Psicoanálisis y Filosofía

Franquear el umbral hacia el intruso…

José Alberto Raymondi

Es imposible obrar en el borramiento de las fronteras. Quizá ni sea apenas deseable. Sólo en la delimitación de lo ilimitado ocurre y tiene lugar lo singular de la existencia; para que haya singularidad antes tiene que haber residencia, morada. Sólo estableciendo lugares es posible el acogimiento de lo otro, su acontecimiento. Lo otro no es sin lugar. Y ese lugar desde el origen está atravesado por la imposibilidad de separar el adentro de un afuera. Ese es su fundamento. Sin embargo, el lugar no es más que ese espacio a espaciar, ese trazo que requiere de su constante re-trazado. Volver a trazar aquello que sólo subsiste en virtud de su desborde permanente, ¿no es acaso el límite, su trazado, sino la condición necesaria para su exceso? ¿Un punto de encuentro entre lo posible y lo imposible? Cualquier otra posición nos fija al marco inaugurado por Kant para concebir al extranjero en la lógica de lo racional estrictamente calculable. Es difícil no encontrar el desafío que implica sostenerse en ese espacio restringido del pensamiento para pensar hoy, una vez más, lo extranjero. Exceder esa frontera de la razón no implica salir del todo de ella. Basta con exceder su delimitación para franquear el umbral y residir en esa discordia activa de lo razonable. Ese desbordamiento del pensamiento obrado por Derrida, e inspirado en Lévinas, se sirve de la reflexión kantiana para prescindir de ella. Por nuestra parte, y sin abandonar esa lógica de lo razonable, iremos más allá para indagar en lo intruso. Nos serviremos de los trazos de Lacan y de Nancy para una reescritura de lo imposible. De eso imposible que se traza en la incondicionalidad que exige la hospitalidad de lo ajeno, del extranjero singular y radicalmente otro.

Al concebir lo extranjero, no podemos sino operar bajo la exigencia de un pensamiento de la negación. Sí, negativizar para poder admitir y dar lugar a lo inadmisible. Pero ese gesto sólo desconoce la extranjería. Lo verdaderamente ajeno exige su afirmación aún al precio de descompletarse en (a) sí mismo. De ahí su aporía, su dimensión insoportable.

Lo que se nos exige pensar se encuentra en lo que ya Rimbaud enunciaba en su decir poético: yo es otro. La otredad es irreductible e inasimilable a cualquier lógica de la igualación. Sólo tiene sentido concebir la hospitalidad, el acogimiento a la ajenidad, en razón de su imposible igualación a la identidad que pretende recibirle. Lo extranjero en tanto tal nos precede, es anterior a cada cual y desde allí nos interpela, cualquier política que se base en una supuesta tolerancia al otro, intenta desconocer esta anterioridad de la otredad, de la alteridad. ¿Qué sentido tiene la acogida si ya el extranjero habla nuestra lengua, comparte nuestra identidad? ¿Qué hospitalidad al extranjero cuando se le ha exigido entregar su extranjeridad?[1]. Cualquier política deja de ser verdaderamente democrática si sólo aspira a ser tolerante con la diferencia. Este tipo de ética universalista no sólo  atenta contra la singularidad radical del otro, sino que es la manifestación de una violencia en nombre de lo mismo. En la experiencia del otro como otro -del absoluto exterior- nos confrontamos con lo insoportable del intruso interior. En la topología de la hospitalidad las fronteras se disuelven:  vuelven en un retorno incesante. ¿Realmente se puede afirmar esa irreductible otredad, sabiendo de su amenaza incesante, de su siempre-ya presencia? ¿Se puede hacer algo diferente a reprimirla, incluso al extremo de forcluirla, repudiarla?

La aporía se encuentra en que en la constitución misma de lo propio, la ipseidad, habita esa ajenidad radical. Sea lo que sea que se erija como identidad, o entidad: Individuo, Estado, Nación no es más que la co-presencia de esa opacidad en su más íntima entraña. No hay cuerpo político, no hay cuerpo hablante, que no esté desde el origen constituido por eso otro irreductible: aunque no queramos saber de ello, y aún sabiéndolo lo ignoramos en la más fragante denegación. Por ello, tolerancia cero sería la fórmula a sostener como principio ante cualquier política que aún en su estricta lógica del cálculo y aplicabilidad claudique ante esta dimensión afirmativa de lo ajeno. En el lugar de una disposición del cuerpo político y del cuerpo subjetivo a la tolerancia, se trata de hacer en su imposible recepción -hospitalidad- un lugar para lo que ya-tiene lugar. Eso que ya tiene lugar es insabido en su ausencia: irrumpe. No se le puede acoger aún sabiéndole, por tanto, se acoge. El acontecimiento del otro, su factum, excede cualquier yo puedo: se impone. Amenaza lo instituido de cualquier yo, sea éste el del cuerpo singular, o el del cuerpo político-estatal o nacional. En última instancia lo otro en su acontecer, paradójicamente, se circunscribe a lo imposible deseable, en tanto nunca se le espera, no se anuncia. Su llegada desborda el principio de placer en los cuerpos. Y se hace con ello en la brecha abierta de la ética a la política. En ese abismo se impone un saber hacer con eso imposible que excede cualquier lógica del deber y del derecho, aunque sólo sea este marco jurídico, incluso moral, el que le de su realización efectiva. La justicia no se subsume en el derecho.

Derrida nos muestra en sus reflexiones sobre la hospitalidad y la justicia incondicional la tensión permanente con el marco de la ley y las leyes. La ley sería aquella que exige esa hospitalidad incondicional, al margen de cualquier marco normativo jurídico. Sin embargo, sólo las leyes permiten en el marco del derecho habilitar efectivamente la solicitud a lo hospitalario absoluto. La lógica que se propone, entonces, requiere según el planteamiento derrideano pasar de la invitación a la visitación. En la invitación se acoge al otro, se le recibe desde esa anticipación. El otro se somete a las normas y leyes del anfitrión. En esta lógica el otro queda desotrado; se le domestica de acuerdo a las exigencias de quien le recibe. En la visitación el otro es pura otredad, no se le espera, llega, de alguna manera el extranjero hace del anfitrión su huésped. Se invierte el sentido. Aparece lo amenazante del otro. Se nos abre un nuevo marco para concebir la hospitalidad por fuera de la tradición que rige desde la tolerancia al otro, lógica de la invitación. ¿Cómo hacerse con esa lógica de la visitación?

No se puede renunciar a lo heterónomo de la justicia porque sólo ella puede funcionar como detonante del derecho normativo. Siempre es posible admitir al otro en la medida que se le otorga el derecho a dejar su ajenidad a un lado. Que deje de ser otro para acercarse a la identidad del sujeto anfitrión: se le concede residencia, sea cual sea, mientras esté condicionada a esa renuncia imposible. De allí la violencia -hostilidad- de traducir al marco de lo propio esa irreductible otredad. Negarle es realmente expulsarle. Valdría la pena distinguir entre lo real y lo efectivo: efectivamente se admite lo que realmente se rechaza. Re-conocer en este caso sería des-conocer. Hasta ese límite nos lleva la hipercrítica del planteamiento derrideano. Nos deja en la aporía de la hospitalidad. ¿Cómo seguir…?

Este registro del desconocimiento excede el marco de la legalidad, de la voluntad política. Sólo allí aparecen las contradicciones, las aporías e impasses del calculo gubernamental (y personal). Nuestras democracias se rigen formalmente por lo posible y aún así no realizan efectivamente el marco que el derecho exige. Asistimos al colmo de la farsa democrática. Si bien las democracias  liberales, como mera forma política, están sujetas a las leyes del derecho para hacerse con el extranjero a condición de cercenar su ajenidad, aún no llegan a su efectiva realización. En la actualidad ni siquiera esa dimensión de lo posible se sostiene. Basta con leer, al visible nivel de la posverdad mediática, para constatar que ni ese semblante se sostiene. Sin embargo, no basta con restituir ese formalismo diplomático de los supuestos derechos fundamentales.

Asistimos hoy a un tiempo en el que lo extranjero abre las puertas a volver a pensar y concebir el marco de una democracia verdadera, radical, real, o sencillamente, que su nombre dé paso a un nuevo sentido. A una nueva errancia del sentido democrático. Esta democracia llevaría en su entraña el intruso desde el origen -lógica de la intrusión-, cualquier forma política que la desconozca no puede sino esperar su anulación. La democracia siempre está por venir, como el extranjero, aunque paradójicamente esté allí desde el principio. Es irreconciliable e irrealizable si se concibe desde la clausura del antagonismo. Entre el anfitrión y el huésped hay comunidad inconfesable. Quizá eso que Derrida llamó differànce. Pero ese poder del soberano –democracia- no es sino la discordancia de lo inasimilable de lo otro en mí y de lo otro en el otro. Con ello el cuerpo político, el cuerpo de la democracia se ve, fundamentalmente en Europa, estremecido por la vuelta al uno identitario que busca desconocer hasta el marco legal de los derechos mínimos de acogida al otro. En este tiempo el extranjero se erige como el nombre de lo real insoportable que siempre está al acecho porque reside en nuestra más intima interioridad.

De ello da testimonio Jean-Luc Nancy en su potente texto titulado, precisamente, El Intruso. En él da cuenta en primera persona de su operación a corazón abierto. Fue transplantado. Su corazón es el corazón de otro. Eso le dio la vida. Sobrevive a un corazón propio que en su programa vital incluía su muerte prematura. Ese corazón fue sustituido por otro. Ese cuerpo, ese sujeto, vive a partir de eso ajeno que le habita literal y orgánicamente. Ese cuerpo de Nancy se traduce al cuerpo político, al cuerpo de la democracia, al cuerpo de lo extranjero que exige esa incondicional hospitalidad.

“El intruso se introduce por fuerza, por sorpresa o por astucia; en todo caso, sin derecho y sin haber sido admitido de antemano. Es indispensable que en el extranjero haya algo del intruso, pues sin ello pierde ajenidad”[2].

La diferencia habita la mismidad. Esa frase, esa idea que desde los primeros pensadores griegos conocemos toma otro relieve, otra contundencia cuando una operación quirúrgica, en principio, una intervención técnica nos revela de qué estamos hechos. Y aún más ¿quiénes somos en la infinitud de una vida que contiene desde el origen la muerte? “Recibir al extranjero también debe ser, por cierto, experimentar su intrusión”[3]. Esa recepción es forzada, pero aún así requiere de un tipo de consentimiento que excede la voluntad. Ni el cuerpo ni el pensamiento acceden a esa llegada. Esa llegada se impone aún cuando no se manifiesta. Una vez manifiesta nos aturde, nos transforma, nos otorga otra dimensión de ese ser que no llega a serlo. Se trata de “una perturbación en la intimidad”[4].

El extranjero en su verdad, en ese carácter de ajenidad inabsorbible, se hace inconcebible. El intruso o es ajeno o no es. Y permanece irreductible en su ajenidad. El intruso revela una imposibilidad que es la única posible: “su llegada no cesa”[5]. Sin embargo, no podemos sino recibirle en esa extrañeza, en esa herida que nos impone y expone. La exigencia no se revela en esa dimensión formal-moral del imperativo. Se revela como vida/muerte. “De este modo, lo extranjero múltiple que es intrusión en mi vida (mi tenue vida jadeante que a veces resbala en el malestar, al borde de un abandono apenas asombrado) no es otro que la muerte, o mas bien la vida/muerte: una suspensión en la que ‘yo’ no tiene/no tengo demasiado que hacer”[6]. Se da un entrecruzamiento. El entre y el cruce de una vida que es cuerpo subjetivo en un órgano político que se manifiesta en su síncope. Ese cuerpo, cada cuerpo, en tanto que lógicamente no procede la exclusión de lo ajeno ni es éticamente admisible. Nada hay que nos constituya que no sea ajeno.

Quedamos, pues, en la solicitación de una democracia más intrusiva

 

 

 

Derrida J. y Dufourmantelle, A. (2006), La hospitalidad, Buenos Aires, Ediciones de la flor.

[2] Nancy, J-L. (2006) El Intruso. Ed. Amorrortu. Buenos Aires., p. 11

[3] Ibid., p. 12

[4] Idem

[5] Idem

[6] Ibid., p. 26

Psicoanálisis y Filosofía

José Alberto Raymondi

Doctor en Filosofía por la Universidad Complutense de Madrid. Especialista en Psicología Clínica. Habilitado como psicólogo sanitario por la Comunidad de Madrid y miembro de la Asociación Mundial de Psicoanálisis. Co-fundador del Centro de Psicología y Psicoanálisis: Sabere Clínica.

Compilador (con otros) del libro: Elecciones del sexo. De la norma a la invención. Ed. Gredos. Autor de varios artículos y textos publicados en diversas revistas y libros.

Coordina desde hace años un Seminario de lectura de textos de Lacan en la Universidad Complutense de Madrid.

Participa en diversos espacios de discusión sobre  actualidad y pensamiento contemporáneo. Ejerce su consulta privada en Madrid.