Una caricia parece una cosa… cuando, en realidad, son dos. Por un lado, son las sensaciones e impresiones, infinitas e inefables, que se despiertan en la piel, el plano físico de la caricia, su contenido y sustancia. Por otro lado, es un gesto, un signo legible, un significante que nos habla de la voluntad del otro. Así, una caricia es la impresión que nos causa, pero también el hecho de que alguien nos hace llegar un signo de amor, algo que existe en el plano del lenguaje. Y así, la sucesión de signos de amor, en un continuum sintáctico y cotidiano, podría llamarse “el lenguaje del amor”, uno tal que contendría muchos códigos conforme a los que desplegarse: códigos gestuales (caricias, abrazos, besos…), códigos gramaticales (cumplidos, palabras de cariño, de apoyo…), musicales (“poner nuestra canción”, decirte cosas con canciones…), etc. Nosotros mismos, como seres humanos, tenemos una sustancia pero su comparecencia es, también, un acto de lenguaje, y como tal, es legible. Somos textos. Guiñamos los ojos para lanzar signos, nos vestimos de una u otra forma para decir cosas, movemos las manos de cierta manera y, voluntariamente o no, desvelamos cosas de nosotros mismos. Así, aunque el amor se puede tomar como esa imposición espontánea y natural que adopta la forma de una emoción, también lo es todo el discurso que emana como efecto de esa emoción. Los signos de amor, el discurso del amor, no es fácilmente escindible del campo semántico del amor, toda vez que, cuando decimos que buscamos el amor, normalmente, no nos basta con que alguien sienta esa emoción interna que llamamos amor, sino que aspiramos a que ello se despliegue en la forma de un discurso lleno de signos de amor que reclamamos y, por cierto, sin capacidad para saciarnos por completo de él (1).
El problema de señalar que eso que llamamos amor también es un discurso, es reconocer que aquello que los más románticos concebían como una tormenta, como una explosión, como una inquietud del alma, es decir, como un hecho desaforado de lo real que se nos escapa, tiene una dimensión discreta y controlable a través del lenguaje. Y ahí es donde aparece la posibilidad de una reproducción. La reproducción del amor no por su emoción, de la que, sin embargo, el otro nunca podrá estar seguro por completo, sino por su discurso. Dicho de otra manera, si el amor es un discurso, se puede deconstruir; se puede articular. De nuevo, los románticos argüirían que todo discurso de amor sin el respaldo emocional es un discurso impostado, faltaría más. Sin embargo, cabe recordar, según apuntábamos antes, que el discurso del amor también forma parte inherente de él. También, que la presencia de la emoción, si no se despliega y se articula conforme a los códigos del amor, no puede articularse, solo padecerse, y está lejos de ser el amor que le deseamos a nadie. Ya Erich Fromm defendía que como seres deseantes tenemos una cierta capacidad de CREAR amor en el otro (2), lógicamente a través de nuestros signos de amor, nuestro amor “articulado”. Y todavía cabe apuntar que los amantes experimentados saben bien que la relación entre la emoción del amor y su discurso no se limita a una lógica de tipo “causa – efecto”, como si existiera un “dentro del amor” y “una provocada periferia”, sino que es posible reconocer una cierta e inesperada bidireccionalidad entre ambos cuya existencia indignaría a cualquier romántico, pero que nos señala cómo es, a menudo, la vida misma. Nada que, por otro lado, no esté asumido ya en el conocimiento popular y recogido en la frase: “El roce hace el cariño”.
Así, el lenguaje del amor no es un mero resto descartable, sino el paisaje más deseado del amor, y como tal, nos empeñamos en construirlo. Hemos soñado siempre, a lo largo de nuestra historia, con construir la emoción del amor en el otro, ya fuera con pócimas mágicas al estilo de “Tristán e Isolda”, con frascos de feromonas o con hechizos de amor; finalmente, apoyados en esta doble presencia del amor en el plano de lo real pero también en el de lo simbólico, reformulándolo como un fenómeno ontológico y, cada vez más, con la ayuda de la tecnología, pareciera que los seres humanos están dispuestos a reconvertir el amor, no para crearlo artificialmente, pues eso sigue siendo imposible, sino para poder articularlo, es decir, vivirlo. El “Tristán e Isolda” de nuestro tiempo bien pudiera ser, por ejemplo, la película “Her” (Spike Jonze, 2013).
En la historia de “Her”, nuestro protagonista, Theodore Twombly, se enamora de Samantha, una entidad digital muy competente para desplegar un eficaz discurso amoroso, pleno de signos, que además se articulan de forma adaptativa al contexto. El acierto de su discurso hace emerger la ilusión de una causa primera de este, es decir, la sombra de la presencia invisible de una emoción situada en un lugar imaginario, tan inaccesible en lo digital como la “verdadera” emoción que causa el discurso humano del amor. La lejanía de dicha causa-verdadera y el hecho de que no se perciba sino que apenas se intuya, asemeja en lo operativo, es decir, por sus efectos discursivos, la causa humana del amor y la causa del amor digital, y aunque no alcanza a borrar la diferencia esencial entre ambas, la relativiza de tal modo que termina recayendo en nosotros la pregunta sobre cuán importante resulta. De hecho, recae sobre nosotros la responsabilidad de probar la humanidad de esa “causa primera”, algo que, como también nos ha alumbrado el cine, quizás llegue a resultar harto complicado:
Se opera así una inesperada preeminencia de lo discursivo que bien pudiera terminar imponiéndose a modo de mascarada, pero también modificar la “relación de amor” entre los seres. Dicho de otra manera, si la malla discursiva se vuelve ingente y la posibilidad de determinar la veracidad más absoluta de esa emoción humana cada vez más remota, la dimensión discursiva podría terminar siendo autónoma, constituyendo el paisaje cotidiano de los seres amantes y amados, un tejido externo a estos con el que, sin embargo, cada vez más, hilvanarán su propio amor y con el que harán lo posible por satisfacer su deseo. Es cierto que para ello habrá que añadir una dimensión “real” a ese discurso que le dé sostén, pero la cosa… está en marcha:

Abierta la veda de lo preeminente discursivo, esa fuerza incontrolable del amor parece transformarse en un objeto maleable y aparentemente gobernable; incluso, domesticable. Con las palabras jugamos a transformarlo (deconstruirlo), a desensamblar sus piezas, ponerlas ralas y entretenernos en reconstruirlo a nuestra imagen y semejanza. Alain Badiou ya criticó en 2011 cómo una campaña de publicidad de “Meetic”, la web de contactos online, prometiera algo como: “¡Usted puede perfectamente estar enamorado sin sufrir!” (3). Amparándose en su capacidad tecnológica para clasificar, catalogar, inventariar y cuantificar a sus usuarios, es decir, un trabajo de lenguaje (matemático, informático o de la naturaleza que sea), Meetic formula un discurso con el que promete haber sido capaz de deconstruir el amor y formularlo sin secreto (para ellos) allí donde se precise para lograr el “match perfecto” exento de todo disgusto. Una lógica similar opera tras las expresiones “amigos con derecho a roce”, “amigos con beneficios” y sus numerosas variantes: Palabras que construyen nuevas subcategorías del amor, como si este fuera compartimentable, como si con su materia prima pudieran diseñarse espacios controlados en donde desplegar tan solo una parte del amor de forma contenida y limitada. Nos hemos lanzado a una operación de lenguaje prolífica e incesante con la que reconfigurar el paisaje de nuestras relaciones “amorosas”, confirmando, por si había alguna duda, que los seres de hoy y los de mañana ya están dispuestos a vivir el amor por su discurso.
¿Y dónde queda el otro en la fórmula? Intentemos evitar el eterno discurso poético de la reivindicación del otro y pensemos que si el otro es esa ilusión que emerge del discurso de quien nos habla, muy similar entidad tendrá ese amor del otro, la ilusión que se desprende de su discurso de amor. Y si lo uno valía, convalidado, además, por la dimensión de lo real que lo acompaña en su presencia, misma validez debiera cobrar el amor del otro como ilusión que sostiene sus signos de amor. Con el paso del tiempo, pareciera que la reivindicación de esa causa primera, puramente emocional, espontánea e impuesta para el propio individuo, a la que llamábamos amor, bien pudiera ser tan solo un acto de fetichización, como si la reclamación de su presencia real en el otro, aunque no modificara en absoluto el discurso que nos dedica, empezara a ser no más que una caprichosa exigencia o, incluso, un mero acto de narcisismo cada vez más evidente.

Faramallas con las que distraernos de la protesta principal, pensarán algunos, que no es otra que apuntar a que la hipertrofia del discurso no puede compensar la inexistencia de aquella causa primera, misteriosa e ingobernable, pero lo cierto es que la sociedad actual apunta maneras y deja entrever con claridad hacia dónde se dirige. La tecnología promete pasar del personaje de Samantha del que se enamoró Theodore en “Her”, al robot que devuelve a la vida a Ash, el novio fallecido de Martha en el capítulo 2×01 de la serie de tv “Black Mirror”, para el que toda su comparecencia, sus palabras, sus movimientos, su comportamiento, etc., es un discurso y su soporte físico. La pregunta restante es si este ejercicio lingüístico, entendido de forma amplia, con el que parecemos ser capaces de multiplicar el amor, supone su muerte.
Si el amor se vuelve “articulable”, ¿es el fin del amor? Porque la duda de si aún así lo querremos o no, parece que ya se ha esclarecido:
Bibliografía
(1) Seminario nº20, “Aún”, Jacques Lacan. 1972-73.
(2) “El arte de amar”, Erich Fromm (1956).
(3) “Elogio del amor”, Alain Badiou (2011).
Fotograma de la serie Black Mirror