Pensar en fronteras es pensar en las heridas del mundo, o al menos una posible causa de estas y en el mundo que habita, fronterizo también, en cada uno de nosotros. Un mundo como escenario de representación de muy diferentes luchas, de muy diferentes desviaciones. La frontera como una manifestación de límite territorial, como puerta, como frente a, un país, una identidad cultural, sus ciudadanos, su historia, pero también como límite emocional, como proximidad, como un levantamiento personal, incluso de afinidad entre seres; como la huella de un dolor perpetrado por otros que hace de esa misma señal de finito, del hasta aquí, la que puede representar esa frontera, un empuje a los individuos hacia una lucha interna y su consiguiente rebelión.
La frontera siempre ha sido fiel compañera del discurso histórico, como dato que viene a corroborar unas coordenadas históricas y territoriales. Y la historia, en tanto lucha de voces, siempre ha sufrido grandes revuelos sobre sí misma para certificar, mantener y, en ocasiones, dar luz a la voz de otros; a otros desconocidos del dato y su relevancia histórica, pero recuperándose su categoría digna por aquellos que siempre han estado atentos, por escuchadores de vidas y agentes no lineales del tiempo y sus acontecimientos. En ocasiones, dicho acercamiento es un ejercicio de creación, de aventura temporal a través de un asalto de imaginación y rebeldía (para mí conceptos muy hermanados). No conocen puesto fronterizo alguno en su travesía imaginativa o de pensamiento. Al contrario, ponen en duda esa frontera temporal no tan percibida por momentos, pero sí muy bien construida, atravesándola. Otras veces, esa frontera impuesta produce en devenir interno un conflicto entre aquellos individuos que siempre han intentado contrarrestar los planes de dominio, provengan de donde provengan.
La frontera, como representación real o imaginaria, objetiva (establecida, pactada, impuesta, acordada, sobre el mapa) o subjetiva. Se me permitirá en este segundo caso, refiriéndome a un límite imaginario, de tensión cambiante, es decir, de una vida en tensión, establecer esas diferencias no en un sentido territorial sino más bien emocional, o más en concreto, sobre una geografía de espíritu. Algo dentro del campo de la percepción y vivencia del sujeto, inscrito si cabe en su propia realidad corporal e intrasubjetiva.
Con ello, esta especie de intercambio entre la historia y sus protagonistas –pero también contribuyentes –en el relato universal, me hace pensar en la figura de Walter Benjamin. El teórico alemán advirtió en varios de sus ensayos, como en Conceptos de filosofía de la historia, del peligro de adueñarnos de la historia y su discurso articulado como única fuente e hilo oficial en el transcurrir de los hechos. Un tipo de desarrollo, descarado y nocivo, por acabar sometidos a la clase dominante que puede producirse en la recuperación del pasado. Esta preocupación de Benjamin recorrió su pensamiento hasta sus últimos días. Por cierto, unos días marcados por la persecución de auténticos especialistas en la tarea de adueñarse de un mundo exterminando toda diferencia, toda andadura propia, desplazando de un lado a otro las fronteras para conseguir su miserable objetivo. En Benjamin, la herida ya marcada por su continua escapatoria le acabó por asestar el golpe de gracia, empujándole al borde de una frontera sin huida posible, sin más vida [1].
Como buen observador en cuanto al discurso del progreso y sus derivados científico técnicos, siempre sostuvo una más que prudente distancia con aquello que denominaba historicismo. Como bien apuntó, “el historicismo plantea la imagen <<eterna>> del pasado, el materialista histórico en cambio plantea una <<experiencia>> con él que es única [2]. Y si hablamos de experiencias, las hay que pueden rescatar, ante un recuerdo, una lectura o aproximación, algunas voces del pasado que apenas pudieron nombrar sus vivencias de las que fueron protagonistas. Una experiencia, sobre todo cuando entra en escena la historia con sus continuos conflictos, por pura imaginación y empatía al mismo tiempo. Un tipo de rescate que crea – nos crea – la oportunidad de escuchar otra voz en nosotros y por ello permite darse esa experiencia única.
Pienso en el trabajo que hace unos años atrás llevó a cabo el fotógrafo y docente Carlos Albalá con su propuesta de viaje en el tiempo, como encuentro temporal entre atemporales construyendo, a su vez, otro tiempo. Otro relato histórico, a través de la experiencia, con un tiempo único. Nasz Dom [3] (“Nuestro hogar”, traducido del polaco) es una prueba evidente de ello. Traspasadas las fronteras de un historicismo altamente establecido como verdades inamovibles, este paso fronterizo entre el autor y el testimonio de otros, víctimas de las atrocidades (las persecuciones de un tiempo impuesto por otros) supone un encuentro entre espíritus afines, donde siempre es posible encontrar correspondencias para estar alerta ante un mundo en constante avance ciego. Lo que lleva a escribir un capítulo nuevo de las singularidades en esa imagen eterna de un pasado consensuado. En Nasz Dom se construye ese hogar donde habita una tercera voz, un refugio que acoge el grano e intensidad de esta a través de su singular, la de su autor, como el plural de una historia colectiva transcurrida en la Polonia de los años cuarenta [4]. Época de voces silenciadas, de ruinas humanas, entre paisajes urbanos y unos rostros de alemanes que lo único que ocuparon fue su propia desolación. Tal vez, y desconozco si Benjamin estaría de acuerdo, pero una posible vía materialista sería la de poder habitar o crear un nuevo marco humano entre cada uno de esos eternos supervivientes que se han silenciado y otros que los han visitado para mantener, a raíz de ese cruce de caminos, una nueva historia de la humanidad, centrándose en lo que de humano hay en esa clase de encuentros sin más añadidos. En Nasz Dom se cruzan fronteras temporales y se acrecienta esa experiencia única a la que se refería el pensador alemán. En este caso su autor, Albalá, ya nos pone al comienzo una clara señal indicativa sobre de qué va, nunca mejor dicho, esta historia entre espíritus cercanos, más allá de sus distancias. Para ello rescató las palabras del poeta y ensayista polaco Adam Zagajewski:
Existen dos reinos, el espíritu y la historia, y jamás se producirá un intercambio entre ellos. Siempre habrá poesía y siempre habrá un mundo de idiotas entretenidos en trasladar las fronteras, perfeccionar los tanques y ganar las elecciones al parlamento [5].
En efecto, dos reinos, dos luchas constantes y dos espíritus que en este libro construyen una posibilidad de diálogo, de acercamiento al otro y de entender su palabra. Un frente común a ese grupo especializado de la historia universal, empeñada en borrar las huellas de aquellos no aptos. Aquí, el reino de las voces, en tanto de la contradicción y sentir humano, dibujará otra habitabilidad entre desiguales semejantes, sorteando los caminos tramposos de los idiotas entretenidos y sus obras de cálculo. Pues el espíritu se nutre, en este caso, por descubrimiento del otro para su propia confirmación de lo humano y su vagancia por cada uno de los relatos varios. El espíritu como lucha. Como actitud de avance en los tiempos del peligro y la amenaza. En tal caso, para prevalecer, para presentar batalla, para seguir por delante. La poesía (ese espíritu al que algunos atraviesa) como fiel compañera, el reino de los rebeldes. El reino capaz de desplegar (eso pensamos algunos) una mayor fuerza de convocatoria en toda resistencia.
Carlos Albalá nos devuelve una mirada –él mismo se vuelve– hacia ese encuentro como un recordatorio de la nota de Benjamin en cuanto al relato único del pasado. En el caso de Nasz Dom es evidente la capacidad inventiva de otra realidad, no de exclusiva representación. O como contrapartida a lo intolerable, haciendo saltar una determinada vida – rescatándola – de una época que encuentra voz a través de la palabra escrita, como calco de un sufrimiento borrado por el asalto de otros, pero que ha conservado su espacio, su salvación, a través de la página con su particular viaje, a través de un viaje de otro durante el paso de los años y sus imágenes enmarcadas en una nueva fuga del relato histórico.
Lo imaginario no descarta lo real, pero puede ampliarlo con una cierta desobediencia. Y dado que lo imaginario conecta enteramente con el sujeto, el desplazamiento que éste pueda poner en marcha es muy variable. Esos idiotas con tanques empeñados en trasladar las fronteras pueden lograr su objetivo, pero también pueden hacer resurgir a ese otro reino al que se refería Zagajewski para presentarse como lucha. Pues el espíritu, en tanto crítica, da el grito de asalto ante lo intolerable. Las fronteras de otros, de enteros ejércitos a su paso, hacen que individuos asalten las suyas propias, sobre sí mismos, para exorcizar un daño, para revelar una negatividad a la altura del espíritu de cada cuál, donde se pone en juego una liberación total de este y de paso, alumbrar el camino del resto. Acaso, ¿no estamos nosotros atravesados por esa clase de fronteras?, ¿y no constituye el encuentro con el otro, a través del relato de otro, como en el caso entre Carlos Albalá y Zagajewski, un contraataque mediante la lectura, el viaje y el devenir imaginario sobre el espíritu de otros? Un camino de huellas que nos rozan y que nos constituye como humanos en la compleja materia de la recuperación del pasado. Un pasado revelado de nuevo, con otra luz, donde plasmar por igual un campo de esperanza y de nueva lección histórica. En definitiva: Un nuevo marco capaz de albergar lo humano.
De nuevo, la poesía. El reino mayor, donde pone en orden –otro orden, con su predisposición a la liberación de espíritu– aquél desorden sospechoso y amenazante, donde la vida de uno puede verse afectada en su totalidad, con su complejidad correspondiente. Donde aparece la poesía, esta se manifiesta en el individuo como motor de rechazo, con su distancia sobre sí mismo, con su interrogación, para, posteriormente, establecer un nuevo estado identitario caracterizado por la lucha. Algunas vidas afectadas supieron lo que estaba en juego, cuando el peligro asomaba y cuando este saltaba toda distancia de seguridad (otra clase de frontera) para emprender una existencia nueva y de regate y así salvaguardar su dignidad.
Recordemos al artista Hans Bellmer y su postura ante la ascensión fascista de aquellos tiempos. En el año 1933 cuando Bellmer (polaco de nacimiento) viviendo en Berlín, se encontraba inmerso en su carrera como diseñador industrial, la llegada al poder por parte del nacionalsocialismo fue recibida por este inclasificable autor como una declaración de huelga total para declararse un sujeto nada productivo. Su nuevo estado de no ciudadano apto para el Estado alemán, hizo desviar su atención a desarrollar otra mirada por medio de un profundo desdoblamiento, en la fabricación de su famosa obra sobre la articulación y desarticulación, como si de un acordeón de vida se tratara para tener una descendencia, una menor, su pequeña articulada hija del extrañamiento y escisión, aunque artificial, sí, pero
auténticamente degenerada. La Muñeca [6], esa criatura tan supuestamente inocente que resulta del todo peligrosa, con una piel invencible –nada servil– con su particular latido capaz de multiplicar todo movimiento erótico.
Ante el aire irrespirable presente en aquella época, y en los posteriores años, Bellmer hizo lo que todo degenerado declarado oficialmente por aquél entonces tenía que hacer: Ser capaz de decir no al mismo tiempo que convertir su saludable obsesión (la construcción de su reino), en contagio masivo contra una sociedad que llevaba tiempo acobardada a la vez que, simultáneamente, dejaba salir su latente deseo de venganza. Con su movimiento de una mirada en continua articulación y desarticulación, con la falla corporal, inscrita en él y su muñeca, el camino del desdoblamiento asalta toda nueva frontera para someter con cada una de sus imágenes, de sus manifestaciones, con cada una de sus desviadas muñecas, un pliego de pesadillas capaz de atentar contra aquellos individuos entumecidos bajo la pesadilla del totalitarismo. Si ya vivía en un contexto de mirada abatida, Bellmer pretendió como vía de empuje desarticular la maldad de pensamiento y odio que otros decidieron articular. El partido nazi declaró con su política un estado de excepción de vida, de erradicar todo lo contrario a su norma, arrinconando posibles. Él, había declarado un estado de desequilibrio y, como tal, todo era posible.
Con ello, nos recuerda que siempre habrá poesía y que siempre está al alcance de aquellos espíritus dispuestos a emprender el vuelo ante las circunstancias más adversas, pues las armas también se prestan entre la poesía y su fuerza también puede alcanzar al corazón del enemigo. En el caso de su muñeca, cuyo eje se asienta en una obsesión cada vez mayor, supo desplegar un tipo de resistencia anatómica dejando huella en cada desviación imaginativa, capaz de saltarse lo regular establecido. Con la menor articulada, Bellmer creó una de las más singulares resistencias que se hayan hecho ante unas fuerzas de nuevo dominio (como sucedió en el caso de Claude Cahun y Marcel Moore en la isla de Jersey tras la ocupación alemana) [7]. La hija de Bellmer es la irregularidad en potencia, fuera de toda norma.
La presencia de los intolerantes nos recuerda lo intolerable que puede asomarse a nuestra vida. A partir de ahí, cada cuál crea su contraataque y decidirá en qué terreno se permite aún conservar una vida que, en semejantes circunstancias, se asoma al reino de la resistencia. En ese tiempo de continuos trazos de fuerzas opuestas, hizo brotar lo malo que ya acontecía, la presencia de un reino empeñado en ocupar el hecho histórico por la fuerza enfrentado a ese otro reino de difícil acceso, de más impreciso manejo, pues no se escoge. Ese reino le escoge a uno y con ello a actuar cuando se presenta esa lucha fronteriza entre aquellos dos bloques de materia humana que se circunscriben en nuestro transcurrir cotidiano.
Llegados a esa frontera… tú, ¿en qué reino crees?
[1] Walter Benjamin (Berlín, Alemania 1892 – Portbou, España 1940) murió el 26 de septiembre de 1940 en Portbou, España, tras ingerir una dosis letal de morfina en un hotel del pequeño puerto fronterizo español. Tras haber salido de la localidad francesa de Port Vendres guiado por la activista antinazi Lisa Fittko, quien narró la experiencia en un capítulo dedicado a Benjamin de su Mi travesía de los Pirineos.
[2] Conceptos de filosofía de la historia por Walter Benjamin, página 14, punto XVI, edición de 2011, editorial Agebe, Buenos Aires, Argentina.
[3] En el año 2014 el autor Carlos Albalá (www.carlosalbala.com) publicó el libro Nasz Dom (traducido del polaco, “Nuestro hogar”) donde recoge algunas imágenes, relatos, reflexiones sobre varios testimonios polacos acerca de la ocupación alemana durante principios de los años cuarenta y posteriormente. Además de los viajes realizados por el autor a Polonia, también recoge las voces de otros autores como Adam Zagajewski y Yuri Andrujovich.
[4] Fragmento del libro Nasz Dom de Carlos Albalá sobre el contexto polaco: …en septiembre de 1944 dio comienzo un proceso de reasentamiento de la población polaca, que acabaría ratificándose tras el final de la Segunda Guerra Mundial en la célebre conferencia de Postdam (agosto de 1945), que aceptó el desplazamiento de la frontera del Este de Polonia a favor de la Unión Soviética. […] lo que conllevó procesos de deportación a otros lugares de Polonia.
[5] Fragmento del texto publicado en la obra Dos ciudades de Adam Zagajewski. Editorial Acantilado.
[6] Obra realizada durante el año 1933 por Hans Bellmer (Katowice, Polonia, 1902 – París, Francia, 1975). Esta obra se presentó mediante un conjunto de dieciocho fotografías en el número 6 de la revista surrealista Minotaure, titulada Variaciones sobre el montaje de una menor articulada.
[7] Cuando la isla de Jersey fue ocupada en 1940 por los nazis, Claude Cahun y Marcel Moore, como dúo inseparable, en la vida y en su despliegue creativo, montaron una pequeña pero duradera resistencia a través de sus papiers. Un conjunto de pequeñas obras, publicaciones, papeles de propaganda antibélica y contra los nazis. Un arsenal poético con frases escritas y reescritas en pequeños soportes, con pequeños collages en cajas de cartón de tabaco, fotomontajes, etc., para ser desplegados e infiltrados entre los soldados alemanes, sus mítines y lugares de paso, y también en el resto de la población afín a los invasores.