En su trabajo de investigación, Carol Gilligan, psicóloga y filosofa, observó que la moral estaba escindida en dos discursos: uno más feminizado, que se ha venido nombrando como ética de los cuidados y la responsabilidad; y otro más masculinizado, que entroncaba con los derechos y la justicia. Para la autora los motivos de la escisión son que: “[…] los juicios morales de las mujeres difieren de los de los hombres en la mayor medida en que los juicios de las mujeres van unidos a sentimientos de empatía y compasión […]” (Gilligan, 1986:120). Dichos sentimientos vienen a comprender, y por tanto también a conocer, el contexto y la singularidad de las personas, que están siempre inmersas en una red de relaciones, luego no aborda la universalidad.
La ética de los derechos y la justicia se ha extendido en nuestras sociedades democráticas, bajo los parámetros discursivos de unos derechos individuales abstractos, cuyos intereses se dirimen en el marco de la justicia. Esta ética ha negado la interdependencia entre seres humanos para los varones, tanto en el hecho necesario de supervivencia como para experimentar una vida significativa, así lo explica Silvia L. Gil:
La interdependencia, como lazo que nos ata a los otros, se encuentra en el corazón de toda vida […] aun habitando en la dispersión, nadando entre diferencias, perdiéndonos entre relatos fragmentados, no existe vida posible sin esa dimensión común de la experiencia (L. Gil, 2011:39-40).
Los vínculos se construyen bajo la interdependencia, que para las mujeres ha supuesto un darse abnegadamente en el amor a los otros, atendiendo, por tanto, a los mandatos de una ética reaccionaria de los cuidados, cuando además de la abnegación exige que los cuidados se desplieguen con bastante exclusividad entre redes familiares. Esta ética produce una subjetividad centrada en los cuidados hacia los otros, que realizada de manera automatizada o inconsciente tanto actividades materiales (las domésticas) como inmateriales (menos tangibles como las emocionales). Es decir, bajo una normatividad moral se produce una feminidad sin poder sobre el amor y qué es el amor: “[…] carece de autoridad para determinar las condiciones del amor en la sociedad y como deben ser sus productos.” (Jónasdóttir, 1993:315).
En unas sociedades occidentales y familistas como la nuestra, centradas en el poder simbólico del padre y dentro una lógica de masculinidad totalizadora, ese mismo amor es asignado a las mujeres en tanto que especialidad de género. Y si quieren ser reconocidas en su contexto buscarán producir voluntariamente una subjetividad feminizada. Se autotransformarán en ese objeto sexual de cuidados, porque socialmente se les orienta desde la infancia, moldeando su cuerpo para el despliegue de cuidados y la condescendencia hacia los varones. En este movimiento subjetivo de transformación, ese amor abnegado y cuidador será el fin de su felicidad y un elemento clave para complementar el ideal de masculinidad autosuficiente.
Hay una larga tradición sobre esta adjudicación de un cierto tipo de amor a las mujeres. Aparece ya en El Banquete de Platón, donde todos los invitados a un diálogo sobre el amor son varones, sin embargo, la sabiduría viene de una mujer Diotima, que no está presente y es extranjera. El discurso del gran Sócrates comienza con una serie de preguntas a su amante Agatón, según su método dialectico, y aparece lo inesperado o esperado desde una mirada feminista: da la palabra a una mujer “sabia en éstas y otras muchas cosas” (Platón, 2014:96), pero, por supuesto, a través de su narración, de su propia voz de autoridad filosófica y masculina. La sabiduría en materia de amor no es episteme para Platón, ciencia, que busca capturar la verdad, sino doxa, un conocimiento inferior en el contexto de la Grecia Clásica pero relacionado en cierta medida con la verdad. Traigo la interpretación de Lacan sobre la doxa: “[…] discursos, comportamientos, opiniones […] que son verdaderos sin que el sujeto pueda saberlo” (Lacan, 2013:145).
Estos saberes, sobre los que el sujeto no tiene un conocimiento reflexionado o consciente, están situados entre la episteme y la amathía (ignorancia extrema). El sujeto ama sin tener experiencia de conocimiento abstracto, porque el amor no es producto de una reflexión consciente del sujeto ni verdad absoluta, es algo inconsciente y de cuya certeza saben las mujeres. Ellas que inhiben las posibilidades de desarrollar un “yo” singular, porque su identidad está apegada a la relación con los otros.
Volviendo al texto de Platón, para Diotima, Eros (amor) era también un ser “entre”, entre los dioses y los mortales, era un demon, hijo de Penía (pobreza) y Poros (rico y sabio en recursos) lo que viene a establecer que el amor no es bello en sí mismo, sino pobre y duro como su madre que ha buscado el amor en la procreación de hijos con Poros, aprovechando que estaba ebrio. Pero también como su padre ama la belleza. Luego Diotima plantea que quien ama, desea lo bello, quiere poseerlo como un bien porque carece de ello, de manera que el amor supone: “el deseo de poseer siempre el bien” (Platón, 2014:105). Pero también es un bien amoroso creativo cuyo su fin es: “una procreación en la belleza” (Platón, 2014: 106), ya sea del cuerpo o del alma. Así, la procreación viene a ser una generación de algo eterno e inmortal, que como carentes mortales, Eros es también amor a la inmortalidad; ya sea a través del cuerpo en la reproducción de un nuevo ser o del alma como: “El conocimiento y cualquier otra virtud” (Platón, 2014:110).
La conjugación de esta definición del amor en relación con la carencia y la posesión, nos traslada a la idea del “tener”, que ha conectado de maravilla con el amor romántico en el capitalismo. Por esa doble vía de aspiraciones de inmortalidad, la posesión se ha ido rearticulando en derecho a procrear y tener una familia, sí o sí. Hoy, tener hijos se comprende en occidente como un proyecto de felicidad para las mujeres, y para los varones su proyecto es su propia proyección individual, como conocimiento verdadero que se convierte en consumo. Es más, a esta proyección le acompaña el orden y el poder centrados en la instauración de su figura como padre dentro de una familia nuclear, tal y como lo exigió Rousseau, desde su modelo ético y político patriarcal, en la modernidad: “Tornen una vez las mujeres a ser madres, y tornarán también los hombres a ser padres y esposos” (Rousseau, 1976:9). Un planteamiento nada revolucionario, a pesar de constituirse en el contexto de la Revolución Francesa, que busca la complementariedad en un modelo ideal de familia nuclear y replica lo que muchos siglos antes afirmaba Agustín de Hipona en su concepción de amor caritas o moralmente correcto. Este pensador describía con claridad el servicio del amor de su madre al padre celestial, logrando que toda la familia fuera creyente, excepto su marido. Pero, ese verdadero triunfo moral y de salvación para su madre era lograr que dios, el espíritu ideal patriarcal, fuera más padre para Agustín que el suyo propio:
Porque cuidaba solícita mi madre de que tú, Dios mío, fueses para mí padre, más bien que aquél, en lo cual tú la ayudabas a triunfar de él, a quien, no obstante ser ella mejor, servía, porque en ello te servía a ti, que lo tienes así mandado. (San Agustín, 397-398: Libro I, cap. XI, 17)
Este amor caritas a través de Rousseau ha devenido en nuestro amor romántico de carácter burgués que busca unir, bajo un esquema ideológico de complementariedad a dos subjetividades éticas cómplices con el capitalismo y el patriarcado: una abnegada hacia el padre y varón y otra un ideal de individualidad sin dependencias de cuidados, dispuesta al producir todo el tiempo en el mercado. Por este mandato, el varón busca ese objeto de amor “adecuado”, que le permitirá olvidarse de la necesidad de los cuidados, delegados en las mujeres, para orientarse hacia los privilegios derivados del consumo de bienes y derechos.
Ahora en el neoliberalismo, en una vuelta de tuerca hacia la hiperindividualización, la subjetividad masculina se orienta a ser empresario de sí, hace de su cuerpo un objeto moldeable y flexible, para obtener el máximo rendimiento aprovechando las oportunidades que ofrece el mercado. Mientras, la otra subjetividad ética feminizada, reaccionaria de cuidados, inmola su singularidad por amor en el ámbito privado para conseguir reconocimiento familiar, haciendo se sí misma un objeto de consumo de cuidados u objeto caritas: una buena madre. A veces, incluso se conforman ambas subjetividades en un mismo cuerpo, o se proyectan desde los otros cuerpos no asignados: una subjetividad feminizada en aquellos leídos como varones y vicerversa, pero lo importante es que se prescriban estos mandatos éticos.
El problema en estas aspiraciones a la satisfacción es que no se pueden alcanzar en seres sexuados y abiertos al mundo. No pueden llenarse con ese amor, incapaz en tal lugar de oposición, donde una subjetividad está instalada en resolver la necesidad de reproducción en favor del consumo familiar, y otra en el deseo de poseer el bien del conocimiento para su consumo. Solo tienen en común el consumo que no se satisface nunca.
En este texto no voy a analizar todas las derivas de la subjetividad masculina, sino la femenina. Ese necesidad centrada en el amor por los otros, un amor que termina olvidando su amor propio. La feminidad neoliberal autoinmola su singularidad en favor de la necesidad de cuidados de la vida de los otros a cambio de su afecto y reconocimiento, y en ese movimiento de búsqueda de felicidad puesta en los otros, se pierde a sí misma. Lo femenino se llena de otros: de los proyectos de los varones y de los hijos, mientras se vacía de sus propias inquietudes y de su singularidad.
La ética de los cuidados tiene que situar la responsabilidad fuera del ámbito privado, para hacerlo un tema central colectivo y distribuirlos sexualmente en la comunidad. Los cuidados son actividades necesarias para sostener la vida, luego deben enmarcarse en una normativa del derecho al cuidado; un derecho desvinculado del consumo de bienes. Los derechos individuales tienen que articularse en el interior de esta corresponsabilidad social y sexual, para que todo el mundo tenga cuenta el contexto y las necesidades singulares derivadas de la diversidad. Es decir, situados en un lugar de tensión entre la interdependencia y la afirmación de la singularidad propia. Esta reubicación de los cuidados entre la necesidad de la interdependencia y la singularidad, propone a las mujeres y la feminidad el amor a sí mismas, un poder amoroso desde el que hacerse cargo también de su cuerpo, sus inquietudes y su existencia.
En este nuevo lugar, el amor no puede entenderse ni en términos de complementariedad entre una carencia y el deseo de poseer bienes y otra carencia y la necesidad de llenar la vida de cuidados: “[…] el tiempo lógico anterior al nacimiento del amor” (Lacan, 2013:156). El amor no entiende de relación sexual, de complementariedad entre subjetividades, aparece en un lugar “entre” la necesidad y el deseo, que no es del todo necesidad ni del todo deseo, ni fusión entre unas subjetividades especializadas en el despliegue de los cuidados y otras en el logro de bienes.
Bibliografía
Agustín, santo, Obispo de Hipona (397-398): Las Confesiones. Libro I, cap. XI, 17. Edición Digital de Federación Agustiniana Española (FAE), basada en la edición de Biblioteca de Autores Cristianos. Disponible en: http://www.augustinus.it/spagnolo/confessioni/index2.htm. Consultado el 28 de Agosto de 2016
Gilligan, Carol (1986): La moral y la teoría: psicología del desarrollo femenino. México: Fondo de Cultura Económica.
Jónasdóttir, Anna G. (1993): El poder del amor. ¿Le importa el sexo a la democracia? Madrid: Cátedra Feminismos.
Lacan, Jacques (2013): La Transferencia. Seminario 8. Buenos Aires: Paidós.
López Gil, Silvia (2011): Nuevos Feminismos. Sentidos comunes en la dispersión. Una historia de trayectorias y rupturas en el Estado español. Madrid: Traficantes de Sueños.
Platón (2014): El Banquete. Madrid: Gredos
Rousseau, Jean-Jaques (1976): Emilio o de la Educación. México: Editorial Porrúa.
Ilustración de Juanma Samusenko