“Las fronteras no son el este o el oeste, el norte o el sur, sino allí donde el hombre se enfrenta a un hecho.”
― Henry David ThoreauHace cuestión de un par de meses, con motivo del reciente debate sobre la cuestión de la independencia de Cataluña, me llamó la atención una entrevista a una de las líderes de la CUP, Anna Gabriel. En ella declaraba sin ningún reparo que el ideal de la futura República catalana se basaba en un deseo europeísta y de internacionalización. Creo que a la mayoría se le pasó por alto la incongruencia de la frase más allá de la falta de coherencia ideológica, ya que, desde sus comienzos, la izquierda se ha definido siempre como antinacionalista.
Pero aparte de esta aparente falta de incoherencia en lo político, la propia idea de Europa como proyecto integrador resulta incompatible con procesos de independencia regional en su seno. En efecto, si la voluntad política es la de construir un espacio común en el que las fronteras se vayan diluyendo, crear unas nuevas líneas divisorias tan arbitrarias como las demás supone una magra aportación al ideal europeísta.
Esta supuesta incoherencia me llevó a reflexionar sobre las fronteras y su influencia en nuestro devenir. Los primeros seres humanos, afortunadamente, no entendieron nunca de límites en su largo peregrinar desde África hasta Europa y Asia. El mundo estaba hecho para ellos, para ser recorrido, para descubrir lo que nos podía ofrecer como especie.
A este respecto, es muy sintomático que no hayamos identificado ninguna raíz indoeuropea que lleve implícita esta idea de frontera, y habremos de esperar hasta la antigüedad grecolatina para descubrirlo. Fueron griegos y romanos quienes empezaron a utilizar términos para definir aquellos límites donde terminaba su mundo conocido y empezaba el de los “otros”, los que no hablan nuestro idioma y que cuando intentamos comunicarnos con ellos se limitan a “balbucear” (raíz etimológica del término “bárbaro”). Puede determinarse que cuando se conceptualiza por primera vez la idea de “límite” y “bárbaro” fue en la Grecia de los siglo VI-IV a.C.
Sin embargo, merece la pena diferenciar los matices que esta idea suponía para una y otra civilización. Para los griegos, la idea de frontera carecía de un carácter fijo y radical. No se trataba de un límite definido y preciso, sino una separación lábil más basada en la lengua y en los atributos culturales entre las distintas comunidades que coexisten. De ahí nos llega la primera definición de frontera, como zona territorial de tránsito social entre dos culturas.
En el caso de Roma, la frontera adquiere un matiz más político y administrativo. El limes pasó a ser una demarcación territorial interesante y atractiva, no tanto por ser el símbolo de los confines de la civilización, sino como el reconocimiento y la aspiración de que la magna tarea de romanización era un proceso sin fin. En las fronteras se defendían los valores y la permanencia de la República y después del Imperio, pero también las imponentes murallas y bastiones constituían una clara señal al resto del mundo acerca del esplendor de Roma. Ningún general que tuviese aspiraciones a llegar a lo más alto rehuía una larga temporada en los límites de la civilización romana. Limes y Cives pasaron a formar parte de la tensión política de la sociedad romana, los bárbaros, la gente de fuera frente a los ciudadanos. Los límites marcaban un área en los que los derechos y obligaciones de los ciudadanos tenían validez, fuera de ello solamente podría esperarse el caos, la barbarie y la muerte.
Quizás lo que hacía tan atractivas las fronteras era que dentro de ellas había una cierta homogeneidad de lengua, cultura, pensamiento, moneda., etc. que simplificaba mucho la vida. Pero también era una manera precisa de delimitar la separación entre un “ellos” y un “nosotros” que se ha consolidado hasta nuestros días. Ante lo desconocido, qué mejor que estampar un “Hic sunt dracones” sobre el mapa para indicar que más allá de las fronteras se esconde algo terrible y atrayente a la vez.
La historia de Europa desde el siglo XV al XX ha sido un ejemplo de cómo se ha ido fraguando ese ideal de un territorio bien delimitado en el que grupos de ciudadanos se sienten identificados y a resguardo de las interferencias del exterior. Europa también exportó este modelo de fronteras y limites artificiales en su proceso de descolonización, generando situaciones absurdas tanto desde el punto de vista social y económico como político. Las fronteras de los Estados africanos son una pesada herencia de esta evolución del limes.
Sin embargo, nos encontramos con que bajo todo este desarrollo conceptual, nos encontramos con que las fronteras son un puro estado mental, una abstracción que hemos conseguido plasmar en límites geográficos que se han ido prolongando demasiado en el tiempo.
En una primera etapa del desarrollo humano, donde el incremento de población derivó en un intento de asegurarse un espacio físico donde se reunieran los recursos básicos para la supervivencia, esta tendencia a marcar límites tuviera cierto sentido. Pero, en un etapa de globalización en las que incremento de los flujos comerciales, económicos, financieros y sobre todo de información, avalan las afirmaciones que hablan del fin del Estado-nación y de ideas como la transnacionalidad, el intento de preservar un esquema de fronteras resulta cuando menos absurdo.
Siguiendo con el caso de Europa, el espíritu que imperaba tras la Segunda Guerra Mundial impulsó la idea de un espacio común en el que Francia y Alemania pudieran convivir sin tener que recurrir al conflicto bélico. Ese espacio común partiría de la integración de las economías de los países del centro del continente y, sobre esta base, se iría construyendo la conciencia de una cierta ciudadanía que condujera a lo que en palabras de Robert Schumann sería “una unión cada vez más estrecha” que se iría consolidando a lo largo del tiempo y fraguándose en una institución de corte federal.
Sin desmerecer la belleza y el interés del proyecto, por muy aspiracional que suene la idea de Europa unida, no deja de ser una prórroga del eterno concepto entre cives y limes. La Europa más perfecta, la del Tratado de Maastricht, suponía reforzar los lazos internos entre los Estados europeos y crear la ciudadanía europea, creando una frontera común más extensa y que había que defender con proyectos como la Política Exterior Común y el refuerzo de la Unión Europea Occidental. Fuera de la Unión Europea, a 14 kilómetros de Gibraltar, amenazaba el caos, la barbarie y la emigración ilegal. Por eso, mientras el Tratado de Schengen simplificaba el tránsito de personas dentro de la Unión, se endurecían las condiciones para el acceso de los “otros”.
La crisis económica vino a complicar este esquema mental, pervirtiendo aún más si cabe esa aspiración de Europa a seguir siendo el referente moral y ético del planeta. Cuando la economía europea se tambaleaba, todas las grandes ideas de integración política y económica se volvieron superfluas y volvieron los nacionalismos económicos. De ahí el Tratado de Lisboa y todas las desgracias sociopolíticas que han ido aquejando a Europa desde 2007.
En una curiosa semejanza con la caída del imperio romano, hay que recordar que las presiones fronterizas acabaron siendo demasiado fuertes. Los límites que con tanto denuedo fueron establecidos a lo largo de siglos rodeaban un territorio que internamente ya no era seguro. Cuando todo esto sucedió, las ciudades empezaron a levantar sus propias murallas, sus propias fronteras. Los costes de mantenimiento de las fronteras empezaron a ser inasumibles y, como consecuencia, en dos siglos el Imperio fue historia.
Pero teniendo como referencia el caso europeo, no puedo dejar de pensar que más allá de las crisis de los conceptos y de la seguridad que nos da el tener las fronteras bien vigiladas y a salvo de las invasiones bárbaras, todas las ideologías que apoyan el fin de las fronteras y el regreso a ese estadio primigenio de la humanidad en el que nuestros antecesores no tenían más fronteras que la orografía están destinadas al fracaso.
¿Por qué soy tan pesimista? Pues porque un texto anónimo que puso de relieve Antonio Escohotado hace algún tiempo lo deja bien claro: “De la piel para dentro empieza mi exclusiva jurisdicción. Elijo yo aquello que puede o no cruzar esa frontera. Soy un estado soberano, y las lindes de mi piel me resultan mucho más sagradas que los confines políticos de cualquier país”.
Aquí se encuentra la verdadera historia de la Humanidad y la razón última de que hasta hoy hayan fracasado todos los intentos de crear una sociedad humana global sin fronteras. No hablo solamente del egoísmo ni del instinto de supervivencia, sino de nuestra propia autoconsciencia como entidades pensantes que cada segundo de su existencia tienen que posicionarse frente a otros en un juego de interacción social. Nuestra vida no es una sucesión de fronteras físicas y mentales que nos protegen de ideas, actitudes y de otras personas que pueden hacer temblar los cimientos de nuestras convicciones. Al final, los romanos dieron forma jurídica y administrativa a uno de nuestros más profundos miedos: a perder nuestros referentes éticos, culturales, políticos, etc.
Esta actitud de frontera se ve claramente en la interacción en redes sociales, donde el debate suele ser inexistente en favor de posturas inamovibles. La estructura de las redes sociales, propicia el acercamiento entre los que comparten ideas, cultura o ideologías más o menos afines, y tiende a silenciar e ignorar lo ajeno y lo diferente. Tristemente, estas comunidades que estamos creando a base de “me gusta”, bloqueos y silencios, acaban trasmitiendo y haciendo notar su voz en un espacio mucho más privado que público y amplio, para comunidades más cerradas de lo que consideran. Muchos de nosotros acudimos a ellas como los pioneros americanos al Lejano Oeste, bien pertrechados de víveres y armas y dispuestos a darlo todo por un pedazo de terreno que consideramos nuestro por derecho. Al final, las redes sociales, más allá de abrir espacios prometedores para la comunicación y el debate, en realidad están creando burbujas que hace más lejanos e inaccesibles los puntos de vista diferentes. Un claro ejemplo de ello ha sido el de las últimas elecciones estadounidenses, en las que ya se reconoce el efecto de las redes sociales en la polarización de la opinión pública.
Y lo más descorazonador en esta sociedad de la información y la tecnología es que cualquier excusa es válida para interponer entre los demás y nosotros barreras que nos permitan dominar la situación sin excesivo riesgo, al igual que los vigías en sus atalayas contemplaban los valles en la época de la Reconquista. Es más cómodo encontrar pareja por Tinder o el hecho de enviarnos felicitaciones o finiquitar una relación por Whatsapp.
Si las fronteras tenían algo de positivo es que eran una zona de contacto entre culturas en las que se convivía de manera pacífica y donde imperaba un cierto respeto por el otro basado en el conocimiento mutuo y, por qué no, cierta solidaridad. Las nuevas fronteras tecnológicas son y serán mucho más asépticas y frías. Mucho me temo que nos iremos abandonando a esta idea escalofriante de los límites personales cuasiadministrativos en detrimento de la calidez y la complejidad de las zonas fronterizas, porque, a pesar de que de la piel para dentro mandemos cada uno de nosotros, la propia piel deja de tener sentido cuando no se usa para notar el contacto humano. Al final, tras milenios de convivir con límites imaginarios, en pleno siglo XXI aún me sigue costando asimilar que estemos cambiando fronteras por trincheras.
Fotografía de Nicole Harrington