¿Cuál sería la perversión más perfecta de una distopía? ¿No habremos deconstruido e integrado la visión distópica arrebatándole toda capacidad de vislumbre? ¿Qué se juega entre el deseo y la visión distópica?
Son cuestiones que nos reubican, necesariamente, en el origen de las distopías, es decir, que nos señalan una pregunta fundamental: ¿Para qué existen? ¿Qué se ha pretendido, a lo largo de la historia, con su diseño y su desarrollo literario, cinematográfico, o a través de otras artes? Es posible que plantear el tema en estos términos, como si las distopías se hubieran creado “para algo”, nos parezca someterlas a una lógica utilitarista, causando con ello cierta pérdida al fenómeno completo que, en realidad, no dejan de ser. Sin embargo, al mismo tiempo, da la sensación de que las mejores distopías no son aquellas que elucubran mundos imaginarios desprovistos de toda conexión con nuestra realidad, sino aquellas que se encuentran en el punto intermedio entre ambas, es decir, que por su proximidad a la realidad se nos antojan contingentes (algunas, incluso, probables), pero aún están lo suficientemente lejos como para permitir el vislumbre de la condición indeseable del futuro al que apuntan. El exceso de distancia produce infiernos aislados que nada dicen de nuestro tiempo presente y en el que no nos reconocemos. Por el contrario, una cercanía excesiva con el instante actual carece de la potencia necesaria para alumbrar una dirección; es decir, aún estaría identificado con el deseo que puede impulsarnos hacia ese futuro distópico, incapaz de desvelar lo que sigue como resultado de dicho deseo. Y todo esto para darnos cuenta de que, entonces, no toda fantasía es una distopía, pero toda distopía, en tanto que conectada, siquiera por intuición, con el tiempo presente, sirve al efecto de alumbrar y alertar sobre cierta inercia perniciosa de la que, quizás, no estemos siendo plenamente conscientes.
Así las cosas, pasa que las distopías retratan aún mejor que los textos meramente fantásticos, los tiempos que las hacen emerger, como si en aquello que se exalta para dar forma a la premisa distópica, se encontrara, en realidad, cuanto merece ser revisado de nuestro tiempo presente. Las distopías, lejos de ser, por tanto, un punto futuro de la evolución histórica, funcionarían como derivadas alternativas, por definición exageradas, cuya utilidad es la de decir algo sobre lo que podría estar en vías de suceder, y no precisamente como algo deseable, por más que, en ocasiones, pueda parecerlo. Las distopías ponen en cuestión nuestros deseos y conductas, nuestros criterios y valores, de modo que podamos hacernos conscientes del escenario que estos pueden llegar a provocar de forma inesperada. Hay quien solo consume una distopía por su valor estético o de puro entretenimiento, pero las buenas, las distopías encrucijadas en ese difícil punto de equilibrio entre el presente y su futuro inercial, debieran ser tomadas como una relativización de las personas que somos, del mundo que nos rodea y, sobre todo, de cuanto deseamos para ambos. ¿Estarán nuestros actos, nuestra sociedad de hoy y nuestras transformaciones en curso, acercándonos a ese escenario mejor al que deseamos tender, o estaremos activando otras lógicas perniciosas que pueden convertir ese escenario en un marco distópico que no estamos viendo venir?
Pero, volvamos a nuestra pregunta inicial: si las distopías sirven al presente, permiten la reflexión sobre este y nos obligan a cuestionarnos a nosotros mismos, ¿cuál sería la más perfecta forma de pervertir la visión distópica? Se nos ocurren dos respuestas posibles para esta pregunta que, sin duda, podríamos pensar hasta qué punto no estarán ya, de hecho, en marcha.
Metabolización y distopía
La primera forma de perversión distópica podría consistir en el desarrollo de los mecanismos subjetivos y lógicas sociales capaces de metabolizar sin efectos toda posible visión distópica. Es decir, que el ente social, esa fantasía que nos sobrevuela y nos incluye a todos de forma imperfecta en un colectivo imaginario, consiga acostumbrarse al estímulo distópico hasta el punto de perder toda posibilidad de extrañamiento en él. Dicho de otra manera, que lo distópico deje de provocar confusión o contrariedad alguna, que no sea capaz de detener a nadie ni por un momento, que no tenga capacidad para hacerle sentir “dividido”, desorientado, que es el mejor síntoma del reconocimiento de una contradicción en el código de valores con el que el sujeto se las arregla en lo cotidiano. Una buena distopía debe poder helar, siquiera por un momento, el flujo de la cotidianeidad, obligarnos a quedar suspendidos, atascar nuestros engranajes más (supuestamente) sólidos para reconocer que algo de lo que dábamos por hecho… podría estar equivocado, podría llevarnos a una situación indeseada. En último término, la distopía debería, al menos, hacernos comprobar que nuestra inercia diaria no nos está dirigiendo a hacia semejante destino.
Sin embargo, la distopía, siquiera por exceso de exposición o de estímulo, podría estar perdiendo esta capacidad, o incluso puede que ya venga sucediendo desde hace demasiado tiempo. Buen signo de ello es el hecho de que la distopía ha perdido su carácter rupturista y se ha unificado conformando un género, el género distópico. ¿Acaso etiquetar la distopía como género artístico, sobre todo literario, no es síntoma de que los lectores, y la sociedad que forman juntos, ha domesticado el efecto distópico hasta relativizarlo y ceñirlo dentro de una categoría como cualquier otra? Lo distópico, por tanto, podría haber perdido su capacidad de alerta para ser poco más que un abigarrado y rico conjunto de relatos que se consumirían casi como mero entretenimiento. Ya no importaría su capacidad de vislumbre, porque la sociedad no advertiría la oportunidad de confrontar sus valores y su morfología con las escenas distópicas para hacer ningún descubrimiento sobre sí misma, ya no se presta al juicio del presente que toda distopía desliza de forma sutil o manifiesta, no se arriesga al hallazgo. El constreñimiento de la distopía a una categoría propia supone el éxito de la misión de su desarme.

Tal podría ser el caso de un texto distópico como el del film “Gattaca”, donde la mejora de las técnicas de manipulación genética, sumidas en el empeño de mejorar a la raza humana, generan como resultado una estirpe de hombres mejores, superhombres genéticos, que disfrutan de beneficios sociales extra y que son oficialmente considerados como “válidos” frente a los “IN-VALID”. A pesar de que es posible reconocer que el avance de las técnicas de edición genética nos dispone en clara dirección al infierno de “Gattaca”, no parece que el texto haya tenido capacidad alguna para evitar este avance siniestro, como puede comprobarse echando un rápido vistazo a los periódicos. Por cierto, ¿recuerdan la frase con la que comienza “Gattaca”?
En efecto, un futuro… pero no tan lejano, es decir, situado en el punto intermedio necesario para que una distopía pueda serlo, para que su vislumbre se torne relevante para el tiempo presente. Si lo piensan, esta es la diferencia crucial entre la importancia del “The not-too-distant future” que se juega en un futuro cercano y contingente, frente a la irrelevancia política de un tiempo lejano y pasado, por completo inaccesible, como el del “A long time ago, in a galaxy far, far away” de “Star Wars”, que marca la diferencia entre la distopía y la mera ficción:
En 1995, un film que entonces nos parecía distópico, “La red” (Irwin Winkler), trató de alertar sobre los peligros de los excesos de la digitalización, contando la historia de una mujer que quedaba virtualmente expulsada de su propia vida por culpa de una suplantación de identidad digital… pero tampoco parece que este texto tan precoz haya promovido la aparición de ningún movimiento sociopolítico en contra de la digitalización de los subsistemas públicos de información y su hiperconexión, y a estas alturas, lo que empezó pareciéndonos distópico, ya no pasa de ser un tópico contingente. Es más, triunfa entre las generaciones jóvenes fijarse más en las ventajas de documentar su vida a través de subsistemas lúdicos adicionales (Facebook, Instagram, etc.), que en sus riesgos. ¡Todo un cambio social a favor de un escenario distópico! Y así una buena cantidad de textos que con independencia de su certera puntería para identificar los riesgos de nuestro tiempo, quedan, sin embargo, reducidos a interesantes futuribles que se transitan y abandonan sin mayor efecto.

Así, la distopía pierde su capacidad de infligir herida alguna, y gana una motivación lúdica, que le permite no solo ser metabolizada en el flujo social, sin extrañamiento ni rasgadura alguna, sino incluso brindada al capitalismo para ser objetualizada primero y mercantilizada después, como una mercancía de ida y vuelta que los sujetos puedan consumir sin más. Tan experto se ha hecho el mercado en la explotación de las mercancías que ha conseguido digerir incluso aquello que se diseña y se construye para detener su funcionamiento. Si lo “revolucionario” aspiraba a la detención del mecanismo a corto plazo, la distopía debía servir al menos para evitarnos alcanzar a largo plazo los escenarios más indeseados, pero a estas alturas la estrategia parece haber descarrilado y no tener más sentido que el de servir a la conceptualización de las premisas más irresistibles para las películas o las series de tv; una lógica, por cierto, que en su afán por plantear la más inverosímil e irresistible premisa, una que atraiga irremisiblemente a las audiencias más extensas, y liberada de su responsabilidad de alumbramiento, termina cayendo en la tentación de alejarse de ese punto de equilibrio entre lo presente y lo distópico que era la condición misma para el vislumbre y el esclarecimiento. ¡Tanto más lejos de él, tanto mayor será su potencial estético y de entretenimiento! Y por tanto, distopías que no son tales, que no dan cuenta.
El deseo distópico
Pareciera imposible hacer descarrilar de peor manera a una distopía que arrebatándole toda capacidad para contrariarnos, pero aún habría una peor: La de alcanzar un punto en el que una sociedad llegara a DESEAR un escenario de naturaleza distópica, ignorante de cuanto la convierte en tal, e incluso identificada por completo en su premisa como una configuración social aparentemente DESEABLE. Y es que, ciertamente, no deberíamos dar por hecho que toda distopía comparece transparentemente etiquetada como tal, sino que puede muy bien pasar por ser otra cosa. Incluso, por su extremo más contrario, en realidad no tan lejano, como son las utopías. ¿No podríamos considerar algunas distopías como realizaciones utópicas… que salieron mal? Extremos que se tocan, por tanto, poniendo de manifiesto que sus lógicas no resultan tan contrarias, o mejor, que ambas pueden realizarse con cargo a la misma forma de deseo subjetivo, que persiguiendo una… podríamos estar provocando la otra. ¿Quieren ejemplos?

Cojamos, por ejemplo, el film “El show de Truman” (Peter Weir, 1998), que ya hace más de veinte años que nos contó la historia de un hombre (Truman Burbank, interpretado por Jim Carrey) cuya vida estaba siendo seguida en directo en tv por millones de espectadores, desde su nacimiento, y sin que él tuviera la más mínima noticia de ello. Una historia, por tanto, en donde la dignidad humana quedaba doblegada y supeditada a una voraz lógica televisiva capaz de relativizar su existencia para poder articular el mayor espectáculo posible. No parece casualidad que la primera emisión del célebre reality “Big Brother” se realizara solo un año después del estreno de “El show de Truman”, en 1999, como si esta propuesta distópica no hubiera servido para poner de relieve la intolerable transgresión ética que entrañaba, sino, por el contrario, para levantar acta del deseo escópico de las audiencias televisivas, insaciable, y ensayar primero en el plano de la ficción lo que poco después se llevaría a la realidad en un formato con muchos puntos en común. Puede parecer que “Gran Hermano” aún estaba lejos de la propuesta de “El show de Truman”, pero la idea está luchando por hacerse realidad bajo la forma más precisa de su distopía original. Por tanto, una distopía que podría llegar a existir pronto (ya se ha establecido una fecha) debido al deseo de una audiencia televisiva que la consumiría sin remordimiento.
La mayoría de los capítulos de la serie de TV “Black mirror” son textos distópicos en toda regla que gozan de una indiscutible vigencia en nuestro tiempo. En uno de sus episodios más celebrados, el 1×03, titulado “The entire history of you”, los personajes eran capaces de recordar con pleno detalle cada instante de su vida echando mano de un dispositivo tecnológico implantado detrás de la oreja. Su activación les permitía recuperar la grabación audiovisual de cualquier momento pasado de su existencia. Lo que inicialmente parecía una ventaja crucial para la vida, casi una adaptación filogenética artificial de extraordinaria utilidad, concluía revelando sus efectos más siniestros, sobre todo en la esfera interpersonal que terminaba convirtiéndose en una auténtica pesadilla. Es posible que parte del indudable éxito de este capítulo se deba a su capacidad para persuadir al espectador del terrible efecto de algo que siempre había deseado, es decir, tener una memoria perfecta. Sin embargo, ¿hay alguna duda de que esta foto distópica se convertirá en realidad? ¿Tendrá este texto distópico televisivo alguna oportunidad, a pesar de su indudable capacidad para hacer evidente lo que no lo era, de evitar la realización de semejante infierno? Sancionar la esencia distópica de un texto no es suficiente para presuponer el odio de su premisa, sino que es compatible con su deseo.

Visto así, nos sorprende comprobar este inesperado efecto de algunos relatos distópicos, sobre todo de los más actuales, que lejos de ser el de permitirnos el giro y la corrección, termina siendo el de SEÑALAR nuestro deseo, dar cuenta de él, e incluso comenzar a ensayar, siquiera a modo de boceto dispar, lo que con el tiempo terminará tomando forma mediante la realización práctica. Y si hay una tipología distópica que se adapta espléndidamente a este modelo, sería desde luego la de las distopías tecnológicas, habida cuenta de que todo el espacio del saber científico y tecnológico termina, más tarde o más temprano, supeditado a la lógica hedonista de la satisfacción de nuestro deseo. Y aquí está de nuevo, la palabra “deseo”, un término sin el que ya no es posible pensar la distopía, por más que parezca una auténtica paradoja.
Deseo y distopía
Decíamos que, gracias a esa distancia intermedia entre el punto presente y lo impensable, lo horrendo, que termina siendo el espacio de lo distópico, el sujeto puede (detenerse a) pensar, siquiera por un momento, si sus valores y nociones le acercarían, como cree, o le alejarían, ¡inesperadamente!, de ese mundo mejor que considera su consecuencia más lógica. Sin embargo, como veíamos, toda creación distópica entraña una conexión con el deseo del propio creador, que puede responder a una posición íntima, o ser la forma individual cómo un síntoma social o antropológico es efectivamente articulado. De su capacidad para “decir” con acierto algo del deseo de muchos, podría depender el éxito de un texto distópico, sea a través de un éxito comercial, o sea mediante su adherencia permanente al imaginario compartido de una civilización, como podría haber sucedido con las más emblemáticas distopías (por ejemplo, “1984” o “Un mundo feliz”). De un modo o de otro, a menudo de forma impensada para el creador, la conceptuación de ese mundo distópico encuentra su motivación en la existencia de un deseo, y este queda inherentemente trenzado al texto distópico, del que vuelve a emerger apenas se haga el ejercicio de ceñirlo e identificarlo. Así, la creación distópica, como en cualquier sueño, por más que este solo parezca contener experiencias desagradables, se da una suerte de “realización de deseo” que puede estar visible en su superficie (disfrutar de la memoria más perfecta, como en el capítulo de la memoria perfecta de “Black mirror”, o soñarnos como seres superiores en el ejemplo de “Gattaca” que ya hemos comentado), o profundamente sepultado. En este punto pareciera que lo distópico es asimilado en el amplio espacio de lo utópico, al menos si consideramos la facilidad con la que la utopía se conecta al deseo.
Construimos así un inesperado tándem de amigos imprevistos: Deseo y distopía, que parece apuntar muy productivamente al origen de esta singular forma de creación artística. De hecho, es precisamente porque hemos podido conectar la distopía al deseo, que podemos inscribir los textos distópicos en el espacio del auténtico arte, pues aparecen como las talentosas huellas plásticas de una inquietante experiencia interior que el sujeto creador atraviesa llevado por un cierto deseo del que quizás no sepa mucho. Así es cómo nos damos cuenta de que un texto distópico no es un frío texto quirúrgico para pensar los vicios y excesos de nuestro tiempo, o de un tiempo futuro e inminente, sino que cuenta con un valor subjetivo, no por completo consciente, en el que cabe esperar que se produzca un efecto de reconocimiento general.
Por tanto, bajo el disfraz de todo texto distópico, uno que parece pretender en última instancia el señalamiento de lo pernicioso y lo inesperadamente inconveniente, aparece, como en los sueños, la ilusión de gozar con un deseo no del todo aceptable, que puede convertirse en la íntima e inconfesable razón por la que la audiencia se afana en su consumo, como si pretender pensar la evitación de lo siniestro fuera la excusa bajo la que nos permitimos revolcarnos por un deseo inadmisible. ¿No pudiera ser esta la verdadera razón por la que nos atraen irremisiblemente los textos distópicos? ¿Acaso no es porque, conservando la posibilidad de condenarlo intelectualmente después, nos permitimos gozar de ese escenario distópico en el que jugamos a ensayarnos?