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Lo que no saben las madres

Elisa Martín Ortega Profesora universitaria de literatura y escritora

El deseo de tener hijos es deseo de lo desconocido. Y no es fácil esperar aquello que ignoramos: lo que vive y crece en el hueco de la ausencia y nunca responderá plenamente a nuestras fantasías. Las dificultades sociales y laborales que muchas mujeres encuentran a la hora de ser madres, unidas a las presiones ejercidas sobre quienes no quieren serlo, y las tensiones crecientes entre defensoras de diversas formas de pensar y vivir la crianza de los hijos han dado lugar a un entramado de deseos, juicios y nuevas violencias que siempre intenta resolverse apelando a la decisión individual.

Pues bien, ser madre es sólo en parte una decisión individual, si por individual entendemos estrictamente personal, autónoma e independiente. Porque ningún deseo auténtico lo es. Y entiendo por deseo precisamente aquello que nos define aun a nuestro pesar, que se sitúa en el territorio de la espera, que se construye y se acepta incluso renunciando a ser poseído. El deseo no nace de la voluntad, no lo elegimos sino que más bien nos gobierna. No es un capricho ni una fuente de autosatisfacción permanente. La maternidad entra de lleno en ese ámbito, y para combatir la incertidumbre que provoca, y que apenas toleramos, han ido surgiendo todo tipo de ‘activismos’ a menudo excluyentes: las defensoras de la llamada crianza respetuosa, las que se arrepienten de haber tenido hijos, quienes reivindican poder ser madres a cualquier edad, elegir el sexo de sus hijos, etc. El problema radica en hacer de cualquiera de esas opciones humanas, que en parte habrán sido elegidas y en parte determinadas por una multitud de factores externos e internos que quizá ni siquiera sospechamos, una bandera, una causa. Desde un punto de vista social y político, no existe la causa de las mujeres que desean criar de una manera o de otra o la de las que no son madres: debería existir la causa del respeto mutuo y también la lucha por impedir que la maternidad se convierta en un enorme obstáculo social y laboral, sobre todo para las mujeres más jóvenes.

Decir que ser madre no es algo que una plenamente elija no equivale a justificar ninguna forma de coacción ni de violencia sobre las mujeres en este sentido. Todo lo contrario. Si el deseo no le pertenece al yo, aún menos le va a pertenecer a terceros. Es una zona en sombra sobre la que deberíamos pensar de otra manera. Porque ese deseo es la piedra angular sobre la que giran la mayoría de las cuestiones que se plantean acerca de la maternidad. Un niño necesita saber que fue deseado. Y al final, cuando hablamos de la decisión de ser madre, siempre hay un niño o una niña. Y una madre. Y un entorno más amplio.

La reflexión en torno a la maternidad bascula entre excesos. Excesos del yo, diría en este caso. Simplificando mucho, surgen la ‘madre total’ y la ‘madre arrepentida’. Ambos modelos, aparentemente antagónicos, muestran un fracaso del deseo como fuerza que permite la acogida de lo desconocido.

Un nuevo movimiento social, nacido en Estados Unidos pero que ha calado en Europa, aunque con sutiles e importantes diferencias según la cultura, aboga por la maternidad como un absoluto, basada en lo que se ha denominado ‘respeto’ a las necesidades de los niños. Parece que entre la madre y el niño no cupiera nadie ni nada más. El catálogo es amplio: lactancia materna prolongada, colecho hasta edades avanzadas (a menudo es el padre quien acaba abandonando la cama familiar cuando pasan los años y el espacio escasea), a veces reducción o abandono voluntario de la actividad profesional de la mujer, confianza plena en la capacidad de los niños para autorregularse en el crecimiento (ellos decidirán en qué momento dan por concluida cada etapa), etc. Por supuesto que algunas de las conductas que he enumerado, en según qué circunstancias podrían llegar a ser apropiadas. Pero es necesario alertar de la fantasía omnipotente de que se pueden cubrir completamente las necesidades de los niños y ejercer una maternidad sin fallas. Ninguna madre puede evitar a sus hijos el sufrimiento. Cuesta admitirlo, y aún más aceptarlo, pero es una realidad ineludible: nuestros hijos, por mucho que los hayamos querido, pueden ser desgraciados. El deseo se confunde aquí con la promesa de un placer y una felicidad sin límites, como si ese momento inicial de la vida en que la madre, cualquier madre, siente que puede darle a su hijo todo lo que necesita, pues su cuerpo lo colma, se prolongara eternamente.

El otro paradigma, el de la ‘madre arrepentida’, hace irrupción en el espacio público en forma de quejas constantes, confesiones o declaraciones no exentas de polémica: los niños te destrozan la vida, te roban tu tiempo y tu espacio, no te dejan disfrutar de lo que hacías antes, son un engorro y de haberlo sabido no los habrías tenido. Más allá de tomar en consideración las grandes dificultades que se presentan para ser madre y mujer en la sociedad actual, con enormes problemas de conciliación y discriminación laboral, esta tendencia esconde de nuevo una paradoja: si la decisión de tener hijos se toma única y exclusivamente desde la individualidad, la racionalidad, la practicidad, y sobre todo la toma un sujeto que se siente completamente autónomo y que se basta a sí mismo, es una decisión abocada al fracaso. Porque el deseo de tener hijos no es una forma de autorrealización ni algo que se pueda encerrar en una fantasía previa: los niños reales que vienen al mundo son siempre algo ignoto, insospechado, y cambian nuestra vida de una manera que nadie puede prever de antemano. Estos cambios provocan ambivalencia, y es precisamente el deseo como apertura a lo desconocido lo que permite lidiar con dicha ambivalencia sin que conduzca al arrepentimiento o al rechazo.

Las encarnizadas discusiones en las que entran a menudo representantes de estas diversas formas de concebir la maternidad y la crianza no hacen sino alertar de la necesidad imperiosa que cada una tiene de creer que su opción es la correcta. Me sorprende, una vez más, el acento puesto en la elección: ¿de verdad una madre decide si meter en su cama a su hijo en mitad de la noche, o si enfadarse con él en determinadas circunstancias, o si dejarlo al cuidado de una u otra persona del mismo modo en que decide qué ropa comprarse o cómo decorar su casa? Apuesto a que la mayoría de las mujeres no podrían contestar a la pregunta de por qué eligieron muchas de las cosas que hicieron con sus hijos. Simplemente ocurrió así, alguna razón habría, como tampoco sabemos por qué nos enamoramos de una determinada persona.

A fin de cuentas, no tendría por qué haber grandes tensiones ni contradicciones entre lo que necesitan las madres y los niños. A los niños les hace falta, fundamentalmente, una madre que tenga la suficiente apertura como para hacerlos parte de su vida, y que los quiera tal como son, desde la realidad también de sus defectos; pero al mismo tiempo una madre que no ponga todo su deseo en ellos, que no se entregue por completo, porque eso los sofocaría. Cualquier práctica de crianza es bienvenida cuando no se hace desde la convicción absoluta de que eso es necesariamente lo mejor para los hijos, o cuando no se elige por mera exaltación egoísta de la pura conveniencia. A veces se duda. Y en esa duda, seguramente, reside la virtud.

En una sociedad que nos promete el acceso inmediato al conocimiento (a través de fuentes de información ilimitadas), o la libertad de elección más radical (pues es posible tener hijos casi a cualquier edad, con óvulos y espermatozoides de múltiples orígenes, sola o con pareja, etc.), los hijos se acaban revelando como el último misterio. Nacen y de repente nos sorprendemos de no saber quiénes son; crecen y nos vamos dando cuenta de todo lo que ignoramos acerca de ellos. Por mucho que dialoguemos o seamos empáticos (tal como propugnan, con razón, las corrientes pedagógicas actuales), cada hijo, para su madre, encierra un secreto. El deseo de la mujer ha de poder integrar ese amor a lo que no se conoce, pues sin él el encuentro entre madre e hijo no sería sino una quimera abocada a un futuro desengaño.

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Fotografía de Ana & Arth

Elisa Martín Ortega

Profesora universitaria de literatura y escritora

Licenciada en Filología Hispánica, Ciencias Políticas, Filología Hebrea, y doctora en Humanidades. Investigación y Docencia. Escritora de libros de ensayo y traducción.

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