Cine

La vida en la frontera

Lo que sigue a la frontera

Ricardo Sánchez Director de Código Cine

¿Qué se puede decir de lo que mora inmediatamente después de la frontera? Teóricamente, nada, manteniendo así el interrogante infinito por aquello que está al otro lado y que no terminamos de inteligibilizar, no porque esté oculto, sino porque no somos “ser suficiente” para hacerlo, como si la tarea de su comprensión requiriera del ser haber completado un cierto recorrido subjetivo que le proporcionara de vuelta el código, el criterio y el discernimiento para desentrañar lo que antes no era más que un imposible. En definitiva, nada que no intuyera ya Dylan…

“How many roads must a man walk down, before you call him a man?”

“Blowin’ in the wind”, Bob Dylan (1963).

En 1988, el cineasta griego Theo Angelopoulos, incluyó este escalofriante fotograma en su film “Paisaje en la niebla”, en el que dos niños emprenden solos un interminable viaje en busca de su padre. Siempre creador de poderosas instantáneas, elocuentes e irreductibles, Angelopoulos construye con esta imagen el semblante más paradigmático de la frontera, del límite, y no de cualquier límite, sino de uno que tiene que ver con la vida, devolviéndonos de nuevo esa relación entre la vida y la frontera, como si esta fuera el destino último de aquella. Angelopoulos despliega una imagen que por la pureza de sus elementos y por la autoconsciencia de su composición, no finge la naturalidad del continuum cinematográfico, sino que se encomienda a su propia potencia poética, confiando en que la disposición de sus elementos sature y tense el sentido de la imagen hasta el punto de elevarse a una categoría mayor. Así es cómo alcanza ese sabor paradigmático de frontera, como una imagen definitiva, un resumen completo de lo que una frontera pone en juego.

Si nos fijamos exclusivamente en su composición, pronto veremos que la imagen tiene dos partes claramente diferenciadas; la parte correspondiente a la carretera y la del oscuro cielo nocturno, como dos es la cifra de la frontera, la dualidad del “aquí” y de “el otro lado”, de lo que queda dentro y de lo que está fuera, una dualidad que parece espacial pero que puede entenderse en términos temporales: El versus entre el “antes” (de la frontera) y “lo que sigue” (a la frontera). Hablamos de un tránsito cualitativo pero cuya estructura responde a la lógica del dos. Angelopoulos no es ajeno a esta tiranía del dos, que alcanza de forma definitiva la composición prístina de su plano, dividido en dos grandes partes. La primera, la del antes, la del aquí, goza de precisión, devuelve formas, contiene figuras, como las de los dos niños, y exhibe sus líneas, pues eso es lo que corresponde al orden de lo simbólico sobre el que se construye lo que precede a la frontera. Esas líneas pintadas sobre la calzada son el testimonio de lo ontológico que gobierna “a este lado de la frontera”, donde los códigos están “en activo”, donde se suceden los hechos de lenguaje sobre los que se construye todo lo que cae en el primer plano. Lo de “antes de la frontera”, es un espacio de lenguaje, contenido y reproducible, discreto. Pero, ¿qué hay en el otro lado del plano, al otro lado del tiempo, más allá de la frontera, después de ella? Un interrogante infinito que Angelopoulos expresa a través de un impenetrable cielo nocturno, una negritud tan hambrienta que parece amenazar la frontera misma, la línea que divide los dos espacios. Al otro lado, encontramos la noche más oscura, primero por lo siniestro que el negro más absoluto pone en juego, pero sobre todo por la imposibilidad de apreciar líneas, advertir formas, espacios en donde encontrar figuras y sentidos; la dimensión misma de lo real en donde no existen líneas, donde estas son inconcebibles. ¡Y en verdad es que ese negro tan violento no admite forma alguna!

La carretera, las farolas, los guardarraíles y, por supuesto, las líneas de pintura sobre la calzada, señalan un punto de fuga que conduce directa e irremisiblemente hacia ese límite del mundo, de “su” mundo, donde este parece truncarse con violencia. El contraste entre el modo cómo estos elementos en perspectiva parecen abocarse hacia ese destino, como si de él esperaran el sentido para comprender todo lo que queda “a este lado”, el sentido de lo recorrido, contra el amenazante silencio que aparece tras la línea del horizonte, exento de sentidos, o incluso signos, nos hace sentir una inquietante forma de violencia interior. Y la desazón no hace sino aumentar al considerar que los sujetos encomendados a esa fatalidad central al fondo de la carretera no son sino dos niños, de los que sabemos, además, que van buscando una quimera y que su viaje es un imposible que requerirá de ellos más de lo esperado. Ese fondo oscuro en donde la vida no parece siquiera concebible, que parece capaz de tragarse al mundo y descomponerlo para siempre en su interior como si se tratara, que lo es, de un “agujero negro”, parece aún más cruel al considerar la inocencia de los dos niños que caminan desinformados para topar irremisiblemente con él. Si la carretera, eterno símbolo del fluir, del pasar, es metáfora de la vida misma, en donde se sitúan nuestros dos niños, Voula y Alexander, su trazado se dirige necesariamente hacia su más antagónico extremo, caracterizando una siniestra topología articulada mediante el “aquí de la vida” y el “más allá, la muerte”. Lo irremisible del paso se subraya en esas farolas que comparecen a modo de barrotes, como impidiendo la duda, el cambio de dirección, como recordándonos algo de lo impuesto del tiempo, quizás señalando que somos los que hemos llegado a ser como resultado de nosotros mismos, y que nada de eso podrá cambiar, si no es traspasando una frontera.

Así es la “estética del otro lado de la frontera”, o al menos hasta que el sujeto la franquea, la transgrede, y nos la devuelve en palabras, como si se encendieran las farolas “del otro lado” y pudiéramos, de repente, ver algo de lo que sigue a la frontera. Así es que los seres arrojamos luz y ponemos líneas sobre el negro infinito, conquistando espacios más allá de la frontera para asimilarlos y anotarlos en el mapa de lo conocido, cristalizando en el viaje sensaciones y aprendizajes que nos convertirán en otros. No se puede decir que Angelopoulos no haya sido eficaz al resumir, en una sola imagen, la estructura y el semblante de la frontera, tema que, por otro lado, no dejó de inquietarle a lo largo de su obra y sobre la que “escribió” en otras ocasiones con nuevos y terribles matices:

“Paisaje en la niebla” (Angelopoulos, 1988)
“La eternidad y un día” (Angelopoulos, 1998)

 

El cineasta, que reflexionó a menudo sobre la traza subjetiva del fenómeno de las migraciones, nos dejó una buena cantidad de imágenes con las que caracterizar a esos límites por los que tanto han sufrido los seres humanos a lo largo de la historia. Para Angelopoulos, no hay duda de que lo que sigue a la frontera es terrible: Monstruos de hierro con fauces destructoras que exhalan espantosos gemidos de agonía, o mares de figuras sin rostro , silenciosamente encaramadas a la valla de la frontera que hace siglos que dejaron de gritar o de esperar rescate. Todas, formas del horror, frente a las que Angelopoulos sitúa una y otra vez en sus películas a los personajes más vulnerables: Niños y ancianos, buscando el terrible versus e ntre los extremos, la cifra del dos, la ecuación de la frontera. Monstruos, agonía, … silencio y negritud, los ingredientes del “otro lado de la frontera”, o… al menos, la ausencia del rostro, hundido en esos “paisajes en la niebla”.

Viviendo en la frontera

Triunfa alrededor una idea de frontera que tiene que ver con lo lejano, con lo remoto, aquello que de tan periférico linda con lo que ya no nos representa, el límite inmediato a lo extranjero, o sea, lo muy otro. Será por los objetos visuales con los que nos componemos mentalmente una frontera, o por los recuerdos de todas las que hemos cruzado a lo largo de la vida, pero tendemos a reducir las fronteras a líneas imaginarias, que sin perder su naturaleza de contingentes, prometen con su transgresión un notable cambio de estadio, o un pequeño acontecimiento y, por tanto, nos devuelven la promesa de un nueva topología para el sujeto. Un nuevo espacio, una nueva forma de sentir y organizar el mundo, la convocatoria para una nueva forma de relacionarnos con nuestro alrededor. Se trata, sin duda, de una visión que busca el subrayado de aquello que queda más allá de la línea, y por tanto, es lo contrario de lo cotidiano, que queda aparentemente confinado “a este lado” de la frontera, donde reside “la vida cotidiana”, la “mera vida”.

La frontera, por tanto, nos lanza la primera oportunidad para reflexionar sobre la(s) vida(s). ¿Qué vida es la que cae a este lado de la línea en donde moramos con cotidianeidad? Pareciera que esta es la vida de diario, la vida que ramifica en el leve pasar del tiempo, la que forja sentidos ensayándolos en la actividad habitual, en el instante que sigue al anterior, que tiene que ver con lo que fluye, no con lo que topa con fronteras ni asíntotas infranqueables. Manejemos que, por el contrario, la vida al otro lado tiene que ver con la expectativa del estrago, el cambio rupturista, el reto, allí donde el tiempo vale más por sus instantes en valor que por su fluidez, donde el diacronismo de la cotidianeidad encuentra la oportunidad de brillar mejor en el estallido único del momento sincrónico, aunque su coste sea el trance y su lapso el santiamén. Todo, hasta aquí, para manifestar nuestra inercia por considerar la faceta de detención y, con su transgresión, cambio, que subyace a esa línea que llamamos frontera y que en nuestra vida comparece como la expectativa de lo singular, la solución de continuidad. Y por tanto, la idea de que vivimos cotidianamente en “el pasar”, franqueando las líneas y fronteras que acotan nuestra vida solo de forma infrecuente y anecdótica, sean políticas o simbólicas, sociales o personales.

Sin embargo, ¿y si no fuera así? ¿y si eso que llamamos vida no fuera otra que una “vida en la frontera”? Porque, ¿acaso siente uno el pasar de la vida como una suave estela exenta de estragos, imponderables y angustias? ¿Quién se libra de la angustia? Sea tanto la que sigue al imprevisto, como la que destilamos en casa, pero el tiempo del ser terminará devolviéndonos la angustia que acompaña a la existencia, o cuanto menos la sospecha de esa “nada” heideggeriana que nos constituye, ubicando en nuestro centro mismo, los ingredientes y los paisajes de cuanto pensábamos que había quedado confinado al otro lado de la frontera, descubriendo que somos amigo y enemigo en el mismo ser, y que “lo muy otro” también está en nosotros, que la vida corre por la frontera, por su línea misma, ensanchándola, nutriéndola en su interior de los mil y un objetos que decoran nuestra “vida cotidiana”, y a los que presentíamos fijos y estables. Recorremos el sinuoso trazado de la frontera como metáfora de los estragos que le han dado forma, como nuestro propio resultado histórico, pero también como la representación de nuestra humanidad falible, allí donde precipita la personalidad de uno. No suelen ser las nuestras fronteras de cemento y líneas rectas, sino a menudo arroyos irregulares que obligan a mojarse los pies, que convocan negociaciones, en donde se presiente el comienzo mismo de la vida cotidiana. Así, hablamos ya de una vida cotidiana que recorre la frontera, que precisa de ella para reflejar lo humano.

La vida en la frontera puede resultar inhóspita, y para muchos, en los peores momentos, los momentos más aislados, puede adoptar la forma de un paisaje… lunar. Son los momentos en que la “nada nadea” más que nunca y nos recuerda de qué estamos hechos. Son, sin duda, las ocasiones para lo mítico, para las narrativas más fundantes, que nos recuerdan los puntos cardinales de nuestra existencia, los puntos de anclaje necesarios para sujetarnos. Esta visión, canónica, incluso, pone en juego narrativas fundantes que no se modifican o que lo hacen de forma muy limitada a lo largo del tiempo. Lógicamente, un texto en constante transformación no puede ser un texto fundante que sirva de asidero (argumento básico por el que la palabra religiosa requiere de un enorme empeño humano por mantenerlo fundamentalmente inviariado a lo largo del tiempo), pero la vida también es cambio y es obligatorio contar con la capacidad de tejer, cada día, nuevos flecos y remiendos para las narrativas con las que abordamos el acto de atribuir sentido al mundo que nos rodea. Cada nuevo y pequeño hallazgo, cada ocasión en la que algo no tuvo el efecto esperado, cada vez en que sentimos que perdemos un pedazo de nosotros mismos, cada vez que no alcanzamos algo de lo que soñábamos o pensábamos legítimo, etc., son ocasiones para reescribir un fragmento de la fraseología con la que nos “pensamos”, convocatorias revisionistas de una subjetividad que va cargándose, poco a poco, de nuevas “naturalezas”, “objetos”, “signos”, … Hasta la vida en una mera oficina puede requerir de uno la más divina de las paciencias, narrativas con las que contener lo que mora al otro lado de la frontera del lenguaje, los monstruos, de modo que, incluso desde este punto de vista más psicológico, la frontera vuelve a estar muy cerca. Tan cerca, como para estar dentro de nosotros. O mejor, nosotros en ella. Eso que llamamos vida es la estancia en la frontera, negociando los documentos con los que dar cobertura a las emergencias de lo real, a los acontecimientos inesperados que nos prueban y nos miden. Vivimos en la frontera que se nos dibuja cotidiana cada día en forma de mayores o menores retos, que tienen que ver con saber sacar adelante algo de lo que deseamos, ¡una parte al menos!, mientras sabemos de la frontera en la que también viven los otros que nos rodean. La vida social, por tanto, como un negocio entre fronteras, un diálogo imposible, un abismo entre pares del que ya nos hablara George Bataille (1) como una distancia insalvable, un infinito, del que, sin embargo, sale una existencia posible.

La frontera como convocatoria de creación

Así es cómo el encuentro (cotidiano o no) con las fronteras se convierte en una oportunidad para re-crearnos, pensarnos de nuevo, reformular al menos un fragmento de aquello con lo que nos decimos al mundo, el discurso con el que nos desplegamos y en el que nos reconocemos, aunque sea parcialmente. Tanto mayor sea el número de fronteras franqueadas, tanto mayores serán las heridas y rasguños con las que caminaremos, las “cicatrices del yo”. Por tanto, en ese fenómeno que aquí llamamos frontera y que poco tiene que ver con lo geopolítico, cuaja una convocatoria creativa que puede alcanzar a todo el ser, que precisará de un ejercicio de gestión del límite para extraer nuevos relatos con los que asumir los nuevos hallazgos, los objetos encontrados, incorporándolos a su identidad y a su recuerdo.

En el número anterior de Coencuentros (#2 “Creatividad”) nos preguntábamos si la creatividad tiene límites. Una posible forma de responder a la pregunta es proponer que el efecto de atestiguar algo creativo tiene que ver con la sensación de haber traspasado cierto límite, haber dejado atrás un área anodina donde los elementos responden a un orden previsto y su presencia es conocida de antemano. Dicho de otra manera, el efecto de lo creativo podría ser la sensación de haber traspasado cierta línea, cierta lógica, hallarnos en un espacio donde los objetos se combinan de forma inesperada. Por tanto, lo creativo tiene límite, pero este es móvil. Lo creativo se forja en la gestión del límite y se manifiesta más allá de él, levantando testimonio sobre su existencia, y proponiéndonos que la actividad creativa se puede concebir como una tarea de gestión y lucha entre el sujeto y la línea que marca el fin de lo previsible. El sujeto en la frontera es un ser en acto creativo, alcanzado por la necesidad de reformularse, modificar algo de cuanto le define para poder estar en un nuevo lugar, en una nueva identidad. Así es cómo la frontera, personal, profesional, espiritual,… es una oportunidad y un mandato de creación.

Visto así, ¿no pareciera que las fronteras nos devuelven… la vida misma? ¿Quién escapa, entonces, de las fronteras? No solo de las externas, visibles o invisibles, sino de las que nuestro propio yo forja y sitúa voluntariamente constriñendo nuestra experiencia subjetiva, la sensación de nuestra propia existencia, y que puede llegar a ceñirnos y sumirnos en lo claustrofóbico. ¿A cuántas fronteras por franquear me encuentro de la persona que, en realidad, quiero ser? ¿Y por qué siempre la frontera como construcción de otredad? ¿Acaso no puede una frontera estar construida de nuestra propia emanación de positividad? Es una idea de Byung Chul Han (2), que en lugar de proponer la negatividad, es decir, aquello que se nos opone desde el exterior, como la frontera última, nos sugiere localizar a esta en esa franja inmediata que nos rodea repleta de positividad y que es nuestra propia emanación, nuestro “devenir”. El confort de uno mismo como la franja que nos impide afrontar la negatividad, la tarea en la que podríamos forjar nuestro propio acto de sujeción, el umbral de la adultez y de la responsabilidad.


(1) G. Bataille, “El erotismo”, 1957.
(2) Byung Chul Han, “la sociedad del cansancio”, 2012.

Cine

Ricardo Sánchez

Director de Código Cine

Licenciado en Ciencias de la Información por la Universidad Complutense de Madrid (2003). Master en Marketing y Dirección Comercial por CESMA (2003), Escuela de Negocios. Desde 2010, productor y director de la revista “Código Cine”, dedicada a la reflexión, ensayo y análisis textual de cine y series de TV, con un marcado enfoque de tendencia psicoanalítica. Anteriormente, director de las revistas “Sala 1, diario de cine” (1999-2002) y “Cine Futura” (1997-1999).

Crítico de cine y articulista en diversas publicaciones sobre cine como “Stars Avenue” (1996-1997), “T@boo” (1997), “Web C&B, sección de cine” del Grupo C&B Web (1997), Revista “Casi Nada” y otras. Director de “Hispacine” (1998-2001), comunidad de cinéfilos por newsletter. En definitiva, extremófilo cinéfilo “a mil películas de profundidad”, que diría Cohen, siempre comprometido con la reivindicación del cine como un arte fundante que nos conforma y nos ensancha más allá del mero entretenimiento.

2 pensamientos en “La vida en la frontera

  1. Nunca se me hubiera ocurrido pensar en una frontera bajo esta perspectiva tan interesante y dual.
    Especialmente amena, la lectura de la descripción del fotograma de los niños enfrentados en la carretera a la oscuridad, y ausencia de señales, más absolutas.
    !Felicidades por el artículo!

  2. El análisis del fotograma de «Paisaje en la niebla» de Angelopoulos me parece muy acertado. Y la conclusión sobre nuestra vida en una frontera permanente es totalmente la realidad. Quizás todos nuestros actos estén reducidos a una frontera dual (como dices) en la cual hay que decidir constantemente entre dos variables. Seguimos un camino binario, lleno de ceros y unos, y a eso nos reducimos, en definitivas cuentas. Muy interesante el articulo.

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