Las distopías son como los humores corporales. Todos tenemos las nuestras y, si bien las de los demás las podremos tolerar en mayor o menor medida, nunca nos atraerán genuinamente, ni llegaremos a acoger como propias. Ni siquiera aquellas donde en lugar de sufrimiento hay un mínimo consuelo, porque la mayor parte de las distopías son esencialmente culpables y, por ende, masoquistas.
Hay, indiscutiblemente, determinados rasgos distópicos comunes, quizás hasta arquetípicos, pero estos vienen más de la intuición compartida de la desolación inminente -del sentimiento trágico de la vida que está por venir- que de la esperanza. Porque el más allá nunca podrá ser distópico, dado que es aceptado por nuestra trascendencia como algo ajeno a toda realidad, presente o, especialmente futura. Somos el ser y la nada, no el ser o la nada, y de esa necesidad de simbiosis nace toda creación, material y espiritual, presente y futura. Porque más vale un futuro sin esperanza que un futuro que no existe, aun cuando toda distopía sea, en mayor o medida, responsabilidad de cada uno.
Lo expuesto conlleva negar que existan las distopías fortuitas o surgidas de la fuerza mayor, esos Actos de Dios anglosajones, tan similares en naturaleza al Ins’allah musulmán, en que lo que acontece nunca nos es imputable, siendo consecuencia de otra voluntad, caprichosa o no, siempre determinista, que decide por nosotros. Si acudimos a categorías jurídicas, podríamos decir que toda distopía nace bien del dolo (intencionalidad) de unos pocos, bien de la lasitud de unos muchos que fueron permitiendo abusos, catástrofes -bélicas o naturales- o la usual degradación sociopolítica que caracteriza al proceso que lleva de la utopía, pretendida o no, a la distopía. Las distopías siempre son culpables, nunca fortuitas y, por ello, tienen responsables, directos e indirectos. Cuestión distinta es, empero, la humana objetivación de responsabilidades que cada uno de nosotros hace respecto a la distopía que le tocará vivir, que nunca habrá sido culpa nuestra. Aun aquellos que, consecuentes con la naturaleza responsable de toda distopía, aceptan que tal resultado es imputable al hombre, y no a azar (o Dios) alguno, pero niegan no obstante haber sido corresponsables de tal resultado, erigiéndose, por el contrario, en las únicas víctimas inocentes del mismo.
En todo caso, y vistas sendas evolución de ideas y progreso, cabe postular que la distopía por venir será socioeconómica, y no se llevará a cabo en el mundo real, sino en las redes. Será perezosa, laxa y desvinculada de la realidad, hasta el punto de que quizás nos muramos físicamente de hambre a la par que, como habría hecho Mitterand en su idealizada última cena, disfrutemos de un festín virtual de ostras y foie. Quizás pensemos que solo nos ahogamos online, habiendo olvidado que dejamos el grifo de la bañera abierto hace horas, tras habernos metido en ella tras la enésima inmersión en el vasto océano de Dios sabe qué paraíso virtual. Puede incluso que el olor que percibamos en un momento dado no sea el del asado de la victoria contra el clan contrario del último software bélico inmersivo, sino el de nuestra propia carne, quemándose bajo un sol real, más cruel que el diseñado por el programador de moda. En tal caso, la distopía material acaecerá sin excesivo esfuerzo, y será fruto de la desidia general en mantener la conciencia del mundo real frente a otros imaginarios, poblados de sirenas cuyos cantos se midan en petabytes. Parecido al infocalipsis del snow crash de Stephenson, tal escenario distópico diferirá no obstante en que no nacerá del fallo informático o de una eventual toma del poder por inteligencias artificiales o ajenas, sino en que, al contrario de los golpes de Estado virtuales, será la deliberada inmersión –y pervivencia- en una realidad virtual la que nos erija en dependientes, siendo que el eventual fallo de tal sistema virtual nos enfrentará a lo que en realidad habremos llegado a ser, unos seres infantilizados, cachorros que, habiendo perdido a su madre, vagamos como no muertos, viendo en los ojos vacíos de nuestros congéneres el reflejo de nuestro propio letargo suicida, la inmersión en apnea en la más profunda de las simas, la sima del voluntario desprendimiento de un yo físico que, queramos o no, todavía precisaremos.
Cuando tal momento llegue, la desidia será consecuencia de un abandono de cada yo material en pro de diversos yos, distintos y virtuales; una suerte de prolongación artificial, noche tras noche, de un mismo sueño del que no querremos despertar pero que eventualmente habremos de abandonar porque, perdidos en tal sueño indefinido, desatendimos las facetas y necesidades más elementales de la supervivencia física. Y, una vez despiertos, no sabremos desenvolvernos en el nuevo mundo real. Un mundo donde serán precisas sendas memoria, retentiva, raciocinio, capacidad de cálculo y, sobre todo, imaginación, entendida como capacidad de anticipar problemas con el fin de preparar soluciones. Tales habilidades, asumidas inveteradamente como ínsitas desde siempre a la especie humana, se habrán entonces perdido, como en su día perdimos el vello corporal, porque el entorno virtual habrá posibilitado que no las hayamos tenido que ejercitar. De tal modo, el acceso inmediato al conocimiento y a prontuarios online de soluciones castrarán el desarrollo de la memoria, la intuición y la capacidad de respuesta, dejándonos, una vez más, desnudos y solos frente a una naturaleza harta, decepcionada y posiblemente despechada por el abandono de que la habremos hecho objeto.
De tal modo, asimilamos distopía a ese futuro sin esperanza que intentamos intuir y aceptar, determinado bien por la superpoblación, bien por la catástrofe (medioambiental, nuclear, virtual, genética…), y nunca hablamos de distopías neutras -considerar como tal la de Huxley es, cuando menos, sádico-. Aceptamos sin excesivo esfuerzo el mundo sin comida de Soylent Green; las muertes jóvenes de la Fuga de Logan; la instintiva supervivencia de la Carretera de McCarthy. Acogemos al bombero pirómano de Ray Bradbury, a las temibles leyes del mercado de Richard Morgan, al ganglio craniano de la fantasía de aquel Nosotros, primigenio, de Zamiatin… Tampoco nos cuesta empatizar con el voyeurismo del Gran Hermano, los puntos cardinales de la soga del salvaje de Huxley, los paraguas iluminados de Deckar, el genetismo de Gattaka o la Pietá renovada del fin de Solaris, en tanto en todos ellos subyace una idea de redención y salvación por el amor, que enlaza todo relato utópico con la posibilidad de solución –o, al menos, remedio- que provendrá de un hijo, un mentor o un ser amado que, in extremis, nos contará que el mundo sí se puede salvar, que el sueño cambiará, que siempre queda esperanza. Todos ellos bellos relatos de redención en mundos empañados, que enlazan con el Don Juan de Zorrilla, el Tannhäuser, el Buen ladrón bíblico… y que demuestran que siempre ha habido distopías y siempre se han resuelto, bien por el amor, bien por el transcurso del tiempo, bien por la inmanencia de una naturaleza pendular y todavía tolerante con nosotros.
En tal sentido, podemos enlazar el fin de toda distopía (el fin del fin) con la idea cristiana de atrición para hacer un paralelismo entre el proceso distópico y la ecuación miedo-culpa presente en muchas religiones, en el sentido de que toda distopía es, en el fondo, una historia en que la posibilidad de la vuelta al hogar primigenio e inmutable subyace siempre. La distopía concebida como el mal que nos espera, y la posibilidad de evitarla mediante un bien o unos comportamientos correctores que no vienen de la creencia en las bondades del medioambiente, la democracia o el buen uso de la técnica, sino del terror al cataclismo climático, la dictadura o le rebelión de las máquinas, respectivamente, que en este estadio histórico causaría no ya un cambio, sino una singularidad en su sentido más estricto.
De tal modo, la bondad subyacente a la prevención ex ante de la consumación de las distopías no es sino una atrición social, provocada por la acuciante realidad de su inminencia. Del mismo modo que el arrepentimiento del pecador puede venir exclusivamente del temor a las penas de su infierno particular, y no de la contrición, el cambio de costumbres, hábitos y medidas en las sociedades puede venir del temor de sus individuos a las consecuencias del efecto invernadero, la instauración de un régimen de ultraderecha o ultraizquierda, o el dominio de la inteligencia artificial sobre la humana. Atrición y distopía, en tales casos, se hermanan en pro de la búsqueda de remedios que debieran ser previos y, a la vez, generales y de global aceptación.
Y, aun así, todos tenemos nuestra propia distopía porque, más allá de los fogonazos pesimistas de un futuro oscuro por incierto, todos queremos estar ahí. Es el único remedio persistente para esa esclerosis de la rutina que Cyoran denunciaba. Y aunque nos entretenga -aunque sea aterrándonos- asistir a las presentaciones que los otros hacen de las suyas, es aquella que cada uno de nosotros perfila la que realmente pervive -y triunfa- en el imaginario privado.
Porque en ese imaginario personal no salvamos al mundo.
En ese imaginario personal nos salvamos nosotros, y disfrutamos secretamente de ver el mundo arder.
