Si hay una fase en la cadena de montaje de toda campaña publicitaria que realmente nos fascina, esa es, sin duda, la de la creatividad. Cabe pensar, de hecho, que sin la fase creativa, la publicidad no seguiría siendo más que el terrible fenómeno del insistente y tedioso reencuentro con los anuncios bajo la esperanza de que la mera notoriedad obre un cierto efecto persuasivo. Sin embargo, la técnica publicitaria es, y ya desde hace muchas décadas, capaz de conseguir objetivos de comunicación mucho más técnicos y mucho más complejos; y, gracias a la creatividad, hacerlo de forma lúdica y sorprendente. Sin embargo, ¿qué clase de creatividad es esta que la publicidad pone en juego? ¿Cuánto de su lógica de funcionamiento comparte con esa que, bajo cierto punto de vista, puede plantearse como la forma mayor de la creatividad, que sería el arte? ¿Guardan o no alguna clase de parentesco?
Una primera aproximación a la cuestión podría señalar a la creatividad publicitaria como una instancia “aplicada” de la creatividad artística, es decir, como si algo de la lógica artística pudiera ser desgajada y puesta al servicio de una aplicación concreta y, por tanto, sujeta a objetivos de publicidad que, en última instancia, contribuirían a la consecución de objetivos de marketing. Desde este punto de vista, la creatividad publicitaria comparecería como una domesticación de esa energía creadora que late en el fenómeno artístico, en donde dicha vehemencia, a menudo descrita como imparable e incognoscible, que apunta a peculiaridad del artista, pudiera ser controlada y orientada conforme a los intereses del anunciante, responsable final del mensaje publicitario y autor de su objetivo último. Dicho de otra manera, como si fuera un hermanito menor del arte, algo confuso y alienado, que hubiera sido sometido y puesto al servicio de un gran poder de naturaleza económica (no podemos obviar la relación entre la publicidad y el sistema capitalista del que obtiene el más libre de los contextos de actuación). Sin embargo, esta propuesta de explicación deslizaría la idea de que la creatividad publicitaria, aunque adoptando la forma de un género menor, pertenecería, en el fondo, a la misma familia de la creación artística, compartiendo su modo de actuación, así como el origen de su energía, cosa que aquí nos proponemos poner en tela de juicio.
El eje artístico-publicitario
En su lugar, vamos a ensayar un eje virtual en cuyos extremos antagónicos situaremos, en un lado, a la creatividad publicitaria y, en el otro, al arte mismo con todo lo que contiene en materia de creación, bajo la premisa, por tanto, de que no solo no solapan sus áreas de funcionamiento, sino que además responden a lógicas por completo incompatibles. Y, a partir de aquí, construir este antagonismo abordándolo de distintas formas.
Empezaremos señalando una de las divergencias más definitivas entre ambos que, además, se convertirá en la idea-guía para todas las demás. Partimos del hecho de que, desde siempre, la naturaleza del artista era percibida como una particularidad especial que caracterizaba a algunos individuos. Guardaba cierta relación con las habilidades, de hecho con las habilidades artísticas, pero pronto emerge la idea de que tales técnicas solo se vuelven mediadoras de lo genial cuando es una cierta condición personal del artista las que las conduce. O mejor dicho, cuando es el artista el que se deja conducir en las proximidades de un lugar intenso e inquietante de su ser, que le absorbe y le doblega, y de cuya vivencia serán las habilidades técnicas las que harán lo posible por dejar una huella. Por tanto, la obra del artista emerge, según esta visión clásica de la condición artística, como el trazo de una vivencia extrema que tomó del sujeto algo, incluso, de su condición de tal, reduciéndolo a un paso previo a la subjetividad, más asociado a la sensación y la impresión, la emoción y la estimulación, un enervamiento vital, a menudo no precisamente placentero, que requerirá de él más de lo previsto. Así, el alumbramiento artístico adquiere las características de un doloroso parto, un momento de profundo compromiso del ser, y por tanto, un momento y lugar en el que el sujeto pierde el control de sí. No serán, pues, las habilidades técnicas, o artísticas, las que harán al artista, sino que será este el que las dote a ellas de un contenido traído desde los más inhóspitos lugares de su propio ser, la verdadera materia con la que se construirá la identificación con el espectador, el arrebato, en el eco de sus propios lugares inhóspitos. Puede que las habilidades técnicas sean capaces de lo bello, pero el arte quiere ir más allá de la belleza, de lo decorativo, y convocar, precisamente, aquello que nos conmueve (1).
Y bien, ¿qué hay de todo esto en esa habilidad técnica que es la creatividad publicitaria? ¿Acaso un ser en su condición límite? Si el arte tenía que ver con un sujeto en angustia, la creatividad publicitaria requiere, por el contrario, de un sujeto pleno y firme, apostado sobre sí mismo, sujeto en todo el alcance de la palabra, y consciente de la tarea de creación que tiene por delante. De hecho, he ahí un nuevo eje de distinción, pues si el artista es arrastrado a sus grietas y convocado por sus fallas, solo parcialmente consciente de esa deriva, el creativo publicitario aborda su tarea desde la plenitud de su consciencia. El artista puede no ser consciente de que de esa caída al vacío podrá quedar una huella con la que dará testimonio de su vivencia, y de hecho no toma la decisión consciente de caer. El verdadero artista simplemente cae porque pierde su equilibrio, mientras que el creativo publicitario ni se cae, ni se asoma, sino que, como mucho, finge una inclinación, pura estética, de la que obtiene una pieza de “ingeniería” que encaja en el contexto de trabajo en el que se halla inscrito. Mientras que el artista se cae porque no puede evitarlo, el creativo publicitario coordina el diseño consciente de una pieza cuyo encaje con el resto de la campaña legitimará su validez. Si, en el arte, es el reconocimiento de la veracidad de la vivencia límite lo que legitimará la experiencia artística, en la creatividad publicitaria será el encaje formal y su respuesta a la solicitud del briefing del anunciante lo que validará el objeto creado, es decir, lo que los profesionales de la publicidad denominan el “concepto creativo” de la campaña. De ahí que, como se dice en el mercado publicitario, “las mejores ideas de los creativos están en las papeleras”, guillotinadas por no encajar del todo en el briefing del anunciante, descartadas en aras de un concepto cuantitativamente mejor que vendrá a sustituirlas sin mayor problema. En el arte, lo que tenemos es un sujeto parcialmente en descomposición; mientras que en la creatividad publicidad, lo que tenemos es un ejercicio pleno de activo trabajo de sujeción.
Visto así, será fácil entender, además, la grieta del artista como un lugar interior de sí mismo, mientras que el creativo publicitario atiende una problemática llegada desde el exterior. Se plantea, así, un nuevo eje, el del interior-exterior, que separa aún más las lógicas de la creatividad artística y la publicitaria, pues la falla estructural de la que el artista no puede evitar ocuparse, es antes que cualquier meta de creación externa que se le proponga. El espacio de trabajo del artista es, por tanto, una periferia de un “sí mismo”, donde cuaja “la alerta del yo”, cuando no el centro mismo, donde el yo se hunde. Nada que ver con las antípodas de este lugar, el horizonte externo de la subjetividad, en donde comienza el trabajo activo de la resolución de problemas, el tiempo del trabajo en el que el yo revela su buen estado, su salud frente al mundo, y en donde la creación tiene que ver con el alumbramiento del objeto, bien sea físico, o bien un “concepto creativo”, con el que dar forma a un texto publicitario.
Podemos contemplar la creatividad artística como el alumbramiento de la única cosa posible, es decir, la única que vale para el artista que la “sufre”. De hecho, una de las problemáticas del artista será, precisamente, la enfermiza evaluación y reelaboración del mensaje, entendiendo este como huella de su vivencia, con el objetivo incesante de llegar a representar a esta bajo los términos más fieles. El artista se empecinará obsesivamente en la reelaboración permanente del mensaje, del que espera que sea la más sincera huella de lo vivenciado con el precio de la angustia, y del que, por tanto, solo concibe UNA FORMA posible. Para el artista, no existen sinónimos de su obra, ni una multiplicidad de mensajes posibles, sino tan solo UNO al que se abocará con obsesión para darle forma. De hecho, el trabajo no termina, pues ninguna de las formalizaciones posibles de su obra, ningún trazo, reflejará ni permitirá reconstruir del todo la experiencia atravesada. Para el artista, ni siquiera la ÚNICA FORMA, aprobada como obra de arte para su exposición, será sino un trabajo en curso hacia UNA escurridiza forma que no termina de precisarse. Sin embargo, en la realidad laboral del mercado publicitario, se crean y se ensayan múltiples “conceptos creativos”, diversas propuestas de solución para “el problema de comunicación del anunciante”. En realidad, por más que el talento de los publicitarios acierte a elegir el concepto más idóneo para la campaña, no se puede negar que no existe una única solución de comunicación, sino que, por el contrario, muchas serían las campañas publicitarias que podrían satisfacer el objetivo de su anunciante. Es decir, si frente al artista hay una idea necesaria, frente al creativo publicitario hay una idea contingente. Así, no existe un único “concepto creativo” válido. Y, de este modo, se pone de manifiesto que si para el artista era fundamental reconocerse en su obra, las agencias de publicidad navegan en una cierta sensación de alienación discursiva, siempre doblándose al servicio de docenas de anunciantes distintos, que además valorarán su capacidad creativa por su facilidad para articular campañas publicitarias de muy diversa condición. Allí donde la versatilidad es un valor, la alienación absoluta se localiza como el más perfecto de los objetivos, una habilidad que las agencias de publicidad concebirían como un horizonte perfecto, aunque seguramente fuera de su alcance en términos estrictos. Es verdad que existe una cierta “estética de agencia” que permite a los profesionales de la publicidad reconocer el trabajo de ciertas agencias cuyo estilo se desliza en la estética de sus campañas, pero también lo es que todo ese estilo queda absolutamente supeditado a la consecución de los objetivos del anunciante, del que dependerá el propio éxito de la agencia. Incluso, se podría decir que el hecho de que esta se reconozca en el estilo de sus campañas, más allá de un efecto secundario, sería, incluso, un límite para una absoluta versatilidad discursiva, la que los responsables de la agencia plantearían, sin duda, como el verdadero camino a seguir, la que multiplicaría las posibilidades de la agencia para atender a cualquier anunciante concebible.
¿Y qué hay de la disposición al cambio del emisor del mensaje? De nuevo, se traza aquí un arco que separa a nuestro destinador comercial, el anunciante, del artista. Para este, cuya relación con el mensaje a articular es casi de obsesión y para el que solo existe un mensaje válido, la idea de sustituir su mensaje por otro no solo haría de su trabajo una impostura sino que además haría que no tuviera interés alguno en llevarlo a cabo salvo que persiguiera tan solo un interés económico. No es el caso de los anunciantes, y por tanto de sus discursos publicitarios, cada vez más acostumbrados a aceptar la llamada “responsabilidad social corporativa”. Bajo el influjo del 4º modelo de RR.PP., el modelo “bidireccional simétrico” que definieron Grunig y Hunt en 1984 (2), las empresas (para nosotros, anunciantes) deben estar dispuestas a escuchar a sus públicos y transformarse para responder a sus expectativas, es decir, para convertirse en los ciudadanos modelo que aquellos esperan. ¿Y acaso no será mediante el discurso publirrelacionístico y publicitario que las empresas darán a conocer su transformación corporativa? Visto así, el discurso empresarial se modificaría con el propio “cambio social”, provocando una modificación en el discurso corporativo por completo dispuesto a cambiar de estado y de contenido para lograr los objetivos de marketing.
Entonces, ¿es que nada del texto publicitario responde a la lógica artística? Sin duda, el resultado puede participar de una lógica artística, en tanto que despliega para el espectador un espacio de subjetividad y de emoción en el acto de la lectura del texto publicitario. Y, de hecho, es evidente que alguna publicidad nos emociona. Lo que, sin embargo, no parece responder a la lógica artística es la naturaleza de la actividad que produce ese texto publicitario.
Creatividad y Teoría General de Sistemas
Fue en 1950 cuando Ludwig von Bertalanffy dio forma a su Teoría General de Sistemas, una teoría que puede ser llevada a multitud de ámbitos para explicarlos con arreglo a su definición de “sistema”: Un conjunto de elementos que interrelacionan entre sí para el logro de un determinado objetivo. Es habitual entre los estudiosos del sector de la publicidad considerar a este como un sistema, “el sistema publicitario”, lo que convierte a cada una de las empresas involucradas en su “cadena de valor” en elementos de un sistema interrelacionado, que subsiste por su capacidad para ayudar al anunciante a lograr sus objetivos. Desde este punto de vista, vamos encontrando ya múltiples puntos de abordaje para continuar construyendo nuestro antagonismo entre la creatividad publicitaria y la artística, pues en el primer caso, la existencia misma de todo el sistema publicitario que da contexto a la creatividad, existe por el anunciante, es decir, por un sujeto, de nuevo, externo a los sujetos creativos. Por contra, en el caso del arte, nuestra Teoría General de Sistemas es inaplicable, pues ni hay elementos como tales que puedan ser aislados, ni tampoco exactamente un objetivo identificado que pueda ser medido y cuantificado. Lo que provoca la publicidad es el anunciante; lo que provoca el arte… es el artista y su obsesión.
Si la publicidad es tomada como un sistema, el “sistema publicitario”, la creatividad comparece como una potencia del sistema, una “cosa que se puede llevar a cabo” por su mera actividad. Por tanto, la creatividad ya no comparece como un fenómeno heurístico, un acto en contexto de angustia, sino como una actividad limitada y planificada que se despliega en un plano de actuación empresarial. De hecho, en la lógica de la creatividad publicitaria encontramos la posibilidad de ser llevada a cabo, mientras que la creatividad artística tiene más que ver con una imposibilidad, con un lugar en donde el sujeto patina y falla. Por tanto, pretender que la actividad de la creatividad publicitaria participa de una lógica artística sería como sostener que el “sistema publicitario” pretende haber llevado a cabo la doma de la creatividad, haber “domesticado al arte”.
¿Cómo pretendería la publicidad haber llevado a cabo “la doma de la creatividad”? En primer lugar, mediante un mecanismo puramente “sistémico”, el mismísimo “briefing”, es decir, el documento que el anunciante prepara para su agencia de publicidad y en la que da cuenta de su “problema de comunicación”, de modo que esta pueda comprender lo que se espera de ella. Yendo un poco más lejos, la ilusión de la “doma” se produciría, más bien, por el llamado “contrabriefing”, es decir, el documento que la agencia de publicidad confecciona a partir del briefing de su anunciante y que contiene todo lo que necesita para poner en funcionamiento su engranaje “creativo”. No es de extrañar que esa pretensión de doma de algo cuya naturaleza parecía apuntar a lo oscuramente humano, se produzca por medio del fenómeno textual, que organiza, acota, topografía y clasifica los espacios de la tarea hasta que esta parece por completo abordable sin angustias ni amenazas. Así es cómo llegamos al segundo de los mecanismos de “doma”, que localiza el punto creativo como un determinado paso en el proceso de engranaje interior de la agencia, ubicándolo tanto en espacio, como en tiempo. En espacio, contando con los profesionales creativos correspondientes y el espacio mismo de la agencia. En tiempo, en cuanto que la creatividad publicitaria cuenta con su turno de actuación y sus tiempos límites o plazos de entrega. Los apriorismos kantianos ayudan a cernir ese fenómeno otrora incontrolable de la creación, situándolo donde se le espera y orientándole al servicio de un tercero del que solo se sabe lo que se recoge en los documentos de trabajo. El Departamento Creativo de una agencia sabe que su “creación” deberá estar lista en un lugar y un tiempo determinado, o no será útil. En tercer lugar, la agencia cuenta con un departamento llamado “de tráfico” que garantiza que el engranaje corporativo funciona de tal modo que ofrece lo que el cliente espera, asegurándose de gestionar tiempos y tareas para que se produzca una creatividad y que esta pueda ser propuesta al anunciante. En su condición de guardia, el Departamento de Tráfico contribuye a que siempre se disponga de una creatividad lista para ofrecer en los tiempos preestablecidos, contribuyendo a domar el proceso creativo. Cuarto, y sin duda una de las formas de “doma” más eficaces, el presupuesto: No importa la calidad de la idea o del concepto planteado si este no encaja en el presupuesto del anunciante, lo que obligará a retornar al proceso creativo hasta dar con una idea que pueda ser llevada a cabo con los recursos indicados. En definitiva, formas cómo la concepción sistémica de la actividad publicitaria se convierte en una herramienta para domar el proceso creativo y someterlo a los raíles de la productividad textual que requiere el liberalismo contemporáneo.
En último término, cabe preguntarse si, bajo la concepción de la publicidad como un fenómeno sistémico, la publicitaria es una creatividad… sin sujeto.
Y sin embargo…
Sin embargo, la mitificación del fenómeno creativo ha alcanzado incluso a la actividad publicitaria, localizando en ella algo de una cierta condición límite del sujeto que, aunque no termina de mostrársenos en la realidad cotidiana del trabajo publicitario, sí que se ha llevado a las propuestas culturales. De hecho, una de las más célebres de los últimos años, ejemplo paradigmático de eso que se ha denominado “la edad dorada de las series de TV”, es decir, la serie de tv “Mad Men” de Matthew Weiner, concibe a su personaje principal, el publicitario Donald Drapper, como un tipo que vive permanentemente al límite. En palabras de Jesús González Requena, que llevó a cabo el análisis textual de los títulos de crédito de “Mad Men”, “El mundo de Don Draper está constantemente amenazado de un derrumbe absoluto, la realidad que le rodea es tan frágil como inquietantemente irreal. Pero diríase que él estuviera especialmente preparado para vivir así.” (3) Y no solo eso, sino que es, precisamente por eso, porque puede soportarlo, porque es capaz de vivir al límite, siempre a punto de caer, que él es el más sorprendente de los publicitarios: “Es sin duda de su capacidad de aguantar en esa posición de vértigo de donde proceden sus más brillantes golpes publicitarios” (3).
Está claro que, en lo que al ámbito cultural se refiere, la creatividad nos fascina y nos seduce, y cuanto más oscuro e ininteligible sea el camino que pensamos que conduce hasta el alumbramiento de una idea, más irresistible… nos parece.