Desde el barrio de mi infancia, y si mirábamos hacia la línea del horizonte, lo que veíamos al fondo nos decían que se llamaba Madrid. La capital, irreal e inalcanzable, parecía no existir con sus nubes y skyline pintado con temperas de colores. Vivíamos a las afueras de Alcorcón, en un promontorio fronterizo con Leganés urbanizado a principios de los setenta para acoger a familias jóvenes de trabajadores. Ahora me da pena ver mi bloque, con las tiendas abandonadas, borrado por la historia y enterrado entre otros edificios de viviendas más impersonales y modernos. En su día, esa solitaria mole de ladrillo rojo gobernaba aquel reino del descampado. Un feudo sin mucho glamour pero que, entre sus posesiones, atesoraba orgulloso tres castillos de principios de siglo que a todos nos parecían construidos con piezas gigantes del Exin Castillos. Estas fortalezas de cartón piedra, abandonadas por sus dueños y habitadas por misteriosos músicos gitanos que nunca nadie vio, se convirtieron en el lugar ideal para que los niños del barrio emulásemos entre sus muros las aventuras que salían en la pantalla del mítico cine Valderas.
Los castillos del Marqués de Valderas eran famosos en el mundo entero. Al menos eso creíamos todos los chavales del barrio porque presumíamos de ello ante los primos que asistían a nuestras comuniones. La fama no les vino solo por la película de Drácula de serie B que allí se rodó, sino por un acontecimiento sucedido no hacía mucho tiempo. La tarde del 1 de junio de 1967, cuatro años antes de yo nacer y a los ojos de todo el mundo, un platillo volante sobrevoló sus tejados a plena luz del día. Podíamos ser pobres pero teníamos un OVNI, una civilización extraterrestre nos había elegido a nosotros por delante de todas las urbanizaciones pijas americanas. El platillo llevaba en la panza el símbolo del planeta Ummo, una especie de letra h de seis brazos, al que un testigo presencial describió como un cambio de marchas de los automóviles antiguos. Estuvo haciendo diferentes movimientos durante doce minutos en el aire para después alejarse en dirección a la carretera de Extremadura. Allí en otro descampado, donde años después Esperanza Aguirre quiso construir Eurovegas, el ovni se posó dejando como testigo unos cilindros metálicos. El suceso fue visto, dicen, por multitud de personas que jugaban a la petanca o pasaban la tarde al sol. Al menos dos de los testigos llevaban consigo sus cámaras fotográficas. Uno de esos personajes misteriosos, que nunca se llegaron a identificar, entregó ese mismo día unas tiras de negativos Valca de 400 ASA al diario Informaciones quien, al día siguiente, sacó en portada las impactantes imágenes bajo el titular ¿Platillos volantes sobre Madrid?.
Este caso se sumaba al avistamiento reciente de Aluche y a la oleada de cartas mecanografiadas que habían ido apareciendo por esas fechas y que parecían ser mensajes de los ummitas a los terraqueos. La cantidad de testimonios y los documentos gráficos del caso Valderas lo convirtieron en un hito de la ufología mundial. Decenas de investigadores internacionales se desplazaron a las afueras de Madrid para buscar testigos y analizar los negativos en busca de un posible fraude. En 1976 una pareja de investigadores, abrumados por las pruebas, escribiría el libro Un caso perfecto. Sus ejemplares, que tenían en portada tres platillos volantes sobre un fondo azul y como subtítulo la frase el caso más documentado del mundo, habitaban la mayoría de los muebles de los salones de mi barrio. Eran objetos extraños esos libros en aquellas baldas despobladas de ellos y con huecos estudiados para el televisor. Estanterías plagadas de figuras de porcelana, ceniceros y otros cachivaches inservibles que hacíamos en el colegio por el día del padre. En mi casa se leía poco y el libro Un caso perfecto nunca lo tuvimos. Con la llegada del maldito Amazon me he podido hacer con uno de esos ejemplares míticos que preside ahora a modo de tótem la estantería de mi estudio.
No tuve ese libro pero crecer en un barrio con OVNI marca la vida. Desde muy pequeño me aficioné a escuchar en la cama programas de misterio con la oreja pegada a un radio que sonaba a tierra y que me trajeron de Andorra. Mi programa preferido era Medianoche de Antonio José Ales. Relataba todas las noches historias de fantasmas, psicofonías, civilizaciones perdidas o universos paralelos que, como siempre sucede, una conspiración internacional se preocupa en ocultarlos. A principio de 1990, el bueno de Alés me sorprendió con la emisión de una cuña publicitaria donde anunciaba que el 7 de abril convocaría una de sus Alerta OVNI junto a los castillos de San José de Valderas. El locutor, al que escuchaba todas las noches, en otro golpe de suerte, visitaría mi barrio. Aquellos encuentros, que se hacían cada varios años, reunían en un lugar de avistamiento histórico a los seguidores del programa. Se solían hacer en la medianoche y los que acudían miraban al cielo convencidos de que los extraterrestres volverían ante tanta expectación. Por supuesto que yo acudí a esa cita. Convencí a un grupo de amigos de que esa era la mejor manera de pasar un sábado por la noche. Y no estuvo nada mal, una pena que aun no fuera fotógrafo porque tengo grabado la explanada de los castillos llena de fuegos y telescopios mirando al cielo. Yo, que conocía los agujeros de entrada al castillo, guié a mis amigos hasta la torre principal desde donde teníamos una visión panorámica del evento. Era chulo mirar al cielo y vivir con la inútil esperanza de que la suma de ilusiones atraería a los extraterrestres. Por supuesto que los marcianos no nos escucharon y nadie vino a visitarnos. Menos mal, pienso ahora, hubiera sido demasiado pronto.
Años después, en 1996, cuando yo me dedicaba a recoger la basura de mi barrio y pasaba a diario delante de los castillos vestido de naranja, agarrado a un camión y con mi coleta al viento, Jose Luis Jordán Peña, un científico asociado a lo parapsicología, confesó lo que era un secreto a voces; él era el artífice de toda aquella falsificación de los ummitas en Valderas. En su confesión detalló con todo lujo de detalles como jugó con nuestras ilusiones:
UMMO evoca a Humo. Elegí al azar la estrella Wolf 424 ya que mi objetivo real no era desarrollar un mundo extraplanetario creíble. Redactaba los informes los sábados y domingos por la tarde, y aprovechaba mis viajes al extranjero para enviar desde allí las cartas. Utilizamos la maqueta colgada de un hilo de nailon muy delgado. Usamos una velocidad muy rápida 1/1000 para que el
platillo y el fondo de la foto saliesen igual de enfocados, y el platillo pareciese más grande. Llegué a entrevistar personas que decían haber visto el platillo, pero que no recibían mi remuneración. Empecé a indignarme al ver que la secta Edelweiss marcaba a fuego con mi símbolo a niños. Y luego recibí una invitación anónima desde Cuba, para asistir a no sé que reunión ummita en casa de Joaquín Farriols, así que decidí cortar el experimento que llevaba haciendo 25 años. Estoy arrepentido de haber creado un experimento inmoral que se ha vuelto contra mí.
Si Jordán Peña viviera le daría las gracias por toda esta mentira que se fue capaz de construir. Estoy convencido que aquellas fotografías de un OVNI montado con dos platos de plástico ensamblados y sujetados por una caña de pescar cambiaron mi vida. Desde entonces nunca he tenido clara la frontera entre la realidad y la ficción y eso se lo debo a él. A él seguramente también le debo la ascensión al zenit de mi carrera cuando mis obsesiones me llevaron al programa Cuarto Milenio de Iker Jiménez. Durante cuatro programas declaré como experto en fotografía en el programa. Esta circunstancia no la incluyo en mi curriculum porque aun hoy no estoy seguro de si sucedió en realidad.
La capacidad de fantasear o incluso de mentir es quizás la más bella habilidad humana. A poco que se lea de física cuántica se sabrá que la realidad no habita en ningún lado. Lo importante del OVNI de mi barrio son las imágenes que sugirieron en nosotros aquellos visionarios. Me los imagino en esos descampados con miedo de ser descubiertos, llenos de cachivaches como si fueran los cazafantasmas, fotografiando una maqueta cutre en los mismos campos de cardos donde jugábamos al fútbol. Falsificar de esta forma tan solitaria me parece un acto conmovedor. A día de hoy, cada vez atravieso la Avenida de los Castillos, no puedo evitar echar la vista al cielo esperando ver a los ummitas. Sueño con que salga un haz de luz desde la nave que me señale como el elegido para su abducción. Ahora que tengo entre las manos las fotografías que mis padres se hicieron, en el mismo lugar del avistamiento, con su hijo recién nacido me pregunto si en realidad yo tuve algo que ver en todo aquel asunto del OVNI. Y no tengo claro qué contestar.