¿Qué es lo que estamos a dispuestos a perder cuando perfeccionamos la movilidad? ¿No estaremos olvidando el valor antropológico y subjetivo de cuanto hace obstáculo?
Porque, dicho de otra manera, ¿y si eso que llamamos vida fuera lo que se cifra, precisamente, en la lidia del espacio y del tiempo? Y es que quizás estemos articulando una excesiva divinización de la movilidad bajo el modelo de una digitalización del mundo que, en realidad, ni sabe de la vivencia del tiempo y el espacio, ni tiene que ver con lo específicamente humano. No se trata de poner en valor la intolerancia, los atascos o las interrupciones en las líneas del metro, ni de pontificar sobre el valor de la inmovilidad, pero sí al menos tratar de visibilizar la relación que la dificultad de la movilidad guarda con la vida misma, cuánto de ella se juega en el estrago del movimiento y cómo un culto irreflexivo a la movilidad supone una profunda pérdida que acusamos, en realidad, sin ni siquiera darnos cuenta. Pero eso sí, no cometamos el error de leer lo que sigue en términos de movilidad urbana, sino desde todas las posibles formas de movilidad. De hecho, las que más importan.
Hablamos del estorbo, de la poética del obstáculo, pero no como la búsqueda del reverso siniestro de lo móvil, sino como la insondable apertura que se juega en el campo semántico del impedimento y el desbarate, la errata y la interferencia que hacen tambalearse al sueño de la movilidad perfecta. Si la utopía de la movilidad es la desnudez de la línea recta que une dos puntos, muchos han sido los movimientos artísticos y culturales que durante décadas han tratado de contrariar a la inmediatez, de poner en valor el meandro, el temblor inconveniente de la línea en la que, sin embargo, se juega la huella de la condición humana. Por ejemplo, contra quienes entendían la movilidad óptima como el apoteosis de la línea y de su eficacia económica, aparecieron las intenciones de otras prácticas como “la deriva” (Debord, 1957), que el surrealismo abrazó impulsando el vagabundeo, el deambule, el recorrido psicológico que no sabe de eficiencia y que se entrega a la vivencia subjetiva de los lugares, la oportunidad del extrañamiento, del encuentro, de la sorpresa, de la confusión.
De hecho, en los debates actuales sobre la movilidad urbana y su futuro, entre las mil ideas y propuestas para mejorar nuestra forma de movernos, no falta nunca una voz discordante que, siquiera al final del todo, reclama el valor del trayecto mismo, del propio desplazamiento, como la oportunidad de una experiencia que si bien cobra cierto sentido por el hecho de llegar a algún sitio, no lo requiere necesariamente. Pero, ¿acaso no es el trayecto mismo, por su mera existencia, un impedimento para la utopía de la movilidad perfecta, tal como se entiende desde el pensamiento actual de la movilidad urbana? ¿No hemos comenzado a tratar al “trayecto” en sí mismo como a un sospechoso capaz de boicotear nuestro sueño del teletransporte? ¿No vemos, entonces, que hay un sustrato humano bajo las labores de diseño de la movilidad urbana, que clama por una revisión profunda de la experiencia en sí, por una reformulación de la movilidad donde quepan el deseo y la distracción, o incluso el ralentí?
La dificultad de movimiento, su estrago, es el espacio del deseo, el gap que se abre entre un punto de inicio y uno de final, o mejor, entre el punto del presente y su quimera del horizonte, que abre el arco de la vida misma. Aunque sea ya casi tópico apuntarlo, dicho gap es prácticamente una metáfora de esa “negatividad” tan necesaria que alguno de nuestros filósofos contemporáneos reclaman para atajar los síntomas del exceso de positividad, relacionado incluso con la depresión, es decir, con la pérdida del deseo. Una negatividad terapéutica, un meandro que demora una entrega, que hace esperar al deseo, que abre un espacio de tensión que construye valor. En los desplazamientos, un lapso que configura al propio destino, que le proporciona un valor interior, y que hace posible la alegría del llegar. Porque, ¿cómo, si no en el juego del lapso, podemos vivir la esperanza de la partida, o la íntima conexión interior durante el largo llano del viaje, o la exaltación de la inminencia de la llegada? Fases, todas ellas, que el cine nos ha devuelto y nos ha hecho sentir muy profundamente, forjando incluso un subgénero propio, el de las “road movies”, pero que también se hace presente, por ejemplo, en la clásica sucesión de movimientos de las sinfonías musicales, o en la literatura. ¿Lloraríamos al final de una novela si pudiéramos leerla y comprenderla a velocidad digital?
Gaston Bachelard ya enunció aquella idea sobre “los caminos del deseo”, esos senderos abiertos por la repetición del caminar de las personas y que sin intervención tecnológica alguna, sin embargo, señalan los lugares que (nos) hacen sentido, dejando a su paso las huellas de nuestra falta. Nos vamos dando cuenta de cómo nuestro sueño actual de movilidad arrastra la huella capitalista de una visión socioeconómica del movimiento que atiende a la producción y al cumplimiento de la agenda, lisa pared a la que no se adhiere el deseo humano, que termina cayendo fuera. El estorbo es la condición del deseo, y conviene buscar la forma de trenzarlo a las teorías actuales de la movilidad, siquiera como algo que no se ha de erradicar del todo, como un ingrediente necesario para el camino cuando son personas las que lo recorren.
¿Y no les parece que el propio acto creativo entraña también una forma muy singular de movimiento, una probablemente diferente a cualquier otra, cuya condición es el desasosiego de la travesía? Y es que hay en el crear algo de un desplazamiento íntimo, por más que su topología no admita medición alguna, que conduce a un interior a menudo tan oscuro como la inquietud que nos impulsa, y del que el artista vuelve, si tiene suerte, con un puñado de signos con los que cifrar algo de cuanto causó su angustia. Hay un ida y vuelta cuyo lapso no da cuenta de la dimensión de su vivencia, pero sí nos da la pista sobre la necesidad de movimiento, de traslación, de un “antes” con el que el “después” no guarda correspondencia, un “lugar distinto”, y por tanto, una clase de movimiento. Para que haya una creación, debe haber una partida y algo de un encuentro, justo porque no todo lo que somos se nos brinda en el aquí, sino que intuimos una parte en algún lugar que supone un “alcance”. Una creación sin desplazamiento sería un no-trayecto, un no-deseo, y desde luego solo se daría en un ámbito ajeno a lo propiamente humano. Dicho de otra manera, quién sabe si no será en la estrechez de movimientos que convoca la creación, en la dificultad de su trayecto, y solo en ella, donde se obra la transformación necesaria de uno mismo para poder volver a la vigilia más sobria portando las huellas artísticas de la experiencia.
Eso sí, no todas las inmovilidades son iguales. Piensen, por ejemplo, en la ciega inmovilidad que se juega en el exceso de movilidad tan propio de nuestro tiempo. ¿Acaso no es, por cierto, una de las más oclusivas y eficaces formas de inmovilidad, y que sucede mientras pensamos que nos movemos? Pasa que en el trajín permanente, en el “de allá para acá”, creemos intuir el umbral de una transformación que se nos obrará y que nos dará a ver, por fin, la luz que esperamos; pero lo cierto es que suele conducirnos más a menudo a una obstinada fijación a un aquí y un ahora que por disfrazarse de movimiento, termina ocultando toda una forma propia de sujeción. A menudo, es necesario parar, tomar conciencia, elegir de verdad un camino y no dividirnos pretendiendo recorrerlos todos con nuestra propia fragmentación. La multiplicación de la movilidad y de sus vericuetos suele tener, más bien, el efecto contrario. Todo un tópico pero, ¿acaso no es esa la “inmovilidad” que provoca el “móvil”? ¿Nos moviliza el móvil? ¿No se sienten tentados, siquiera en su silencio más sincero, de empezar a culpar al aparato de algunas de sus incapacidades para moverse… de nuevas formas y en nuevas direcciones?
¿Y si la movilidad más determinante se diera solo como resultado de la mayor de las detenciones? Fíjense, por ejemplo, en este paradójico efecto que se produce en el cine y que tiene relación con la movilidad… ¡de la cámara!, y que nos sirve para pensar la nuestra propia como espectadores. ¿No cabría pensarse que si un cineasta aumenta la movilidad de la cámara o multiplica el número de ‘posiciones de cámara’, en definitiva, la cantidad de planos con los que se confecciona un film, alcanzaría un mayor nivel de narrativa cinematográfica? Dicho de otra manera, ¿la movilidad de la cámara es equiparable a, o causa de, una mayor narratividad fílmica? No solamente no es así, sino que muy frecuentemente, una mayor cantidad de planos va acompañada de una cierta pérdida en la capacidad para narrar. Y, de hecho, solo hay que tener en mente cómo el cine contemporáneo puede recurrir a cientos de planos para mostrar una multitudinaria pelea de personajes o una espectacular persecución de coches…

… frente al cine clásico que, con muchos menos planos, desplegaba a menudo una narratividad apabullante:

En su extremo, paradójicamente, ¿no es, precisamente el quieto gesto de la confusión y del asombro la huella más inapelable del movimiento más auténtico?:

Un extraordinario movimiento interior que solo fue posible precisamente volviendo del mayor estrago imaginable, la propia muerte; o como lo enunciábamos antes, la movilidad más determinante que sigue a la más intensa de las detenciones. Exagerando, casi podríamos decir que el plano fijo es prácticamente una condición para reflejar los cambios y movimientos más cruciales, o al menos su huella. Por el contrario, puede que fuera en la lógica del espectáculo vertiginoso, allí donde las imágenes se aprietan en un torrente imparable, allí donde parece suceder la más incontenible movilidad, donde se pretende ocultar la ausencia del auténtico movimiento.
¿Y qué me dicen de la importancia de la inmovilidad, o al menos de su dificultad, en lo que se refiere a la identidad de cada uno? ¿Acaso no requiere esta de, al menos, la voluntad de sostener y retener algo de nosotros mismos que no bascule enteramente en función de las circunstancias? Pareciera que nuestro tiempo se ha encomendado locamente a la máxima publicitaria de la liquidez, cuando en realidad ello conllevaría la aniquilación de toda posición interior que pueda sobrevivir al encuentro con la realidad y con el otro. ¿Qué posibilidad hay de ser un otro para el otro sin sostener algo de uno mismo? Bajo la etiqueta de la adaptación al entorno, hemos ensalzado la capacidad para transformarnos sin atender al valor de la voluntad de sostenernos, de mantener esa raya en el agua, condenada a desaparecer con nosotros, pero que, en su presencia, nos proporciona el sentido de nuestras coordenadas. Es más, la persistencia puede ser crucial para que otros puedan entender el sentido de nuestros actos, su auténtico valor.
De las ventajas de la movilidad, sabemos bien, tanto por la mejora que puede suponer, como por el espacio que abre para el otro pero, ¿no estaremos cayendo en el espejismo de la movilidad? ¿No estaremos olvidando y subestimando en exceso el valor antropológico y subjetivo de cuanto hace obstáculo? ¿No nos estaremos fantaseando como “seres de luz”, desprovistos de cuerpo, entregados a un ideal de transformación y movilidad para el que el cuerpo, el campo del obstáculo, es absolutamente irrenunciable? Quizás, esta que perseguimos en nuestra más acendrada fantasía del teletransporte, no sea en realidad la movilidad que deseamos, en la que, por cierto, no puede dejar de haber una pizca de inmovilidad. ¿O incluso más?