Según su definición, la palabra distopía hace referencia a una sociedad ficticia indeseable. Entonces, si se supone que no es real, ¿quiere decir que estamos libres de vernos inmersos en ella? ¿Estamos seguros de que, si bien no es posible alcanzar un mundo ideal y utópico, al menos no corremos peligro de caer en lo contrario? Yo no lo tengo tan claro. De hecho, creo que ya vivimos en una suerte de antiutopía en muchos aspectos de los tiempos que nos toca vivir. Aquí van tres ejemplos con un elemento común: la tecnología.
Reconozco que no soy un gran fan de la serie “Black Mirror”. No le acabo de coger el punto, y por ello son muy pocos los capítulos que he visto, pero recuerdo uno en concreto en el que toda persona tenía la capacidad de “valorar” al resto de sus congéneres mediante su teléfono móvil. Si no recuerdo mal – hace ya algún tiempo que lo vi -, la protagonista no sólo podía indicar su grado de satisfacción con el servicio prestado por el camarero que le servía un café para llevar, sino en general con el de cualquier persona con la que se cruzase, ya fuera un conductor que realizase una maniobra brusca o un viandante con quien se chocase sin querer. Del mismo modo, esas mismas personas podían valorar el comportamiento de dicha protagonista. Y este juego de “likes” y “dislikes” en forma de estrellas determinaban su posición en la sociedad, incluso su opción para comprar una casa mejor. No quiero hacer ningún spoiler, así que sólo diré que una serie de desafortunadas circunstancias ponen a la protagonista en un serio apuro reputacional.
¿Acaso no estamos viviendo ya algo parecido con las redes sociales? ¿No conocemos todos a alguien que vive pendiente de los “me gusta” que obtiene cada foto, estado o story nuevo que sube a Instagram? ¿No es cierto que los famosos “influencers” obtienen prebendas por el simple hecho de contar con muchos seguidores y que este número incluso sirve como termómetro para valorar a las personas, al menos en cuanto a popularidad?
Se puede alegar que se trata de situaciones sin mayores consecuencias pero, ¿pensarías lo mismo si te digo que entre 2011 y 2017 fallecieron 259 personas mientras trataban de hacerse el selfie perfecto? Y seguramente el número sea muy superior, pues el estudio que llegó a esta cifra se basa únicamente en muertes reportadas por este motivo en informes redactados en inglés. Seguramente muchos accidentes de tráfico fatales están relacionados con lo que parece un irrefrenable deseo de jugarse la vida por mostrar lo “cool” que somos al volante, pero es muy complicado demostrar esa relación.
Pero hay más. Ya existe una aplicación móvil que permite valorar a otras personas. Se llama ”peeple” y, afortunadamente, la versión lanzada finalmente al mercado en 2016 sólo permite puntuar a personas registradas y publicar comentarios pre-autorizados por las personas mencionadas. La versión previamente presentada – y testada por 10.000 personas durante medio año – era como la del episodio de “Black Mirror”.
Quizás sigas pensando que mis miedos están infundados. La actitud narcisista o incluso temeraria de unos cuantos con el móvil no deja de ser algo anecdótico. ¿Y quién demonios conoce y usa esa app para puntuar personas? Bueno, el Gobierno Chino tiene intención de establecer un “Sistema de Crédito Social” antes de que finalice 2020 que, entre otras cosas, podrá determinar si un niño obtiene plaza en una escuela privada en función de la “reputación” de sus padres, o si un banco concede un préstamo a un ciudadano siempre y cuando su puntuación alcance el mínimo requerido. Y los primeros pasos ya se han dado. Desde 2016, cerca de un millar de ciudadanos chinos tienen prohibido viajar por conductas incívicas previas – por ejemplo, pelearse o intentar abrir las puertas del avión en pleno vuelo, o lanzar monedas a las turbinas de la aeronave por una antigua superstición -. Pensándolo fríamente, una medida así, aplicada en el Reino Unido, dejaría vacías muchas de nuestras playas. ¡Las consecuencias del Brexit en nuestro turismo serían una broma de niños comparado con el veto a los turistas británicos de borrachera!
INTERNET
Recientemente, el creador de internet, Tim Berners-Lee, afirmó desolado que su invento dista mucho de lo que hoy en día conocemos. Y es que la Web es quizás el mejor mecanismo para que la distopía deje de ser una ficción para convertirse en una realidad. Lo que sin duda es una palanca de desarrollo para la humanidad es también, con demasiada frecuencia, un camino hacia la involución.
Los autos de fé, felizmente superados en el siglo XVIII, vuelven ahora en forma de penas de tertulia en las que, en el mejor de los casos unos periodistas, pero en general unas personas cuyo único mérito ha sido participar en un reality show o haberse acostado con tal o cual famoso, se permiten opinar sobre cualquier acontecimiento actual o pasado y juzgar a otras personas, sabiendo que su “dictamen” será bendecido por miles de espectadores / followers sin criterio y dispuestos a creerse cualquier cosa que estos “nuevos sabios” suelten por sus bocas, por muy absurdas que puedan resultar. Hemos recuperado los linchamientos, sustituyendo las plazas públicas por los muros de las redes sociales; sustituyendo el anonimato que brindaba la turba por el que brinda un nick más o menos currado. Entonces no había posibilidad de restitución en caso de inocencia del penado porque, por lo general, éste acababa sentenciado a muerte tras su humillación pública. Hoy, ¡menos mal!, no hay pena capital, pero tampoco existe la restitución porque, simplemente, ni los matarifes ni sus fieles seguidores son capaces de reconocer su error.
Los trasnochados y superados conceptos de “derecha e izquierda”, “lucha de clases”, “revolución del proletariado”, … regresan en pleno siglo XXI a una sociedad terriblemente polarizada en la que no se habla de “rivales” o “contrarios” sino directamente de “enemigos”, no se habla de “vencer” sino de “derrotar”. Una sociedad en la que nos tragamos toneladas de fake news, no porque estén más o menos elaboradas, no porque resulten más o menos creíbles, sino porque estamos dispuestos a creérnoslas. No acudimos a internet – ya sea a redes sociales o medios de comunicación online – para informamos o contrastar las noticias, sino simplemente para reafirmarnos en eso que queremos creer. Alguien escribe un tuit con algo escabroso sobre uno de nuestros “enemigos” – léase un político, un partido, un personaje público o hasta un simple compañero de clase o trabajo -, y nos falta tiempo para retuitearlo, por más descabellado que sea su contenido. Y comienza a rodar la bola. Y, una vez en movimiento, a ver quién es el guapo que la para. Y lo peor es que con frecuencia ni tan siquiera se quiere parar, aun a sabiendas de su falsedad.
Internet es inmediatez, para lo bueno y para lo malo. Antes de su aparición, las cosas ocurrían y necesitaban un tiempo más o menos largo para que se conocieran. Hoy asistimos estupefactos a actos violentos que son retransmitidos en directo, como recientemente ocurrió en el sangriento ataque a varias mezquitas en Nueva Zelanda. Y esta inmediatez, este conocimiento prácticamente en tiempo real, tiene como consecuencia la magnificación de las cosas, la exageración, sobre todo de lo negativo. La humanidad ha avanzado enormemente con el devenir del tiempo y, sin embargo, hoy en día existe una extendida percepción de que las cosas están peor que antes cuando, objetivamente, no es así. La pobreza, la hambruna, la violencia de todo tipo está en sus cotas históricas más bajas pero, a ojos de muchos, pareciera lo contrario. Obviamente, queda mucho por hacer y por mejorar, y en ciertos aspectos sí hemos retrocedido respecto a siglos pasados – el cambio climático es una certeza aunque unos pocos se nieguen a verlo -, pero la realidad es la que es.
Condenados por dos “palitos” azules. Vivimos pendientes de que eso que escribimos en una pantalla pase rápidamente de uno a dos y del gris al azul. Y, sobre todo, de la respuesta que llegue a continuación. Y si no cambia de color inmediatamente, o si lo hace pero no hay contestación, los nervios se acentúan y el pulso se acelera. Y comienzan las cábalas en la cabeza. ¿Le pasará algo? ¿Estará bien? ¿Por qué no lo lee? ¿Por qué no responde?
La mensajería instantánea ha sustituido, no sólo a las llamadas – el colmo del absurdo es mantener una conversación mediante mensajes de voz, muchas veces eternos, en lugar de llamar por teléfono – sino a la interacción en persona. Yo he llegado a ver a dos personas comunicarse por Whatsapp… ¡estando al lado!
“Ola k ase”. ¿Quién no ha leído esta expresión o alguna similar en su Whatsapp? No hace falta ser muy lumbreras para entender qué quiere decir esa expresión, y que no deja de ser una forma abreviada que sustituye a “Hola, ¿qué haces?”. 7 caracteres en lugar de 15, menos de la mitad, un “ahorro” del 50%.
Es cierto que la actual costumbre de “comernos” letras, palabras incluso, cuando nos comunicamos a través de esta popular app no suele ser tan radical, pero no es menos cierto que es una práctica habitual y muy extendida, y no sólo entre las generaciones más jóvenes. Y lo que en principio podría parecer un problema de dejadez o de prisas, en el fondo esconde en mi opinión, en primer lugar, una absoluta falta de interés por el uso correcto del lenguaje; y en último término, una lamentable disminución del nivel cultural de nuestra sociedad, consecuencia de una desafortunada relajación en el nivel de exigencia de un paupérrimo sistema educativo que desprecia la cultura del esfuerzo en favor de no sé muy bien qué.
Las patadas al diccionario y las demostraciones de incultura son habituales entre quienes son, incomprensiblemente, un modelo para muchas personas, lo que ya de por sí dice muy poco de nosotros como sociedad. Y lo peor de todo es que se pasan por alto, cuando no se ríen.
Pero con todo no es lo más grave que un “tronista” o una “princesa del pueblo” no sepa hablar y se vanaglorie de ello – incluso aunque esto sirva de ejemplo para que muchas personas aspiren a ser como ellos -, no. Tampoco lo es, aunque sea más preocupante, que determinados políticos y dirigentes demuestren en público su incultura y manifiesta falta de preparación – muchas veces, tratando de hacerse los “culturetas” -. Lo realmente terrorífico es que en la última oposición a profesor, casi 2.000 plazas se quedaron vacantes por las faltas de ortografía de los aspirantes. ¿Cómo van a enseñar esta disciplina a las nuevas generaciones una a la que no se le ha exigido su conocimiento?
No olvidemos que todo lo que hacemos en la red, ya sea compartir fotos, realizar una búsqueda o enviar un inocente mensaje por Whatsapp, es observado, analizado y almacenado por un “Gran Hermano” que sabe más sobre nosotros que nosotros mismos. Un “Gran Hermano” que es capaz de adelantarse a nuestros gustos y ofrecernos publicidad de productos sobre los que hemos conversado online con un amigo. Un “Gran Hermano” que conoce nuestras tendencias religiosas, políticas e incluso sexuales. Un “Gran Hermano” que, según parece, es capaz de influir en los resultados de las elecciones presidenciales de los países más avanzados – ¡qué no hará en los que no lo son! -.
Cualquiera diría que soy un pesimista que abomina de la tecnología. Pero aunque te cueste creerlo tras llegar hasta aquí – por cierto, gracias -, ni lo uno ni lo otro. Si bien es verdad que, en los últimos años, cada vez se me hace más difícil mantener mi tradicional positivismo ante la deriva social que observo, sigo creyendo en la humanidad. O, al menos, quiero seguir creyendo. Me aferro a ello. Pero me cuesta cada día más. Y adoro la tecnología y las redes sociales; aprovecho cualquier excusa para subir una nueva foto a Instagram, y Whatsapp me permite estar en permanente contacto con las personas que quiero. La tecnología es muy positiva y necesaria. Pero se nos está yendo un poco de las manos y deberíamos hacer una profunda reflexión sobre el uso que hacemos de ella. Porque la distopía, al menos en lo tecnológico, comienza a ser una realidad.