Edwin S. Porter había dado un paso más allá que Georges Méliès en Viaje a la luna (Le Voyage dans la lune, 1902) cuando rodó Asalto y robo a un tren (The great train robbery, 1903) ya que, con apenas una decena de secuencias y casi diez minutos de duración, concibió una historia en la que abandonaba las formas de los tableaux vivants en beneficio de la continuidad entre planos y secuencias a través de la relación de los elementos que participan en la propia acción. Además, con ese plano final de Justus D. Barnes elevando su revólver y disparando frente a la cámara Porter parecía provocar al público poniendo de manifiesto la capacidad de interacción del cine más allá de ser un vehículo de mero entretenimiento. Pero además de prefigurar las primeras pautas del lenguaje narrativo cinematográfico, el film de Porter inaugura un nuevo género, el western, y casi prácticamente al mismo tiempo que nace el cine, ya que la primera proyección de los hermanos Lumiére tuvo lugar ocho años atrás, el 28 de diciembre de 1895 en París y teniendo en cuenta que durante los primeros años las filmaciones en bobinas de apenas un minuto de duración reflejaban simplemente la realidad circundante, siendo el citado Méliès uno de los primeros pioneros en ver las posibilidades del nuevo medio para crear historias de ficción.
Además, en 1907, cuatro años después del rodaje de Asalto y robo a un tren, Oklahoma se convirtió en el estado número 46 de la Unión, como Nuevo México y Arizona lo harían en 1912 y Alaska y Hawaii, los dos últimos que se anexionaron, lo hicieron en 1959. Es decir, que en cierta manera el western posee la peculiaridad de que surgió cuando la nación aún proseguía su fase de formación pero en una época en la que la epopeya del salvaje Oeste irremediablemente sucumbía a su ocaso. Algo que Sam Peckinpah mostró desde la metáfora en films como Grupo salvaje (The wild Bunch, 1969), ambientada en 1913 durante la Revolución Mexicana o La balada de Cable Hogue (The ballad of Cable Hogue, 1970) cuya trama transcurría unos años antes, en 1908. Dos películas que ponían de manifiesto que los tiempos estaban cambiando, que los viejos cuatreros ya no tenían cabida en un mundo en plena transformación en el caso del primer título o que el progreso terminará devorando un modo de entender la vida como ponía de manifiesto de forma alegórica la segunda, cuando un automóvil atropella al protagonista.
Si anteriormente la literatura, de la mano de nombres como Fenimore Cooper o Zane Grey entre tantos otros, había prefigurado las pautas temáticas del western contribuyendo a mitificar la conquista del Oeste magnificando las hazañas de aventureros, forajidos, exploradores o militares, el cine recupera la nostalgia de aquella epopeya cuando algunos de sus nombres legendarios aún siguen vivos como el propio William Frederick Cody, más conocido como Buffalo Bill (1846–1917), quien goza de enorme popularidad con su espectáculo circense Buffalo Bill’s Wild West que creó en 1883 —y en el que participarían otras figuras míticas como Toro Sentado, jefe indio quien unió a otras tribus organizando el contingente que acabó con el Séptimo de Caballería del General Custer en la batalla de Little Big Horn, la célebre tiradora Anne Oakley o la exploradora Calamity Jane—, como Gerónimo, el jefe apache fallecido en 1909 o Wyatt Earp, quien murió, ya octogenario, en 1929, y famoso sheriff que participó en el célebre tiroteo en el O. K. Corral en Tombstone y que tantas veces su figura se llevó a la gran pantalla. Incluso aún los hay que en esa época siguen activos como los asaltadores de bancos y trenes Butch Cassidy y Sundance Kid que abandonan los Estados Unidos en 1901 para viajar a Sudamérica, continuando con su carrera delictiva hasta su muerte en Bolivia en 1908 y cuya biografía narra Dos hombres y un destino (Butch Cassidy and the Sundance Kid, George Roy Hill, 1969) protagonizada por Paul Newman y Robert Redford.
Sin embargo, en los primeros westerns prima la propia acción en sí misma, estableciendo las pautas y los arquetipos clásicos —el héroe solitario, el sheriff, el villano, etcétera—, al mismo tiempo que surgen las primeras estrellas como Gilbert M. Anderson que creó el primer cowboy de la pantalla, Broncho Billy. Después vendrán Tom Mix o William S. Hart entre tantos otros. Además en el Hollywood primigenio se recurre a los propios indios nativos sea como actores o como asesores, como hizo David Wark Griffith, el cineasta que asentó las bases del lenguaje cinematográfico, y que filmó varios westerns como A squaw’s love (1912) en que narra una historia de amor entre indios, o Thomas H. Ince quien dirigiría numerosos títulos del género como Blazing the trail (1912), además de ser productor de más de una cincuentena de títulos que interpretó el citado William S. Hart quien también dirigió una buena parte de ellos.
El western se convierte desde un primer momento en uno de los géneros predilectos del público, rodándose multitud de films que acaban repitiendo, en su mayoría, tanto los arquetipos como los esquemas argumentales, a pesar de que hubo dos películas en la etapa del cine mudo que imprimieron un giro estilístico al género como fueron La caravana de Oregón (The covered wagon, James Cruze, 1923), en la que su trama, alejada del modelo tradicional adquiere una dimensión épica por su realismo al abandonar el decorado clásico y rodar en los grandes espacios naturales; y El caballo de Hierro (The iron horse, 1924) en la que John Ford, siguiendo unas directrices similares a la anterior, narra la construcción de la Union Pacific que, junto con la Central Pacific, unirán las dos orillas del continente americano. Tímidamente, el paisaje empieza a convertirse en un “personaje” más que en un mero decorado.
Pero, a pesar de estos dos hitos, con la llegada del sonoro, las producciones del oeste siguen manteniendo las mismas directrices con nuevos héroes que, como los anteriores, mantienen un vestuario pulcro e idealizado como Tim McCoy, Buck Jones o Roy Rogers por citar algunos de los más conocidos. Y aún así, de manera aislada, de tanto en tanto, surgen producciones que retoman ese carácter de epopeya en títulos como La gran jornada (The big trail, Raoul Walsh, 1930) y que consagra a un joven John Wayne o Cimarrón (Wesley Ruggles, 1931) que narra la ocupación de los colonos de Oklahoma en 1889 y film que ganaría un Oscar a la mejor película; o Unión Pacífico (Unión Pacific, Cecil B. DeMille, 1939) que recupera los hechos históricos de El caballo de hierro. De hecho, en este mismo año de 1939, John Ford rodará La diligencia (Stagecoach) proporcionando un nuevo giro conceptual al género imprimiendo un carácter psicológico a la trama ya que narra las conflictivas relaciones de un grupo de seres durante un accidentado viaje en diligencia.
Aspectos que propiciaron un nuevo impulso al género con una serie de frescos que, desde variados puntos de vista, narraban diferentes aspectos históricos sobre el nacimiento de los Estados Unidos: Espíritu de conquista (Western Union, Fritz Lang, 1941) cuya trama gira en torno a la construcción del ferrocarril, Corazones indomables (Drums along the Mohawk, John Ford, 1939), sobre los primeros colonos, El forastero (The westener, William Wyler, 1940) sobre el enfrentamiento entre agricultores y vaqueros y en el que aparecía la figura del juez Roy Bean a quien encarnaba Walter Breenan, Paso al noroeste (Northwest passage, King Vidor, 1940) un film que recrea la expedición de un regimiento de rangers encabezado por Spencer Tracy; o Murieron con las botas puestas (They died with their boots on, Raoul Walsh, 1941), idealizado retrato del General Custer a quien ponía rostro Erroll Flynn. Según Georges–Albert Lastré y Albert–Patrick Hoarau, en el western «se llevaron a cabo, o se pusieron en escena, el primitivismo agrícola, la fiebre del oro y la construcción de la vías de comunicación, el debate moral entre derecho natural y derecho civil, el proyecto de civilización derrotando al «salvajismo», así como, inversamente, el apasionado descubrimiento de la no civilización, de la virginidad del mundo» (El universo del western, Editorial Fundamentos, 1976, pág. 26).
Pero además, a partir de esta época el western, más allá de la propia acción en sí misma, comienza a mostrar las fisuras del héroe y sus conflictos internos como en el caso de La pasión de los fuertes (My Darling Clementine, 1946) o Fort Apache (1948), ambas de John Ford, Cielo amarillo (Yellow sky, William A. Wellman, 1948) Río Rojo (Red River, Howard Hawks, 1948), Solo ante el peligro (High noon, Fred Zinnemann, 1952), Raíces profundas (Shane, George Stevens, 1953), La pradera sin ley (Man without star, King Vidor, 1955), el ciclo de cinco films dirigido por Anthony Mann y protagonizado por James Stewart —Winchester 73 (1950), Horizontes lejanos (Bend of the river, 1952), Colorado Jim (The naked spur, 1953), Tierras lejanas (The far country, 1954) y El hombre de Laramie (The man from Laramie, 1955)—, o los siete westerns de Bud Boetticher con Randolph Scott como protagonista entre los que destacan Seven men from now (1956), The tall T (1957) o Comanche station (1962). El western transita por territorios psicológicos, porque sus personajes, lejos de los héroes de antaño, se convierten en seres humanos enfrentados a sus propios dilemas.
Y es a partir de la década de los sesenta cuando se inicia un período revisionista que, además de plantear otros puntos de vista ideológicos alejándose de la concepción tradicional del género, hace uso de nuevos elementos narrativos y estéticos, caso de Arthur Penn, cuya mirada crítica pone en cuestión algunos mitos que parecían intocables como en El zurdo (The left–handed gun, 1958) en el que desmitifica la figura de Billy el Niño a quien encarnó Paul Newman o Pequeño gran hombre (Little Big Man, 1970) en la que, a través del protagonista nacido blanco pero criado por los indios y a quien ponía rostro Dustin Hoffman, desmonta algunas figuras legendarias como la del propio General Custer así como pone de relieve la cuestión racial y el genocidio llevado a cabo por el hombre blanco, un tema que dos décadas antes había apuntado Flecha Rota (Broken arrow, 1950) de Delmer Daves, y tema que retomará Ralph Nelson en la más discreta Soldado Azul (Soldier blue, 1975). La figura del indio comienza a adquirir otra representación lejos del tradicional rol de ser el enemigo con el que había que acabar.
Al mismo tiempo, algunos veteranos cineastas comienzan a retratar la progresiva desaparición de los valores y los símbolos como el propio John Ford con títulos como Dos cabalgan juntos (Two rode together, 1961), El hombre que mató a Liberty Valance (The man who shot Liberty Valance, 1962) o El gran combate (Cheyenne Autum, 1964), como Howard Hawks en El dorado (1966) o Henry Hathaway en Valor de ley (True grit, 1969) prefigurando los elementos que darán lugar al western crepuscular del que el citado Sam Peckinpah será uno de sus máximos exponentes. No solo se alejará del pasado épico sino que retrata la decadencia de unos seres, en su mayoría viejos cowboys, enfrentándose a unos nuevos tiempos donde ya no tienen cabida como sucede en Duelo en la Alta Sierra (Ride the High Country, 1962), las mencionadas Grupo salvaje y La balada de Cable Hogue o Pat Garrett y Billy the Kid (Pat Garrett and Billy the Kid, 1973). Y habrá incluso otros cineastas como Monte Hellman que llevará el género por territorios más abstractos y metafísicos en los dos títulos en los que dirigió a Jack Nicholson, El tiroteo (The shooting, 1966) y A través del huracán (Ride in the whirlwind, 1966).
Paralelamente, al otro lado del Atlántico, o más bien en tierras de Almería, surge el spaghetti–western de la mano de Sergio Leone con la denominada trilogía del dólar —Por un puñado de dólares (Per un pugno di dollari, 1964), La muerte tenía un precio (Per cualche dollaro in più, 1965) y El bueno, el feo y el malo (Il buono, il bruto, il cattivo, 1966), protagonizadas por Clint Eastwood y acompañadas con la música de Ennio Morricone—, que ofrecía una nueva visión del género marcada por una estética realista y sucia, con altas dosis de acción y violencia además de retratar a unos personajes oscuros y aparentemente carentes de moral. Una forma de hacer que sería imitada hasta la saciedad. De hecho no solo Leone acabaría rodando en Estados Unidos Hasta que llegó su hora (C’era una volta il west, 1968) cuando el spaghetti western comenzó a decrecer, sino que el propio Eastwood importaría algunas de sus formas y sus maneras a Hollywood, no solo presentes en algunos films que protagonizó como Dos mulas y una mujer (Two mules for Sister Sarah Don Siegel, 1970) sino en los que dirigió él mismo, caso de Infierno de cobardes (High plains drifter, 1972), El fuera de la ley (The outlaw Josey Wales, 1976) o El jinete Pálido (Pale rider, 1986) que en cierta manera prefiguraba su obra maestra Sin perdón (Unforgiven, 1992), película que en cierta manera haría renacer un género caído casi en el olvido a lo largo de las décadas de los setenta y ochenta a pesar de que se rodasen algunos títulos como el citado El jinete pálido o Silverado (Lawrence Kasdan, 1985). Un declive en el género que tuvo su hito en La puerta del cielo (Heaven’s gate, 1980), en su día incomprendida pero hoy en día un clásico que tuvo un significado paradigmático ya que supuso un estrepitoso fracaso que hizo tambalear a la United Artists.
Paralelamente hubo films que utilizaron los esquemas del género del oeste aunque trasladados al mundo contemporáneo, caso de Lone star (1996) de John Sayles o, ya entrados en el siglo XXI, Los tres entierros de Melquíades Estrada (The three burials of Melquiades Estrada, 2005) dirigido y protagonizado por Tommy Lee Jones quien más tarde concebiría otro magnífico western como Deuda de honor (The homesman, 2014). Y aún así, hubo otros ejemplos que parecían tratar de rescatar el western desde las premisas clásicas como Bailando con Lobos (Dance with the wolves, 1990) de Kevin Costner, aunque hubiese de tanto en tanto películas que navegaban por directrices más existencialistas como la excelente Dead Man (1995) de Jim Jarmusch de quien el crítico de cine J. Hoberman llegó a apuntar que es el western que le hubiese gustado rodar a Andrei Tarkovski.
Pero en lo que va del siglo XXI, la producción de westerns continúa siendo minoritaria, incluso más bien esporádica, aunque se hayan filmado excelentes títulos como El asesinato de Jesse James por el cobarde de Robert Ford (The assassination of Jesse James by the Coward Robert Ford, Andrew Dominik, 2007), Pozos de ambición (There will be bloood, Paul Thomas Anderson, 2007), El tren de las 3:10 (3:10 to Yuma, 2007) remake del clásico film de Delmer Daves dirigido por James Margold, Appaloosa (Ed Harris, 2008), Valor de Ley (True grit, 2010), remake del film de Hathaway llevado a cabo por los hermanos Coen, Meek’s cutoff (Kelly Reichardt, 2010) o Django desencadenado (Django unchained, Quentin Tarantino, 2012).
¿Y el futuro del western? Quizá, en la actualidad puede parecer un género caduco y quizá, de tanto en tanto, aparezca algún nuevo título. Pero lo que sí es una realidad es que muchos de sus códigos, de sus estructuras, subsisten en films de otros géneros como el policiaco caso de No es país para viejos (No country for old men, Joel y Ethan Coen, 2007) o la más reciente Comanchería (Hell or high wáter, David Mackenzie, 2016) que cuenta con un Jeff Bridges en estado de gracia.
Ilustraciones de Juanma Samusenko