Como todo proyecto político de luces largas, la Unión Europea está cargada de mitos inspiradores. Hay uno fundamental que le acompaña desde su fundación y se renueva continuamente: la libre circulación de personas.
Con la caída del muro de Berlín y el posterior Tratado de Maastricht, Europa se vanagloriaba de ser el mayor espacio de libertad de movimiento del mundo. Esta ficción se mantuvo, al menos a los ojos del gran público, hasta 2015. Con el estallido ese año de la mal llamada crisis de las personas refugiadas, a Europa le sangraron las fronteras y le brotaron las alambradas. En pocos meses se levantaron varias decenas de muros interiores, se cerraron puestos fronterizos y se erigieron vallas por lugares de tránsito de las y los migrantes. Pero no solo.
Porque los muros no se construyen solo con cemento y concertinas, sino también y sobre todo desde el miedo: ese ingrediente fundamental para convertir lo extraordinario en norma aceptada socialmente.
En estos años hemos visto levantarse muros en fronteras donde no ha pasado ni un solo migrante, mientras la acogida de solicitantes de asilo se colaba como primer tema de campaña electoral en países que no habían recibido ni una sola solicitud de asilo. Vivimos un populismo de las vallas funcional a un empuje nacional-xenófobo que hoy recorre Europa cual fantasma del pasado.
Y decimos “mal llamada” crisis de las personas refugiadas porque, primero, más allá de ser una crisis de refugio o un drama humanitario, es también y sobre todo una crisis política, de fronteras y de derechos. Una crisis que nos lanza una pregunta universal a la cara: ¿quién tiene hoy derecho a tener derechos?
No solo en Europa, sino en este mundo globalizado. Segundo, porque restringiéndola a una crisis de personas refugiadas, pareciera como si estuviésemos hablando de un fenómeno meteorológico por el cual, repentinamente, cientos de miles de personas hubiesen caído del cielo a las fronteras europeas.
Aceptar ese marco, ese relato, es negar las causas de esa crisis, obviar sus responsables, el cómo llegaron esas personas allí, sus motivaciones, sus miedos, sus sueños. Es negar, al fin y al cabo, que se trata de sujetos de derechos y no de meros objetos amenazantes o victimizados. Porque a los peligros se les repele y a las víctimas se les asiste, pero no se les da voz ni se les pregunta qué piensan o quieren hacer.
Mientras no cambiemos ese foco, así como las palabras y categorías que le acompañan, seguiremos asistiendo al levantamiento de muros y alambradas en las fronteras europeas como si de una excepcionalidad justificada se tratase. Y en esa normalización es donde nace y crece la lepenización de los espíritus que hoy recorre Europa.
Fotografía de Roi Dimor