gemían como criaturas atormentadas por un terrible dolor. Mares de espejo y de hielo, mares de polvo y ceniza que el viento dispersaba en ráfagas y remolinos. Mares en la noche, y mares iluminados por soles exangües y moribundos.
Poco antes del amanecer, Gar fue advertido por los mensajes cerebrales de que estaban rodeados. Se concentró como solía hacerlo para expulsar la amenaza, y durante casi una hora estuvo luchando a brazo partido contra esas presencias emboscadas detrás de los bloques de hormigón y las montañas de materia rota. Pudo alejarlas un poco, pero al cabo de un rato se reagruparon y volvieron a aproximarse.
Era el momento.
Los tres fueron en silencio hacia la nave, y cada uno ocupó su lugar en las bicicletas. Tecno encendió los conmutadores, y unas pequeñas luces parpadearon emitiendo destellos naranjas y rojos. Comenzaron a pedalear, y la máquina soltó un ligero ronquido y se sacudió como un animal que quisiese librarse de un peso en la espalda. Pedalearon más fuerte, y el acumulador zumbó y relinchó y tosió como un viejo asmático. De pronto, la turbina arrancó, primero a regañadientes, pero luego se entusiasmó y cobró ímpetu hasta convertirse en un chorro huracanado que hizo girar el ventilador. La nave dio unos leves estertores, crujió, escupió algunos tornillos que salieron despedidos como misiles, y empezó a elevarse del suelo como si unos hilos invisibles tirasen de ella hacia arriba. Un alarido de júbilo salió de la garganta de Tecno, mientras los otros miraban hacia abajo, observando con terror las sombras que se habían abalanzado dando gritos, y que ahora se veían cada vez más pequeñas, como hormigas que corrían y tropezaban unas con otras. La nave continuó elevándose, y entonces Tecno hizo girar un mando para dirigir el vuelo hacia adelante. Ese cambio provocó una sacudida algo brusca, pero el vehículo recobró el equilibrio y avanzó casi sin mayores sobresaltos. Un rato más tarde, Poe no pudo soportar el esfuerzo. Su corazón artificial dejó de latir, y sus piernas se quedaron quietas. Los otros no llegaron a darse cuenta, y solo lo comprendieron cuando la nave comenzó a perder altura, al principio de forma gradual, hasta que acabó por estrellarse contra el suelo. Gar y Tecno solo sufrieron algunos golpes, sin graves consecuencias.
En total habían conseguido recorrer un poco más de dos millas.
Intentaron reanimar a Poe, pero no hubo nada que hacer. Arrastraron su cuerpo hasta un cráter, y lo dejaron allí, cubriéndolo con todo el escombro que pudieron juntar.
Luego se miraron en silencio, interrogándose uno al otro. Seguían siendo mil millas, pero no había más remedio que intentarlo.
Entonces le dieron el último adiós a Poe, y emprendieron la caminata.
¿El mar será de fuego o de hielo?, preguntó Tecno algunas horas más tarde.
Garibaldi no supo qué responder, y apuró el paso.
El cuento está incluido en el libro “Demasiado rojo” (Ediciones El Nadir, Valencia, 2012) de Gustavo Dessal.