“Mira ese punto. Eso es aquí. Eso es nuestro hogar. Eso somos nosotros. Ahí ha vivido todo aquel de quien hayas oído hablar alguna vez, todos los seres humanos que han existido. La suma de todas nuestras alegrías y sufrimientos, miles de religiones seguras de sí mismas, ideologías y doctrinas económicas, cada cazador y recolector, cada héroe y cada cobarde, cada creador y cada destructor de civilizaciones, cada rey y cada campesino, cada joven pareja enamorada, cada niño esperanzado, cada madre y cada padre, cada inventor y explorador, cada maestro moral, cada político corrupto, cada “superestrella”, cada “líder supremo”, cada santo y cada pecador en la historia de nuestra especie vivió ahí: en una moto de polvo suspendida en un rayo de sol. La Tierra es un muy pequeño escenario de una vasta arena cósmica (…)”
“Un punto azul pálido”. Carl Sagan, 1994.
Estas palabras fueron escritas por Carl Sagan en su obra “Un punto azul pálido”, en la que hace una reflexión a partir de una fotografía tomada por la sonda Voyager en 1990. Tomar esta fotografía no estaba en el plan, pero Sagan, miembro del equipo de imágenes de la Voyager en ese momento, tuvo la idea de dirigir la nave para dar una última mirada a la Tierra. En esta fotografía, los “otros” somos nosotros, estamos “más allá de la frontera”.
Quisimos traspasar la frontera y colocarnos al otro lado. Pero, ¿qué frontera? La que nosotros hemos marcado. En estos tiempos en los que se habla tanto de fronteras, es de recibo saber discernir entre los distintos tipos de fronteras, las “deseadas” y las impuestas.
Porque hay fronteras deseadas, desde luego, las que nos ponemos a nosotros mismos. Aquí hablamos de frontera como sinónimo de protección, seguridad, o como zona de confort como últimamente se dice. Las fronteras deseadas, las que nos ponemos, marcan ese límite entre el lugar en el que nos sentimos en casa y en el que nos sentimos inseguros, temerosos, donde todo nos es ajeno, nos da miedo. El ser humano va cambiando esa frontera según su necesidad, según las circunstancias.
¿Podemos pensar en la primera frontera a la que nos tenemos que enfrentar? Traspasamos una gran frontera en el momento de nuestro nacimiento; esa gran frontera, la de traspasar el vientre materno, donde estamos seguros y calentitos para salir al gran mundo, donde todo es extraño y peligroso. Esa es una frontera impuesta.
Nuestra siguiente frontera la marca el abrazo de nuestra madre, su regazo. Esos brazos tan amorosos que tan importantes resultan para nosotros y cuya falta sentiremos toda la vida. Y así, paulatinamente nuestras fronteras se van ampliando; unas nos las vamos poniendo nosotros y otras nos las impone la vida misma, la sociedad.
El show de Truman
Pensemos en Truman, el protagonista de “El show de Truman” (Peter Weir, 1998), cuyas artificiales fronteras se ven marcadas desde su nacimiento por un sistema externo (un reality) y dirigidas por un Dios-creador (director del programa), pero que las traspasa cual prisionero platoniano para poder ver la luz por sí mismo. Acaso, ¿no nos hemos sentido alguna vez como Truman? Él empieza a sospechar de su artificial y dirigida vida y traspasar la frontera al sobreponerse al trauma que tiene al mar, porque también traspasa esa frontera mental que tiene. Ese pedazo de agua le marca su frontera, pero sospecha que al otro lado está “lo otro”. Es un verdadero ejemplo de frontera impuesta, no deseada.
La terminal
Otro ejemplo de alguien que tiene que enfrentarse de manera frontal a la frontera, y esta vez, en su acepción más universalmente conocida, es Viktor Navorski, el protagonista de “La terminal” (Spielberg, 2004). Originario de Krakozhia (país ficticio pero reconocible en algún país ex soviético), no puede acceder a EEUU ya que no reconocen a su país de origen como nación soberana debido a un golpe de Estado que se inicia durante su vuelo.
Se queda atrapado en la terminal del aeropuerto, viviendo como un apátrida. Las fronteras para él se han movido, se han renombrado, se han roto y donde antes podía acceder con un pasaporte, ahora no. La frontera se le ha impuesto de la peor manera posible. Ejemplo perfecto de lo artificiales e irreales que pueden llegar a ser esas fronteras. Pensemos en ese mapa de África con algunas fronteras trazadas perfectamente con regla sobre un mapa. Pero esto es sólo un ejemplo real, puesto que está basado en la historia de un refugiado iraní que vivió en el aeropuerto Charles de Gaulle entre 1988 y 2006. Así, parece que, en estos tiempos convulsos que nos ha tocado vivir, las fronteras marcan el “lado bueno” y el “lado malo” del mundo. Marcan nuestro nivel de vida, de educación para nuestros hijos, nuestro acceso a un sistema sanitario, agua, luz, o un futuro. Nacer delante o detrás de una frontera impuesta marca si en nuestra estadística está el vivir una guerra, morir en ella o convertirnos en unos refugiados en busca de acogida. Curioso mundo este, en el que hace unos años Europa votó por liberarnos de fronteras económicas, para que poco a poco haya optado por dividirla en fronteras más restringidas. No debemos olvidar que no hace tantos años, en el corazón de Europa (sobre todo Alemania, Polonia, y Balcanes), a una parte de la población se le impuso una frontera marcada por una valla con espinas. A unas personas, las colocaron al otro lado de la frontera de un campo de concentración. La peor de las fronteras impuestas. Deberíamos pensar en estas fronteras impuestas, sobre cómo marcan nuestra vida, y sobre si merece la pena que nuestras fronteras deseadas nos ahoguen, nos limiten, nos condicionen.
Mi pie izquierdo
Otra frontera impuesta es la frontera de nuestro cuerpo, el hecho de que nuestro cuerpo nos limite, nos haga sentirnos “los otros”. Pero tenemos ejemplos de muchísimas personas que se niegan a vivir del otro lado, o mejor dicho, a romper esa barrera que tenemos por infranqueable. Pensemos en el protagonista de “Mi pie izquierdo” (Jim Sheridan, 1989), Christy Brown, un tetrapléjico que gracias a la ayuda de su madre consiguió romper no sólo su barrera física, sino cualquier barrera que impedía a su hijo integrarse en la sociedad. Aprendió a usar su pie izquierdo para escribir y pintar. No es sólo un ejemplo de superación, es un ejemplo de las limitaciones físicas y mentales que nosotros ponemos para con ellos y para con nosotros mismos.
El sexto sentido
Pero luego tenemos las fronteras deseadas, esas que nos ponemos porque necesitamos esa seguridad. Ejemplos aquí hay cientos, ya que cada uno escoge la frontera a su gusto y necesidad. Es curiosa la frontera que escoge el niño protagonista de “El sexto sentido” (M. Night Shyamalan, 1999): unas gafas sin cristales. Las gafas le sirven de frontera con el resto del mundo. Cuando se quiere evadir, se pone unas gafas. Un niño que ante la amenaza externa, ante ese “no saber”, imposible el refugio para él, sólo puede refugiarse detrás de un trozo de plástico, lo único que le puede separar de esos muertos que necesitan de su ayuda. El niño va buscando refugio donde puede: en una iglesia, debajo de las sábanas…
El piano
Un ejemplo de frontera mental que es traspasada lo vemos en “El piano” (Jane Campion, 1993). Ada deja de hablar de manera traumática al morir su primer marido. Sus palabras las sustituye por notas musicales. Sólo se comunica con su hija a través del lenguaje de signos, pero se muestra huraña incluso con su marido. La compra del piano por parte de George y el que él le pida lecciones de piano van a provocar su acercamiento, cosa inédita en ella. Cada vez se encuentra más cómoda en compañía de George, lo que lleva al desarrollo de la trama. Al final, vemos que aunque Ada haya pagado bien cara su decisión, ha traspasado su frontera mental, su trauma, y la vemos cómo empieza a esbozar algunas palabras con el rostro cubierto por un velo. Aún se siente extraña con esta nueva situación, ni quiere ver a nadie ni quiere que nadie la vea, necesita un aislamiento, pero el amor por George es más grande que cualquier fantasma interno. Ada puede volver a ser la que fue.
Encuentros en la tercera fase
Uno de los ejemplos más especiales de ese “traspasar la frontera”, lo tenemos en las últimas escenas de “Encuentros en la tercera fase” (Spielberg, 1977), cuando el personaje de Richard Dreyfuss, después de saber por fin qué es lo que había visto, qué le pasaba, se ofrece para subir a la nave con los alienígenas. En ese momento está como un niño con zapatos nuevos. Mientras ellos, “los otros”, los extraterrestres para nosotros, nos devuelven a personas que han abducido en contra de su voluntad, Roy quiere ir con ellos, lo necesita. El personaje que interpreta François Truffaut se le acerca y le dice: “¿Sabe? En este momento le envidio”. A él también le gustaría ir, ya que, al fin y al cabo, dedica su vida a investigarlos, pero no puede ir con ellos. Esa oportunidad ya la ha perdido para siempre. Su frontera, la que él se ha puesto, se lo impide. Sin embargo, la frontera de Roy está demasiado lejos, o simplemente, ha prescindido de ella.
Fronteras existen muchas y de muy distintos tipos; en unos casos está en nuestras manos decidir en qué lado queremos estar, en otros casos el sistema nos la impone y nos condiciona. ¿Viviremos algún día sin ningún tipo de frontera o podemos hablar de una utopía? Difícil respuesta. Pero para darnos algo de luz al asunto, conectemos esta última película con otras palabras de Carl Sagan: “Durante el 99% del tiempo que hemos vivido sobre la Tierra hemos sido nómadas, no lo podemos evitar. El siguiente sitio al que emigrar es Marte”.
Fotograma película El Piano
Muy interesantes reflexiones. A nuesero alrededor tenemos las fronteras que nos imponen y las que nosotros nos imponemos. Con las primeras es complicado acabar, pero con perseverancia, se puede. Con las segundas, lo difícil es darse cuenta de que nos las hemos impuesto. Una vez las percibimos, romperlas es más sencillo de lo que pnrece, y la libertad que se encuentra una vez rotas esas «auto-fronteras» hace que la vida sea mucho más gratificante y feliz.