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Las intermitentes

María Tovar Psicóloga Psicoterapeuta

Hace unas semanas, un par de hermanos llegaron a mi consultorio enviados por su madre, quien se quejaba amargamente de que sus hijos de 15 y 18 años no paraban de reñir “A todas horas, por cualquier cosa, uno dice algo y el otro responde agresivamente, el ambiente en casa se ha vuelto horrible”.

Cuando estos chicos cruzaron la puerta, no me transmitieron ninguna sensación de malestar, sólo la típica timidez de entrar a un lugar nuevo con un psicólogo, que quién sabe qué cosas les va a preguntar.

Durante nuestras sesiones, les propuse hacer el ejercicio de escucharse mutuamente, nos enfocamos principalmente en practicar la escucha como una forma de ponerse en el lugar del otro, para descubrir qué le ocurría a cada uno y porqué explotaban el uno con el otro con frecuencia.

Cuando el hermano pequeño habló, dijo muchas cosas, con coherencia y claridad, habló de su cansancio por el estudio, por el deporte, y de sus dificultades de adaptación a su nuevo contexto escolar y terminó diciendo “Por eso, cuando llego a casa, me pongo en la Xbox o con el teléfono para relajarme. En realidad lo hago por que no sé qué otra cosa puedo hacer”. Su hermano mayor, le dijo que no podía conversar con él porque lo veía muy implicado en la Xbox y no quería molestarlo, si le decía cualquier cosa, reaccionaba agresivamente, de hecho, le llama el “mechacorta”. Lo único que sabe hacer para calmarse y sentirse seguro en casa es jugar videojuegos o estar con su teléfono (llama la atención el estar con su teléfono, como si fuera un compañero con el cual se está). Fuera de casa estudiar y hacer deporte.

A una sesión posterior vinieron los padres a escuchar a sus hijos. La madre entró con mucho estrés pues tenía varias llamadas pendientes con clientes, ella es promotora inmobiliaria. En esta sesión propusimos que se escucharan entre ellos: La madre, habló de su preocupación en relación con sus hijos. El pequeño le reprochó que se lo pasaba en el teléfono todo el tiempo y que él se sentía muy sólo, que había trayectos enteros en el coche u horas de comida o cena en las que ella se la vivía contestando mensajes o llamadas. La madre, les explicó que ella tenía un trabajo que requería estar al servicio de sus clientes a todas horas, incluidos los domingos y que gracias a ese trabajo podían tener todo lo que querían, cabe mencionar que son una familia con muchos privilegios económicos. Ella dijo que se preguntaba si tenía que dejarlo todo para dedicarse a sus hijos, que sentía que se estaba perdiendo de una etapa muy importante de sus vidas.

La consulta, para esa familia, se ha convertido en un salón en el cual pueden hablar sin las interrupciones del teléfono, iPad, Xbox, Netflix o cualquier otro dispositivo que distraiga su atención. Un espacio en el que se pueden escuchar, observar y hacer preguntas sin más focos de distracción que ellos mismos y sus palabras. Un espacio en el cual están con ellos mismos, unos con los otros. Los papás se han ido dando cuenta, de que detrás de esta desconexión familiar, hay un dolor para asumir el crecimiento de los hijos, y ellos, por su cuenta, luchan por su independencia dentro de la libertad que les brindan los dispositivos electrónicos, en lugar de lucharla amorosamente en la convivencia con sus padres. Ambas partes, escondían sus duelos detrás de las pantallas.

Al día siguiente de esa sesión, fui a dar un taller para profesores universitarios. Tenía a varios maestros frente a mi contándome los problemas con sus grupos de alumnos “Es que los alumnos están todo el tiempo con sus teléfonos” “¿Cómo vamos a competir con toda la información a la que ellos acceden a diario?”. Estuvimos toda una mañana dándole sentido a la función del maestro, la función de enseñar a pensar, a discernir, a clasificar el conocimiento, a generarlo colectivamente, a resolver problemas, en definitiva a darle sentido a la vida de sus alumnos y herramientas para incidir en la realidad a través de sus enseñanzas. Cosas que el teléfono nunca hará por ellos.

Mis colegas psicólogos no me dejarán mentir. El teléfono se ha convertido en uno de los protagonistas de las narraciones de nuestros pacientes y grupos de trabajo, el gran compañero de nuestra época. El cambio ha sido muy veloz en la última década, nos ha cogido por sorpresa y se ha colado,  de manera casi desapercibida, en nuestros hogares, trabajos, alcobas e incluso en nuestras propias cabezas, en la forma en la que pensamos y nos vinculamos con los otros.

Con esto no pretendo satanizar a la tecnología que tantos beneficios nos ha traído, de hecho, Sra. Tecnología, tengo que confesarle que me encuentro profundamente agradecida con usted. Durante casi 10 años que viví a un océano de distancia de mi país, fue usted la que me permitió ver a mi familia casi todas las semanas, mantuve una larga relación, más que a distancia yo diría a “cercanía virtual”, con quien ahora es mi marido,  gracias a usted vi crecer a mi sobrina y me mantuve cercana, de primos, amigos, compadres y socios. Ahora, como madre trabajadora y habitante de una de las ciudades más grandes del mundo, puedo darme el lujo de trabajar desde casa. Sra. Tecnología, el 50% por ciento de mis reuniones son por Skype, especialmente, con otras madres trabajadoras con quienes, después de dormir a nuestros hijos o antes de que se despierten o durante sus siestas, resolvemos eficientemente los pendientes correspondientes a media jornada laboral. ¡Gracias!

Ahora, también tengo reclamos para usted señora, mi ritmo de estudio no es el mismo por estar curioseando en las redes sociales, las tardes de juego con mis hijos, que a veces pueden ser cansadas, se ven fácilmente distraídas por el teléfono, las reuniones familiares, siempre tienen a dos como mínimo acompañados por su teléfono en lugar de por nosotros, muchos de nosotros, es lo último que vemos en la noche y lo primero que vemos en la mañana es ese aparato. Eso no se lo agradezco para nada.

El problema no es la tecnología, es lo tentadora que resulta, lo rápido que ha llegado, de manera muy voraz, sin pedir permiso, en lo más íntimo de nuestro ser, como un recurso fácil al cual acceder, un lugar de seguridad, de compañía y a la vez de distanciamiento. Y aquí me quiero detener un momento, he dicho: ha entrado sin pedir permiso ¿Es así? Podríamos partir por pensar en aquello a lo que le estamos dando permiso. La tecnología nos obliga a posicionarnos de nuevo como seres humanos, a conocer más nuestras necesidades y nuestras limitaciones, a discernir entre aquello que nutre nuestros pensamientos y nuestros vínculos o sólo los engorda y enferma. ¿Qué leemos? ¿Qué mensajes contestamos? ¿Qué tiempo le regalamos? ¿Cuándo nos ayuda a convivir y cuándo nos estorba? ¿Cómo nos ayuda a amueblar la cabeza de manera ordenada?

Propongo un ejercicio práctico: Imaginemos un teatro, un escenario que abre un telón, y nos presenta una historia, un protagonista que se encuentra solo, iluminado por una luz, el resto del escenario está vacío y obscuro. Nuestro protagonista, además de estar solo físicamente, se siente solo, le gustaría estar con alguien más, con alguien que lo escuche, que lo aconseje, que lo abrace, lo nutra, o que simplemente se siente a su lado. Ahora, llega a nuestra escena un segundo personaje, el acompañante, se enciende una segunda luz para iluminarlo, se sienta y hace compañía a nuestro protagonista, se miran, hay dos luces en la escena. Ahora, ha sonado un mensaje, una llamada, un correo, nuestro acompañante se distrae, … la luz que iluminaba al acompañante se apaga, aunque esté presente, nuestro prota se encuentra solo, bueno, en realidad, la luz que se apaga es la del protagonista porque se ha tornado invisible para su compañero. El protagonista enciende su teléfono, busca a alguien y encuentra un amigo con el cual tener una vídeo conferencia, ahora se encuentran dos luces encendidas en la escena, una que ilumina al protagonista y otra a su teléfono, el acompañante cuelga el teléfono, pero ahora el protagonista está con su teléfono, las luces se confunden, no saben a quién iluminar, se encienden y se apagan, como las luces intermitentes de un coche… esas luces que se activan cuando uno está haciendo algo fuera de lo esperado y que pone en alerta al resto de conductores.

Si imaginamos nuestra vida como ese escenario, nosotros como ese protagonista que genera vínculos con amigos, hijos, parejas, libros, actividades y trabajo, sería interesante pensar ¿Cuánto tiempo duran iluminadas las luces de tu escenario y hacia quién van dirigidas?

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María Tovar

Psicóloga Psicoterapeuta

    Un pensamiento en “Las intermitentes

    1. Maria Tovar tu artículo es realidad pura, me divierte la paradoja de estar leyéndolo precisamente en el movil ;). Retomaré en otro momento la lectura de este número cero. Los seres vivos de mi casa me reclaman, creen que soy de cera ;))

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