Amar el arte es amarse.
Es buscar las piedras del camino que aún no existe, que te inventas. Sólo tú lo ves. Los demás te preguntan “¿Dónde vas?” y tú respondes con total seguridad: “¿Acaso no lo veis? ¡Es más que evidente! ¡Mi camino está ahí delante!”. Entonces ellos vuelven a girar su mirada hacia donde apuntas con decisión… y lo único que ven es el vacío.
Seguir el camino del arte es seguir a esa nada… y al todo.
Es dejar a un lado la voz de la autocrítica y dejar que las cosas pasen. Es un corazón invisible, repitiéndose una y otra vez, sin detenerse, con un latido imparable e imponente.
Puedes amar a un hijo, entregar tus energías de vida a cuidarlo, criarlo y alimentarlo. Sufrir cuando no te escuchan, hacer cosas que sabes que serán buenas para ellos, pero en una forma en la que ellos aún no pueden comprender. Aguantar pataletas, desplantes, malas contestaciones … pero un “Te quiero” suyo lo sana todo. O a veces, es un beso o un abrazo, una sonrisa o una mirada. Te conmueven hasta lo más profundo como ser humano. Entonces te miras atrás y te dices, «Por esto merece la pena».
Pero en el arte… en el arte no hay medias tintas. Hay alegrías claro que sí. Pero también una enorme duda. Hay objeto y sujeto (el artista y su obra), que se convierten en padre o madre y su multitud de hijos. Pero estos nunca están a la altura, nunca son suficientes. Siempre pedirán más y siempre esperaremos más de ellos.
Frente a la creencia popular de que el arte baja de la inspiración divina, o de que quizás está reservado para aquellos tocados por la varita de la locura (aunque esto quizás tenga su punto de cierto), está la realidad del trabajo diario del artista. Ese artista que en un momento dado más que artista es artesano, puesto que debe repetir sus acciones para pulir su técnica, probar, equivocarse. Es un profesional que debe estudiar y conocer el trabajo de otros, leer libros para inspirarse, visitar museos, aprender a hablar de su obra, saber cómo venderla, cómo promocionarla, cómo llegar a los demás. Aceptar trabajos con los que puede que no esté muy de acuerdo y negociar para que su impronta no quede enterrada bajo los deseos de sus clientes. Y con todo ello, llegar a fin de mes.
El arte es el hijo infinito, al que amaremos con fe ciega, sudor de nuestro sudor. Errores de nuestros errores. Y aun así, poco devuelven. La mayor parte de las veces, la callada por respuesta. Lo miras, te emocionas y después te preguntas “A mí me conmueve, pero ¿y al resto?”. Tardarás años en distinguir si lo que has creado merece ser mostrado o tal vez debe ir directo a la basura … Siempre acompañados de la duda perpetua. “¿Valdrá esto la pena?”. Tras crear algo atrevido y alejado de lo contemporáneo, ¿lo criticarán como inútil, innecesario, sin técnica, nefasto o sin sentido? ¿O tal vez se abrirán por fin las puertas y un conocido crítico opinará que la obra ha puesto patas arriba el estado del arte actual?
Cuántos siguieron ese camino propio y fallecieron sin conocer la mínima gloria, sin saber cómo lo que habían creado se convertiría en legado para la historia del arte. Repasemos algunos ejemplos:
- Franz Kafka. Austriaco. Escritor. En vida, sólo llegó a publicar algunos relatos de manera puntual. Trabajó como pasante en una agencia aseguradora. Escribía con pasión y como pura terapia. Sólo gracias a la decisión de su amigo y albacea Max Brod de contravenir su última petición (quemar todos sus manuscritos), la obra de Franz Kafka es hoy uno de los trabajos literarios contemporáneos más conocidos universalmente.
- John Kennedy Toole. Americano. Escritor. El autor de La conjura de los necios, novela premiada con el Premio Pullitzer en 1981, persiguió insistentemente a varios editores tratando de que alguien publicara su manuscrito. Nunca obtuvo la aprobación de alguno de ellos. Esta negativa, frente al convencimiento profundo de Toole de que su obra merecía ser publicada, lo llevo a suicidarse con 31 años. Tras su muerte, la fuerte determinación de su madre por publicar el libro, la llevó a encontrar una editorial decidiera publicarla después de 5 años de esfuerzos continuados.
- Vivian Maier. Americana. Fotógrafa. Retrató con delicadeza la vida en las calles de Chicago, Nueva York y Los Angeles con una técnica depurada y un sentido del orden exquisito en los años 50 y 60. No tuvo formación fotográfica académica. Trabajó como niñera toda su vida y guardaba sus fotografías para su intimidad. La mayoría de sus negativos no fueron positivados durante su vida. Su obra, olvidada en el trastero que Maier alquiló para guardar sus pertenencias, fue descubierta dos años después por la persona que ganó la subasta ante los impagos del alquiler del local.
Y así, podríamos repasar las historias de otros tantos artistas. Van Gogh, Emily Dickinson, Monet, Edgar Allan Poe… O de otros que fueron perseguidos como Lorca o Miguel Hernandez.
El camino del arte es un camino ciego, solitario. Movido sólo por la fe en uno mismo, en un mundo donde la compasión no existe.
Es dolor, soledad, trabajo y recogimiento.
Pero también es realizarse. Descubrirse.
Es el gozo de ver nacer las obras por primera vez. Es abrir posibilidades de la nada y conocer rincones del alma que de otra manera resultan indescifrables.
Es dar de ti al otro.
Tener preguntas sin respuestas.
Soledades.
Amor al arte. Amor a la nada.