Acercarse a la biografía de los grandes pensadores a través de hechos significativos en sus vidas, es una forma de encontrar argumentos que ayuden a entender sus teorías y reflexiones, y entre ellos son posiblemente los acontecimientos más privados los que en algunos casos más cosas nos expliquen de los entresijos sobre los que se asienta el pensamiento de un gran filósofo. Ya sea la formación académica, influencia de tutores, maestros, pertenencia a grupos de intelectuales, miembros o no de una misma generación, vínculos literarios o incluso políticos, es indudable que todo elemento suma a la hora de confeccionar un sistema de pensamiento a través del cual mirar al mundo y, lo más importante para todo filósofo que se precie, tratar de explicarlo.
Si nos propusiéramos crear una lista de filósofos, en donde el criterio de análisis o clasificación fuera el entrar a valorar sus vínculos amorosos, posiblemente llegaríamos a la conclusión de que en esa lista faltarían pocos de los considerados como grandes. Y en alguno de ellos sería sorprendente encontrar datos de esta índole que pudieran influir en su pensamiento. Ese podría ser el caso de Sören Kierkegaard, filósofo danés, considerado uno de los padres del existencialismo, cuyo bicentenario con gran boato ha celebrado su Copenhague natal, hace apenas un par de años.
Adentrarse en la vida de Kierkegaard es hacerlo en una vida llena de hechos contradictorios. La permanente irrupción de estímulos adversos ayuda a alimentar la esencia de un alma ciertamente atormentada como lo fue la de este hombre. Hijo de un estricto pastor protestante que pretendió inculcar en su hijo el mismo amor e interés que por la teología profesaba, acabó, tras una primera etapa en que pareció lograrlo, convirtiendo a Sören un ser disoluto, más conocido por sus andanzas y juergas en los cafés de Copenhague que por sus horas dedicadas a la oración y reflexión. Cambiar la teología por la estética fue la opción elegida por Kierkegaard, para salir de la asfixiante atmósfera religiosa en que se movía hasta entonces su vida, y para huir de sus tormentosos pensamientos, donde el miedo y la culpabilidad afloraban por doquier.
Una vez más un entorno propicio, una difícil relación con la figura paterna, es punto de arranque para configurar la personalidad de alguien con grandes desequilibrios emocionales, y por extensión es el caldo de cultivo ideal para dar a conocer al mundo las reflexiones que esas angustias generan en el interior del ser humano.
Podríamos seguir dando pinceladas biográficas sobre la figura de Kierkegaard, como su traslado a Berlín para seguir las clases de una de las figuras más ilustres de la filosofía romántica, Schelling, o especular si como se cree, pudo coincidir en aquellas aulas con un jovencísimo Marx, o con el propio Bakunin, pero fue la muerte de su padre un hecho más decisivo si cabe, ya que Sören heredó una cuantiosa herencia, suficiente como para permitirle plantearse si trabajar, buscar un enlace con alguna dama de la alta sociedad o vivir de las rentas para dedicar todo su tiempo a la reflexión y a la escritura. Para suerte de todos nosotros optó por esta tercera opción.
Kierkegaard es ante todo un filósofo que da un papel relevante al amor. Dicho así resulta chocante en un pensador que dedica sus desvelos a establecer vínculos entre Dios y el hombre, pero lo cierto es que el gran pensador danés construye toda su obra en base al rechazo de aquello que él cree que corrompe lo que ama, a todo aquello que no da conocimiento y amor hacia el ser supremo.
¿Es el amor un argumento sobre el que se puede filosofar? Parece como si la respuesta a las grandes preguntas que se plantea la filosofía y que tan bien plasmó Kant, (¿Qué puedo saber?, ¿Qué debo hacer?, ¿Qué me cabe esperar?, ¿Qué es el hombre?), dejara fuera de lugar la posibilidad de especular y reflexionar sobre cómo mostrar sentimientos y cómo estos inciden en la vida del ser humano.
Por amor a Dios y a Jesucristo, Kierkegaard inicia su particular cruzada contra la iglesia protestante de su país, a la que acusa de andar más pendiente de la letra y los rituales que de la esencia de los sentimientos que vinculan al hombre con Dios. Una fe menos escolástica y más vital y esencialista es el caballo de batalla sobre el que construye sus más ardorosos escritos, materia de estudio en filosofía de la religión en los últimos dos siglos.
Como buen escritor vocacional que era y que pretendía estar siempre en el candelero, pronto se dio cuenta que alimentar la polémica era necesario para alcanzar sus pretensiones de ser leído. Por lo tanto los temas sobre los que deberían versar sus creaciones no necesariamente habrían de hacerlo solo sobre la religión. Así que igual que un día se hacía responsable de escribir obras teologales como Temor y temblor, escrito bajo el pseudónimo de Johannes de Silentio, otro se sentía capacitado para sacar a la luz tratados como Diario de un seductor, donde pretende estudiar las relaciones amorosas y las formas de seducción. Del amor a Dios y la fe, salta al amor terrenal, el que profesa y vive el hombre.
La vida es para Kierkegaard un ejercicio libre y responsable donde el ser humano hace frente al día a día en diferentes estados que clasifica en tres categorías: el ético, el estético y el religioso. De alguna manera el individuo pasa por cada uno de ellos a lo largo de su existencia siendo el tercero, el sumun al que debe encaminarse toda vida que se considere de algún modo aprovechada. En esos tres estados hay un interés y vínculo afectivo; de la preocupación por el hombre y el entorno donde se ubica en el ético, se salta a la persona y al contexto íntimo de la pareja en el estético, para terminar profesando la capacidad de amar del individuo fruto de su relación directa con Dios.
Merece la pena echar un vistazo al segundo, el estético. Quizá por ser el menos conocido en un filósofo que tiene su equivalente en España en la figura de Unamuno y su sentimiento trágico de la vida. Frente a ese vínculo religioso constante, motivo de tormentos y grandes frustraciones, contrasta este otro más cercano y si se quiere mundano, aunque no por ello carente de brío y sensibilidad. Y es que aunque parezca sorprendente Sören Kierkegaard amó, y ese amor terrenal fue fuente de inspiración de uno de sus opúsculos más curiosos, La repetición.
Regine Olsen fue la desafortunada dama que un día se enamoró de Kierkegaard. La relación duro apenas cuatro años, cortada de raíz por este como consecuencia de una fuerte crisis existencial a raíz de la cual también dejó sus estudios de teología. De eso modo, de un plumazo, Kierkegaard da finiquito a la que había sido hasta ese momento su vida.
Fue una ruptura absurda; a pesar de que la amaba profundamente, sentía que estaba destinado a una existencia superior que su vínculo con Regine no podría cubrir de ninguna de las maneras.
Cuentan las crónicas de la época que la separación provocó un pequeño escándalo en el reducido grupo de la alta sociedad de Copenague, fundamentalmente por la reputación del padre de la muchacha, un influyente consejero de estado. De ese tumulto poco o nada supo Kierkegaard, sumido ya en su exilio existencial, lejos en Berlín. Sin embargo el vínculo entre los dos jóvenes viviría un segundo momento íntimo, gracias al fugaz reencuentro en una iglesia donde los antiguos novios solo intercambiaron una mirada y un leve gesto de asentimiento con la cabeza por parte de ella. Aquello produjo un shock en la cabeza de Kierkegaard, dando como fruto las reflexiones sobre si en el amor terrenal existen o no las segundas oportunidades, algo sobre lo que sí se postula a favor y ve posible en el plano religioso y en la conexión de Dios con el hombre.
¿Puede repetirse el amor hacia alguien igual a cómo se sintió y vivió la primera vez?, ¿Existen las segundas oportunidades, o es esta tan solo una mala copia, donde tan solo se idealiza lo ya experimentado y amado?
Kierkegaard compara esa sensación con la reminiscencia, tal y como la consideraban los antiguos filósofos griegos. Todo conocimiento parte y es por tanto fruto de un recuerdo, que es tanto como decir que en realidad no se parte de cero cuando uno se aproxima a conocer algo. Así cabe distinguirse entre repetición y recuerdo. Lo que se recuerda es algo que fue, que brota en nuestra mente y corazón, y que viene de vuelta a nosotros. Es pasado, no una vivencia presente. En cambio la repetición aspira a volver, revive en toda su esencia el sentimiento experimentado con anterioridad, como si de una copia exacta de la primera experiencia se tratase.
¿Tiene en cuenta el filósofo otros elementos, como que las condiciones sean diferentes entre uno y otro momento? ¿Esos cambios pueden incidir de tal manera que el enamoramiento pueda ser una continuidad del primero o tan solo es una forma de enamorarse de la misma persona pero como si se tratase de una relación completamente distinta?
La conclusión del filósofo es que el recuerdo entristece, y solo la repetición da la felicidad. Sobre si es posible repetir una proyección amorosa o solo se puede recordar es algo en lo que Kierkegaard es pesimista: en realidad solo nos enamoramos una vez de la misma persona.
Una relación no puede vivir del recuerdo, y solo puede revivirse si se repite la experiencia completa en toda su esencia, tal y como ocurrió la primera vez.
De aquello se infiere una pregunta que obviamente todos nos hemos llegado a plantear, dado que todos hemos amado y dejado de amar. ¿Eso puede llegar a ocurrir, volver a amar cómo la primera vez?
Pocos temas, desde luego, estarán más de actualidad siempre que este.