Todos, absolutamente todos los problemas asociados a la movilidad se resuelven estándose quieto. Basta asomar la cabeza por la ventana sobre una plaza concurrida para constatar las similitudes entre el ajetreo urbano y el trazo browniano que las partículas describen sobre la superficie de un fluido. Existe una propensión irreflexiva de los seres humanos a ir y venir, a transitar sin ton ni son, a soportar la incomodidad de viajar a destinos lejanos y, en definitiva, a rascarse y a mover el esqueleto, que siempre me ha desconcertado.
Detengámonos un segundo, verbigracia, en cuán absurdos son los atascos matutinos ⎯y su reverso tenebroso, los vespertinos⎯ en las periferias de las grandes urbes, esos embotellamientos que impelen a los poderes públicos a añadir carriles para inevitablemente acabar construyendo más vías de circunvalación o penalizar y hasta vetar el acceso al centro de las ciudades. Cuando lo lógico, y lo menos gravoso, sería poner de acuerdo a los que viven en X y trabajan en Y y a los que viven en Y y trabajan en X para intercambiar cortésmente sus domicilios o sus puestos de trabajo y que así pudieran todos ir andando, saludando a los vecinos, recogiendo flores silvestres, al taller o a la oficina. O a ninguna parte, que para eso se ha inventado el teletrabajo.
Cuánto daño ha hecho el poeta Kavafis propagando la pasmosa máxima, acogida con fervor por incontables gurús de la autoayuda, de que lo importante no es el destino, sino el viaje. ¿Se lo preguntó a Odiseo, el de broncínea loriga, o lo dedujo él solito? Porque me da a mí que eso no se lo dice a la cara, viéndole llegar a la orilla de la áspera Ítaca, al extenuado héroe fecundo en ardides, de ánimo paciente, comparable a Zeus en prudencia, etcétera, sin recibir un resonante bofetón de los que te dejan los cinco dedos estampados en el carrillo. La historia del progreso tecnológico da fe, y por algo será, de un empeño pertinaz por reducir la duración del tránsito a su mínima expresión, de ahí que hayamos pasado de la lectica romana ⎯¡Cómo la añoro, dicho sea de paso!⎯ a la cinta transportadora de los aeropuertos, al patinete eléctrico y al vuelo a reacción. Por no hablar del teléfono y de la mensajería instantánea, hastiados de comunicarnos a alaridos con el de la colina de enfrente.
Por fin, gracias a las aportaciones de los ganadores del Nobel de Física de este año, Arthur Ashkin, Donna Strickland y Gérard Mourou, las pinzas de luz y la amplificación de pulso gorjeado, tenemos al alcance de la mano el tan ansiado desplazamiento sin movimiento, es decir, el teletransporte. Se acabó jugar al Candy Crush en el metro y dar vueltas hasta enloquecer buscando aparcamiento. Ya podemos vaciar la bodega del bar en un suburbio remoto y echarnos a dormir la mona en nuestra cama sin tener que buscar un taxi de madrugada o recorrer el trayecto haciendo eses hasta la escurridiza cerradura de casa. Lo único que hay que hacer es utilizar un láser como si fuera una cucharilla para ir cogiendo nuestras moléculas de una en una y enviarlas a la otra punta de la ciudad a una velocidad próxima a c.
El cuerpo humano está constituido por el apelotonamiento de 1027 moléculas. Es un número elevado, no se puede negar, pero tampoco tanto como para que no lo pueda gestionar un procesador moderno en un tiempo razonable. Además, el 60% de nuestra masa corporal consiste básicamente en agua, así que solo habría que transferir el 40% del peso ⎯lo que reduce a menos de la mitad el tiempo de proceso⎯ y asegurarnos de tener un grifo cerca para reponer lo que falte. Y, por lo que a mí respecta, me comprometo desde ahora a no interponer ninguna demanda si por el camino se extravían algunos gramillos de sebo. Lo mismo puede aplicarse al etanol ⎯retomando la alusión a salir de noche⎯ o a un eventual cálculo renal. Y echen a volar la imaginación. Como puede verse, el teletransporte solo ofrece ventajas y las dificultades técnicas son, en comparación, casi irrelevantes.
El aparataje indispensable es exiguo e implica un coste increíblemente módico: algunos ordenadores que maniobren los rayos láser, una red de tubos o caños por los que transiten las moléculas en fila india ⎯en las ciudades disponemos de cañerías de sobra y, a veces, incluso tendido de fibra óptica, que a lo mejor también podría servir, eso hay que preguntarlo a los expertos⎯ y un puñado de impresoras 3D prestas a recomponer a los teleportados de forma análoga a como se elaboran los churros con la manga pastelera. Sin olvidar el mencionado grifo conectado al servicio de agua corriente, por supuesto. Para salvaguardar la instalación de la intemperie y que no parezca que alguien la ha dejado tirada en medio de la calle el día de la recogida de trastos viejos, es aconsejable alojarla en el interior de alguna suerte de entoldado, cuchitril o garita. Pero tampoco esto ha de suponer un gasto adicional: la mayoría de grandes ciudades disponen de una red más o menos extensa de urinarios públicos cuyo uso se verá significativamente menguado en cuanto los potenciales usuarios descubran que pueden usarlos, cual puerta mágica, para entrar en el baño de casa sin solución de continuidad, quedando, pues, los mingitorios callejeros, a disposición de su reconversión en flamantes cabinas de teletransporte.
Confirmadas las virtudes del invento, su irrebatible provecho en la batalla contra la congestión vial, el ruido y la polución y, de forma más palmaria si cabe, su viabilidad económica, al alcance de cualquier municipio mediano ⎯no hay más que reciclar infraestructuras ya amortizadas y adquirir cuatro cachivaches en una cadena de electrodomésticos⎯, cuesta imaginar con qué pretexto un poder público sensato rehusaría su implementación inmediata y a la voz de ya. Tan solo acierto a colegir uno, el inherente a cualquier transformación radical de los usos en el transporte: la previsible pérdida de empleos vinculados a los procedimientos actuales de movilidad. Sin embargo, siendo este un reparo comprensible, cabe señalar que tampoco ha de suponer un perjuicio real: así como el reemplazo de la tracción animal por vehículos a motor supuso una destrucción inicial de puestos de trabajo ⎯en el campo, en las caballerizas…⎯, en muy poco tiempo esta se vio compensada por la creación de un amplio repertorio de empleos nuevos ⎯en las fábricas, en los talleres de reparación, en las gasolineras….⎯ cuyo número superó con creces a los anteriores. En general es muy difícil, casi imposible, describir con anticipación un panorama laboral asociado a un cambio de paradigma tan drástico como el que vendría impuesto por el teletransporte ⎯aventurándonos a ello estaríamos adentrándonos irresponsablemente en el terreno de la ciencia ficción⎯. Pero me atrevo a augurar, como mínimo, la reaparición de un oficio entrañable, tristemente desaparecido en España en los albores del último cuarto del siglo XX: el de sereno.
Los únicos riesgos del teletransporte podrían derivarse de su mal uso y, frente a ese peligro, no cabe duda de que será menester restituir la figura del sereno, quien, pertrechado con sus tradicionales aparejos, el garrote, el silbato y el manojo de llaves maestras, velará por el uso adecuado de las instalaciones y, ya de paso, por la buena conducta general, cosa que nunca está de más; alertará de posibles actos de vandalismo ⎯y, en su caso, los malogrará con su imponente presencia⎯; custodiará el acceso a las cabinas; nos proveerá de cambio en monedas pequeñas cuando solo dispongamos de billetes y la ranura de cobro no los acepte; anunciará puntualmente la hora a viva voz y, tan importante o más, velará por el aseo del habitáculo, espantando con su gorra las moscas que hayan accedido inadvertidamente a su interior ⎯se conoce que las consecuencias de teletransportarse junto al ADN de una mosca son aciagas y terriblemente embarazosas.
Cierren los ojos e imaginen conmigo. Una gran ciudad, puede ser cualquiera, la suya, la mía. Madrid, por ejemplo: un horizonte de cielos transparentes y nubes algodonadas, libre de humos, de embotellamientos y del estruendo de los motores; aceras sin bolardos, calles sin aceras; niños jugando a la gallinita ciega en la intersección de Alcalá con Gran Vía, rayuelas pintadas en el asfalto de la Castellana; los académicos de la RAE votando la supresión de la entrada “prisa” del Diccionario; moléculas orgánicas brillando en la oscuridad más allá de la Puerta de Toledo; la orgullosa silueta del sereno, solícito y avizor, recortada en el crepúsculo junto a su garrote. Un edén de rayos láser y casticismo madrileño impensable hasta hace dos días, pero ya posible. Sueño con ese futuro que no tiene nada de quimérico, que solo requiere de un poco de voluntad política, y deseo su pronta realización, por lo que hago desde aquí un llamamiento a nuestros representantes, a los gestores de la cosa pública, para que se pongan sin más demora manos a la obra y sean conscientes de que la posteridad los contempla, implacable.