Política y Social

La construcción de la identidad mediante las fronteras de género

Ana Álvarez-Ude Baranda Artista

Cuando Los Beatles aparecieron en los años 60 hubo un gran revuelo por las pintas que llevaban. Aunque desde nuestra perspectiva presente es difícil imaginar qué tenían de revolucionario esos señores en blanco y negro con el pelo a tazón que ni siquiera eran mucho más peludos que sus contemporáneos, la realidad es que supusieron una ruptura en la construcción del hombre moderno.

Al ser llamados “melenudos” despectivamente por gente adulta y respetable, la reacción de muchos jóvenes fue, obviamente, melenizarse aún más: soltarse el pelo, dejárselo hasta la cintura, con barbas rizadas y mal cuidadas. De esa manera se estaban construyendo como algo diferente a lo que eran sus padres. Algo opuesto, algo que nunca provocaría dos guerras mundiales ni construiría campos de concentración. Ese pelo, salvajemente femenino, era la muestra externa de independencia del pasado, una peluda frontera generacional.

Hace un tiempo me encontré con una serie de fotos de finales del s. XIX y principios del XX. Eran fotos de diferente origen, época y personajes, de hombres sentados sobre otros hombres o con una pierna sobre la rodilla de otro. Algunos se dan la mano entrelazando suavamente los dedos, otros se abrazan por la espalda mientras sonríen a la cámara. Al mirarlos desde el s. XXI mi primera asociación mental es que tenían una relación erótica. Sin embargo, aunque eso fuese cierto en algunos casos, parece bastante poco probable que lo fuera en todos. La realidad es distinta, mi mirada confunde la intimidad masculina con la homosexualidad. Mi mirada y Google, la mente colmena, donde al escribir “men holding hands” obtengo una ristra de artículos sobre parejas defendiendo su derecho a ir de la mano por la calle, noticias de actualidad sobre hombres gays acosados en Rusia y artículos sobre George Bush Jr. paseando de la mano de un jeque Saudí, explicando al confuso occidental medio a qué obedece tan extraño comportamiento.

El pelo de los Beatles

El contacto físico entre dos hombres y sus límites varían entre sociedades, desde las anglosajonas con su espacio interpersonal inabarcable a las más cálidas sureñas del abrazo de oso y los besos en las mejillas. Pero viendo estas fotos no tan lejanas en el tiempo, una ha de preguntarse a qué obedecen estas reglas y por qué ahora resulta extraño lo que hace un siglo era suficientemente común como para ser representado numerosas veces.

Mi intuición coincide con la perspectiva ofrecida por John Ibson en Picturing Men: A Century of Male Relationships in Everyday American Photography. En esta obra el autor hace un repaso de las fotografías de hombres de las postrimerías del s. XX en adelante y concluye que una de las razones por las que los hombres reducen el contacto físico es la aparición de la homosexualidad (del hombre homosexual, específicamente) en la sociedad. A la manera de Foucault, Ibson recalca la diferencia histórica entre el hombre que folla con otros hombres (el sodomita) y la persona homosexual, es decir, la homosexualidad como identidad.

Algunos hombres siguen paseando de la mano. Entre ellos, los hombres de China, India y en muchos países musulmanes. No es casualidad que dentro de estos países la homosexualidad no sea reconocida como una identidad sino como un vicio, e incluso, en ocasiones, como una importación occidental. Quizás en ciertas sociedades el hombre que folla con otros hombres todavía sea sodomita en lugar de homosexual. Desde esta perspectiva, paradójicamente, que comenzase a haber un rechazo generalizado a la intimidad entre hombres en estos países implicaría un avance en la aceptación de la homosexualidad (al menos la masculina).

Descubrí el término “bromance” (literalmente: romance de hermanos) hace unos cuantos años, coincidiendo con la etapa de mayor popularidad de Sobrenatural. Esta serie narra la historia de dos hermanos, Sam y Dean, que fueron criados por su padre para luchar contra las fuerzas demoniacas. En cierto sentido la obra es una oda a la masculinidad: dos fornidos hermanos, apellidados Winchester (como el fusil), recorren USA en un Chevrolet Impala, salvando a familias y a atractivas jóvenes de demonios, monstruos, súcubos o lo que toque esa semana, mientras continúan su camino a ninguna parte en busca de su padre perdido. Es un western sobrenatural con un toque del Equipo A.

Lo interesante de todo esto es que lo que podría haber sido una serie más para chicos adolescentes en busca de rudos modelos de conducta, se encontró con un público un tanto inesperado: chicas adolescentes salidas con acceso a internet. Sam y Dean se convirtieron en objeto de deseo, en musas de un torbellino de mujeres deseantes. Tumblr estalló, llenándose de fanfiction, ilustraciones y gifs de las mejores escenas. Una parte importante de estas fantasías se construían alrededor de la idea del romance prohibido entre los hermanos: los Butch y Cassidy del s. XXI no podían ser solo hermanos, tenían que ser amantes.

En su obra “(Untitled) Intricate Rituals”, Barbara Kruger utiliza la fotografía de un grupo de hombres sonrientes vestidos de smoking que arrastran a otro hombre también risueño. Parece una foto espontánea de un grupo de hombres en una boda, quizás los amigos del novio en la despedida de solteros. A la imagen se yuxtapone un texto:

“Construís intrincados rituales que os permiten tocar la piel de otros hombres”.

Este tipo de representación es casi un género propio. Futbolistas que aprovechan el gol o un buen pase para palmear el culo de su compañero, hinchas de clubs deportivos abrazándose y besándose en la boca, hombres que se visten de mujer y flirtean con sus amigos. Y también ultras que quedan para golpearse, activistas que se encaran, rostro contra rostro con sus enemigos, antidisturbios que cogen de la pechera a los protestantes. Veo algo en común en todos estos actos: la tensión entre el deseo de tocar y el rechazo que esto produce. Esta intimidad masculina necesita una justificación, un contexto que permita el contacto sin la sospecha de la transgresión de lo heterosexual. Le meto mano a mi amigo, sí, pero solo por la incontrolable pasión viril que me ha inspirado este golazo. Me acerco a mi enemigo para amenazarle mientras siento su cálido aliento en las mejillas y el cuello. No quiero decir con esto que todo contacto entre hombres esconde un deseo de atravesar esa frontera, pero no deja de ser interesante de observar lo que algunos rituales encubren.

En Reflexionando sobre el sexo: notas para una teoría radical de la sexualidad, Gayle Rubin revela la existencia de jerarquías de valor sexual en las que deseo, identidad y acto sexual se encuentran en distintos niveles de aceptación que van desde el sexo “bueno” al “malo”. En esta jerarquía, el ideal -la forma de sexo más buena, o menos mala- es el sexo heterosexual y monógamo en el contexto del hogar matrimonial con la procreación como objetivo. Tras este ideal se encuentran otras combinaciones, progresivamente menos buenas, más “degeneradas” en las que el deber para con la sociedad tradicional se ve obliterado por el placer, mucho menos manejable y predecible.

Aunque la jerarquía se mantiene invariable, las fronteras que produce y el significado que detentan en sociedad pueden cambiar. En este sentido, la lucha por la aceptación de las sexualidades no tradicionales trata de mover la línea entre lo aceptable y lo degenerado de manera que la expresión sexual que se defiende se encuentre en el bando ganador. Así, en los años 30 una mujer que follaba fuera del matrimonio era tachada de perdida, mientras que ahora se considera un acto normal, aunque no ideal. Otras manifestaciones, como el sexo por dinero, se encuentran todavía en el otro lado.

En cierto sentido, la construcción de la identidad funciona de manera similar a las jerarquías de valor sexual. Por ejemplo, en el caso de la identidad femenina o identidad-mujer hay una serie de características que se asocian a lo femenino como el ser cuidadosa, la preocupación por el aspecto, la delgadez, los rasgos finos, las formas curvas, la sumisión, el respeto o la suavidad. Frente a esto se encuentran atributos como la suciedad, la gordura, la despreocupación por el aspecto físico, los rasgos toscos, las formas rectas, la agresividad, la descortesía o la dureza. En esta particular jerarquía, la mujer que más se aleja de los aspectos correctos es una aberración, algo que hay que corregir. No porque esas características sean intrínsecamente malas (la agresividad es muy apreciada en hombres, soldados, luchadores o emprendedores) sino porque no son correctas para esa categoría, no se corresponden.

Corresponder significa pertenecer, tener una relación “realmente existente o convencionalmente establecida” con otros elementos del mismo grupo. En su condición de categoría social, la mujer se construye en atención a una serie de similitudes consideradas como reales y definitorias y se delimita mediante la contraposición con aquello que se considera opuesto, esto es, el hombre. Esta contraposición no tiene una base lógica (el mundo no se ordena en pares de opuestos), pero sí una larga historia. Y aquí viene el meollo: es una fuente de placer y seguridad.

Algunas acciones feministas se han orientado a mover la frontera entre las características masculinas y femeninas, de manera que la identidad de las mujeres abarque más posibilidades. Entre estos movimientos se encuentran cosas como lo “body-positive” o las protestas contra los juguetes que se separan por sexos, entre muchos otros. Aunque hay similitudes entre el orden social de la identidad con las jerarquías sexuales descritas por Gayle Rubin, hay una diferencia fundamental: cuando se afecta a un grupo, también se afecta al otro. Al ser concebidas como opuestas, las identidades masculina y femenina no pueden ser manipuladas individualmente, por lo que cualquier cambio que se pretenda hacer en una afecta a la otra. Porque, se planteará sin darse cuenta más de uno: “Si una mujer puede ser agresiva y fea sin dejar de ser mujer y yo soy agresivo y feo: ¿quién soy yo?”.

Hace tiempo un amigo me lanzó una pregunta: “¿Por qué crees que las barbas frondosas se han vuelto a poner de moda?”. En su momento no pude responder, pero quizás exista una relación entre la vuelta del vello facial y el resurgimiento del feminismo con su tendencia a desmontar las identidades basadas en el sexo. Hay antecedentes históricos: los zapatos de tacón, utilizados por los persas para montar a caballo, fueron adoptados a comienzos del s. XVII por los europeos como una marca de masculinidad. Alrededor de 1630 algunas mujeres comenzaron a llevarlos, así como a cortarse el pelo y a fumar en pipa. Esta moda unisex se mantuvo hasta finales de siglo, cuando los hombres comenzaron a llevar tacones más robustos mientras que los de las mujeres se fueron haciendo cada vez más finos y delicados. Esta tendencia se puede identificar a lo largo de la historia: uno o más elementos de la identidad masculina son apropiado por las mujeres, lo que se mantiene durante un tiempo hasta que se vuelve a construir una separación.

Cuando representantes de grupos conservadores y religiosos expresan que el matrimonio entre personas del mismo sexo va a acabar con el orden social y el mundo tal y como lo conocemos, no están mintiendo. Se están refiriendo a un orden social tradicional dependiente de la separación entre “los dos sexos”, que ordena su mundo, valida su identidad y proporciona guías de conducta que (a todos nos) sirven de muletas para navegar la sociedad. El matrimonio homosexual, la existencia de múltiples géneros, la separación entre lo biológico y lo identitario o la eliminación o atenuación de los roles de género son golpes directos a su sentido del yo. Por encima del deseo de controlar e imponerse ante el otro, se encuentra el miedo a que las instrucciones que uno sigue no sean incontestables, a no ser entendido, a equivocarse en la relación social, a tener que investigar el placer propio, a imbuirse en la ambigüedad de las relaciones, al abismo que supone una vida sin direcciones claras.

Las fronteras te protegen. Las fronteras significan que eres parte de algo. Las fronteras te mantienen vivo. En la lucha por un mundo más justo para las mujeres, las personas no blancas y las personas LGTBITQ se está atacando a aquellos que siempre han encajado, desequilibrando su identidad, obligándoles a deconstruirse. No significa que haya que parar de hacerlo, o que debamos considerar sus sentimientos por encima de nuestros derechos, pero vale la pena tener en mente que toda batalla toma víctimas y reconocer que tienen razón: es el fin del mundo tal y como lo conocemos.

 

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Política y Social

Juanma Samusenko

Ilustración, Collage y Fotografía

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Ana Álvarez-Ude Baranda

Artista

Pasó la infancia leyendo, estudió Comunicación Audiovisual y finalmente se lanzó al vacío de ese mundo indefinido que es el Arte.

Cree que falta imaginación y sobran manuales.

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