General

Mis reflexiones sobre la pareja romántica

Franciso Sianes Profesor de Literatura

Recopilación de textos del facebook personal, sobre relaciones de pareja:

UNO. ¿Qué queremos decir cuando decimos “te amo”?

Decimos «te amo». Pero ¿qué queremos decir con eso? Lo que uno dice rara vez es lo que el otro escucha, sea porque lo interpreta desde sus prejuicios (es decir, desde sus deseos y miedos no reconocidos), sea porque ve unidad donde hay diversidad.

Y es que hay -en esencia y hasta el punto en que se pueden separar estas dimensiones- tres tipos de amor: el intelectual, el cordial y el visceral. El intelectual nace de la mente y se manifiesta en la admiración y en la sintonía para la comunicación. El cordial nace del corazón y se manifiesta en el cariño, en la complicidad emocional. El visceral nace de las tripas y se manifiesta en la pasión, en la química sexual.

El amor a un maestro, a un amigo, a un padre o a un hijo no precisan la dimensión visceral, pues se sustentan (cada una en proporciones particulares) en las dimensiones mental y cordial. El amor a un amante puede prescindir de todas menos de la visceral. Pero el genuino amor de pareja debe incluir las tres; de lo contrario, más pronto que tarde, empieza a degradarse.

Hay ocasiones, contadísimas ocasiones, en que estas tres dimensiones se dan natural y plenamente. Son milagros. Pero en la mayoría de los casos (al menos en nuestra cultura y nuestro tiempo), la fuente que alimenta las relaciones de pareja es la química sexual. Solo la experiencia reiterada de que no se comparten las otras dos acaba apagándola. A veces, esa pasión es tan poderosa que nunca desaparece del todo (incluso si se ha cambiado de pareja). Sin embargo, la carencia de complicidad mental y cordial genera una permanente insatisfacción («ni contigo ni sin ti…»); y estas relaciones suelen terminar en rupturas volcánicas, teñidas por el enganche en el amor-odio.

En otros casos (quizá más infrecuentes en nuestra época y cultura), la fuente que alimenta a las parejas es la admiración, la comunicación y el cariño. El entendimiento, la apertura, el respeto y la ternura son inmensos, pero la pareja carece de entusiasmo y fuego. Y, aunque la admiración y el cariño sobreviven a la ruptura, estas relaciones suelen concluir en un agradecimiento teñido por la melancolía de lo que pudo ser y no fue.

Por supuesto, hay también asimetrías; por ejemplo, miembros de la pareja que sí sienten una pasión o una admiración que la otra no. En este caso, el fin se precipita dolorosamente por sí mismo.

¿Entonces? ¿»El amor no existe»? ¿El milagro de la coincidencia en las tres dimensiones o el fracaso? Hay buenas noticias. La química sexual puede ser un impulso para desplegar ante el otro nuestras dimensiones cordial y mental en toda su vulnerabilidad y plenitud; y ofrecer así al otro la posibilidad de compartirlas. También la complicidad cordial y mental puede ser tan poderosa que acabe removiendo las humildes brasas hasta hacerlas arder.

Pero estas dos posibilidades nos confrontan con una debilidad de nuestra cultura: la concepción de que el amor debe venir ya hecho y solamente toca cuidarlo y conservarlo. Y no es así. El amor de pareja es un proyecto por desarrollar, indefinidamente, en compañía: un milagro y una conquista.

DOS. Ideales

Hablaba anoche con unos amigos sobre la dificultad de encontrar, a partir de cierta edad, una pareja que satisfaga nuestras expectativas. Queremos muchas cosas: complicidad intelectual y emocional, atracción sexual, un proyecto de vida compatible… Y hemos conquistado la madurez al precio de unos errores que no estamos dispuestos a repetir (en realidad, no podemos: es imposible repetir una relación. No ya porque el pasado no pueda volver o porque sea irrecuperable nuestro antiguo amante, sino porque nosotros mismos, irreversiblemente, hemos cambiado).

Ante esto, hay quienes eligen conformarse. Algo que no implica necesariamente resignación, sino dar forma, junto al otro, a la pareja: «No eres mi ideal. No soy tu ideal. Pero estamos comprometidos a construir nuestra relación». Su vínculo es un proyecto forjado a fuerza de racionalidad, voluntad y pragmatismo.

Otros esperan el milagro: encontrar al príncipe azul o a la princesa prometida que hagan cierto lo que parecía inverosímil y tangible lo que temían improbable. Un sueño cumplido que los rescatará de su realidad.

Sin embargo, si somos sinceros con nosotros mismos, descubrimos que nuestras ensoñaciones románticas son tópicas, abstractas, previsibles; mientras que la realidad es siempre nueva, sorprendente, peligrosa, arrebatadoramente concreta.

Somos afortunados cuando nos enamoramos no porque el otro responda a nuestro ideal o cumpla nuestro sueño (así rendimos culto a una imagen: una estrategia de nuestro ego, que se alimenta de carencias), sino porque nos despierta. Amamos cuando, de la mano del otro, nos sentimos presentes y auténticos. Reales.

La vida es eso que te pasa cuando estás atento. Si la atención es plena, los caminos del amor son infinitos: la música que nos atraviesa, esa imagen que nos conmueve, la caricia que nos afiebra: este ahora en que nos encontramos con el mundo y con los otros.

TRES. Amar desde la carencia o desde la presencia

¿Por qué nos hacen tanto daño aquellos a quienes queremos? Porque les exigimos (aunque sea inconscientemente) algo que no pueden darnos; porque creemos que sin ese algo estamos incompletos.

Lo que perseguimos desde la carencia se degrada en dolor y en ansiedad febril. Para mantenernos firmes en el mundo, creemos necesitar que nos sostengan; y, para que no nos suelten y evitar caer en el vacío (imaginario), nos mostramos generosos, complacientes, seductores, ingeniosos; falsamente humildes o forzadamente amables o agresivos o bienquedas o sumisos; y nos torturamos en la operación bikini y nos entrampamos con un Audi y contorsionamos nuestro rostro para un selfie y «te quiero tanto (pero temo más aún que no me quieras)» ¡Y qué miedo, qué dolor cuando sentimos que nos sueltan; y qué inseguridad incluso cuando nos agarran con firmeza! Manipulamos para que nos sostengan y somos manipulados para sostenerlos, sin darnos cuenta de que bastaría confiar en nuestras propias piernas para estar alzados y seguros junto a ellos.

Como aquel que busca por toda su casa las llaves que lleva inadvertidamente en la mano, vivimos como eternos buscadores de lo que tenemos. Vivir no es encontrar las llaves que abrirán las puertas que creemos cerradas: es descubrir que somos la puerta y que siempre ha estado abierta.

Entonces, ¿para qué vivir y cómo amar si no exigimos nada de los otros? Es una pregunta que no puede responderse, pues parte de un equívoco: en realidad, sólo podemos amar y vivir plenamente cuando no exigimos nada. El amor y la vida plena emergen cuando renunciamos a poner el mundo y a los otros al servicio de nuestras necesidades. Vivir no es llenar un vacío o completarnos, es tomar conciencia de la potencialidad que somos y, junto a los demás, actualizarla en cada instante. Amar no es esperar que otro llene ese vacío o que nos complete: es tomar conciencia de la potencialidad que es y darle espacio para que en cada instante la actualice. «Pero necesito que algo sea sólido y seguro para poder amarlo.» Entonces morirás sin haber amado nunca, pues no hay nada sólido ni seguro, salvo tu propia capacidad de amar.

¿Cómo hacerlo? Estamos tan acostumbrados a exigir que, aunque es evidente, no lo vemos. Nos conmovemos con el trino de un pájaro o con un amanecer porque aceptamos su existencia fugaz y nos abrimos plenamente a su belleza, que no podemos poseer ni instrumentalizar. Bastaría con hacer lo mismo: dejarnos ser y acogernos como un don; pues cada momento plenamente vivido y compartido, sea de dicha o de dolor, lleva en sí su propia plenitud. Darnos cuenta de ello es encontrarnos. A nosotros mismos y con los otros.

CUATRO. La importancia de la amistad en las parejas

Salvo en el caso de las personas asexuales o que dan poca importancia al sexo, uno de los vínculos primarios de las parejas es la atracción sexual, decisiva para que nos acerquemos o no al otro.

Pero ocurre que el enamoramiento puede dejarnos, si no ciegos, sí considerablemente miopes para ver con claridad a nuestro enamorado: la atracción hace que difuminemos sus defectos y magnifiquemos sus virtudes, que interpretemos favorablemente sus ambigüedades, obviemos lo que no nos cuadra y -en último término- confiemos en poder cambiar con facilidad aquello que, manifiestamente, no encaja con nosotros.

Desastroso y reiterado error.

Llega un día, sin embargo, en que asimilamos (y asimilar no es saber teóricamente, sino vivir conforme a ese aprendizaje) que el vínculo que une más profundamente a una pareja es la amistad.

Hay quien busca en el otro a un maestro o una madre; a un discípulo o una admiradora. Estas parejas pueden ser muy apasionadas, pero su asimetría y codependencia las hace, más pronto que tarde, disfuncionales. En pareja, solo las relaciones entre iguales pueden ser prolongadamente transformadoras.

Si alguien me pidiera un consejo que también me aplico a mí mismo, le diría: «Si eres capaz de discernir con claridad a través de la atracción sexual, emparéjate exclusivamente con aquel a quien también elegirías como tu mejor amigo.»

En el amigo del alma encontramos a alguien que nos entiende y nos complementa, con el que aprendemos y con quien nunca nos cansamos de comunicarnos (con palabras o en silencio); alguien cuyas virtudes admiramos y en quien podemos confiar (no solo porque irradia confianza, sino porque vive con integridad); alguien por quien nos sentimos acogidos y que nos inspira a ser mejores (aquellos que podemos llegar a ser). Una mente clara, un espíritu limpio y un corazón noble.

Es cierto que la voluntad no basta para forjar una amistad así. Como el amor, la verdadera amistad no se fuerza: se siente. Pero, como el amor, la verdadera amistad no solo se siente: se cultiva.

CINCO. ¿Hay relación duradera sin proyecto común?

A veces amamos a nuestra pareja y, sin embargo, la relación no funciona. ¿Cómo es posible?

Terminada la etapa de apasionamiento inicial (que parece durar cada vez menos), la fuerza de una pareja depende de la fuerza que tiene cada uno de sus miembros y de su disposición a compartirse y cuidarse.

La energía de la pareja solo se mantiene si cada uno tiene un proyecto vital: una dirección que lo llama y una pasión que lo empuja. Si uno de sus miembros no sabe adónde va ni lo que quiere, convierte al otro, consciente o inconscientemente, en la brújula y el centro de su vida; y, estableciendo una relación de dependencia, empieza a tomar de él una energía que solo es movilizadora cuando brota de uno mismo.

Si el otro está en la misma situación, la pareja se convierte en un ámbito de codependencia y de parasitación mutua cuya energía no deja de menguar. Para detectarlo no es preciso hacer sutiles análisis teóricos: basta observar la energía que cada uno tiene cuando está junto al otro. Si uno más uno no es más que dos acaba sumando menos que uno. Y la pareja, formalice o no la ruptura, está muerta.

Solo cuando cada uno tiene como eje sus valores, su propósito y un sentido vital, puede relacionarse con el otro desde la abundancia y no desde la necesidad. Si esos ejes son compatibles y ambos deciden viajar juntos, se establece una dinámica de retroalimentacion positiva: no se necesitan, se quieren y se eligen, y avanzan unidos con una energía que aumenta incesantemente.

Y es que la pareja no es solo una unión para gozar: puede ser un espacio para la toma de consciencia, el crecimiento y la transformación. De hecho, pasada la etapa de explosión hormonal, el deseo lo alimenta, sobre todo, la mutua admiración. A una pareja inspiradora no dejamos nunca de desearla. Y no hay nadie más inspirador que quien vive su propia vida con creatividad y plenitud.

Pero no se trata solo de avanzar en compañía hacia propósitos que nos enriquecen, sino también de poder descansar en brazos del otro: sentirnos apoyados cuando caemos, sostenidos cuando el miedo nos paraliza, cuidados cuando el dolor nos debilita, acogidos cuando la vulnerabilidad nos desnuda.

Una pareja lograda vincula dos propósitos vitales que se afianzan y potencian cuando deciden ir de la mano; y es también una casa: un hogar cuyos cimientos andan.

SEIS. Encuentros y desencuentros

En el ámbito de la pareja, hay infinitas razones para la alegría y para la desdicha; pero hay una fundamental que consolida o quiebra la convivencia: la fase de maduración en la que cada uno se encuentra.

En nuestro camino personal, vamos cruzando puertas. Un día, en el quicio de una puerta, nos encontramos con alguien a quien nos sentimos sexual, emocional e intelectualmente conectados. Lo llamamos amor.

Pero ese sentimiento, que nace en la complicidad presente, precisa el oxígeno de un proyecto compartido. Dos personas no se encuentran de verdad cuando se gustan, sino cuando caminan, de la mano, en la misma dirección. Cuando eso sucede, nuestra pareja, casi milagrosamente, va cruzando las mismas puertas que nosotros. Puede incluso que durante toda la vida.

Sin embargo, suele llegar un día en que uno se queda paralizado ante un muro o cruzando compulsivamente puertas ya traspasadas, mientras el otro lo espera frente a una nueva. O quizá cada uno aguarda al otro en puertas nuevas, pero que llevan a lugares distintos. En ocasiones, los dos se esperan durante mucho, incluso durante muchísimo tiempo, aferrados al quicio de esa puerta que los atrae. Pero la misma fuerza misteriosa que los llevó a encontrarse los impulsa inexorablemente a cruzar y separarse.

Puede que uno de ellos se dé cuenta, con el tiempo, de que la puerta que el otro cruzó es la que él debería haber cruzado. Pero, para aprenderlo, tenía que haber traspasado sus propias puertas y haberse chocado con sus propios muros.

A veces, el reencuentro es posible. Otras muchas, no. Inútil es entonces perseguir al otro: «Llega un momento, en las separaciones, en que la persona amada ya no está para nosotros.»

No hay, sin embargo, motivos de lamento. Si somos afortunados, comprendemos que gracias a él cruzamos las puertas que nos llevaron exactamente aquí, a ser quienes hoy somos.

Nuestra vida no es una historia de desencuentros. Cada persona con quien nos hemos compartido fue una puerta para encontrarnos con nosotros. Y, cuando lo agradecemos, somos el quicio por donde los demás cruzan aprendiéndolo.

SIETE. Lo que podemos aprender de una relación que termina

Suele ocurrir, cuando nuestra pareja corta la relación, que protestemos: «¿Cómo es posible que me hagas esto? No te reconozco». Sin embargo, no se ha producido en ella una mutación repentina: se trata de que no encuentra ya en nosotros lo que quiere.

Al unirnos a alguien, tendemos a creer que nos convertimos en parte indisoluble de la identidad de nuestra pareja, de tal modo que la ruptura de la unión solo puede deberse a un cambio profundo en su personalidad (por el que nos traiciona y se traiciona) o a que nos tenía engañados respecto a quién era.

Pero, si observamos la situación con honestidad, hemos de reconocernos que, si hubo (auto)engaño, ya era perceptible en ella esa duplicidad; sencillamente, no queríamos verla. O que la decisión de romper la relación (sea para estar sola o para iniciar otra) va en coherencia con aquello que siempre había movido a nuestra pareja o a unas nuevas inquietudes cuya emergencia se habían manifestado de una forma u otra.

Nuestra pareja no está con nosotros, incondicionalmente, por ser quienes somos; está con nosotros, condicionalmente, por lo que le aportamos. Y cuando dejamos de aportárselo o descubre nuevas necesidades que no podemos cubrir, o que otro cubre más satisfactoriamente, corta la relación.

Esto no implica ruptura sea siempre inmediata ni que sea plausible hacerlo sin cuidar los sentimientos del otro: pocas cosas más tristes que las separaciones frías, o incluso hostiles, de quienes se amaron. Pero aquí está la clave: ¿qué es una relación amorosa de pareja?

Queremos a alguien como pareja porque con ella podemos compartir y desarrollar (en mayor medida que con cualquier otra persona que conozcamos) nuestras dimensiones intelectual, emocional, sexual, espiritual… Y la amamos porque deseamos para ella el desarrollo más logrado de esas dimensiones: es decir, su felicidad. Por eso, aunque nos duela mucho la ruptura, es posible seguir amando a nuestra pareja una vez rota la relación.

La realidad suele ser sin embargo que, una vez finalizada (especialmente si es el otro quien le ha puesto fin), el amor desaparezca e incluso aparezca el odio. Esto es una invitación a tomar conciencia: ¿amábamos realmente a nuestra pareja o solo la necesitábamos para apoyarnos en ella?

«¿Cómo has podido hacerme esto? No te reconozco», decimos. Interpretamos mal el mundo y a los demás, y nos quejamos de que nos engañan. Pero si efectivamente nos engañaban, ¡que alivio -pasado el inicial dolor- haberlo descubierto y poder vivir en la verdad!

Cada uno recorremos nuestro camino. En él -durante un tiempo o durante toda la vida- nos acompañan nuestras parejas. Qué hermoso cuando hacemos de ello un viaje de crecimiento en compañía. Y qué sabio reconocer y aceptar cuándo nos corresponde soltar su mano y quedarnos con su calor.

OCHO. Solo nos encontramos con el otro cuando nos hemos encontrado con nosotros mismos

Son muchas las razones por las que establecemos relaciones de dependencia (con nuestros padres, hijos, parejas); pero hay una fundamental: creemos que nos falta algo que la otra persona puede darnos. Y como nos falta, sentimos que necesitamos a esa persona para que nos complete.

Vivimos, por tanto, con un sentimiento de vacío y una ansiedad que esa relación compensatoria, temporalmente, calma. Pero entramos casi de inmediato en una dinámica de vampirización: para seguir llenos, precisamos que el otro nos preste su presencia y atención continuas. Paralelamente, tememos perderla porque ¿qué sería de nosotros si esa persona nos faltara? Todo aquello que no tenemos y el otro puede darnos, puede también arrebatárnoslo. De ahí la inseguridad crónica, los celos (alguien va a robarme lo que es mío y que tanto necesito) y «Ne me quitte pas» y «Sin ti no soy nada», en el muelle de San Blas.

¿Puedo sostenerme en soledad con alegría? ¿Hay sentido y plenitud en mi vida, me acompañe quien te acompañe? Si la respuesta es “no”, en lugar de encontrarme con los demás, seguiré encontrándome con las carencias que me empeño en tener.

En realidad, no nos falta nada (esencial); y, cuando no necesitamos aferrar a nadie, tampoco puede nadie abandonarnos.

Solo en la conciencia de sabernos ya plenos emergen la solidez que nos mantiene arraigados y la expansión en la que amorosamente podemos incluir a otros (y enriquecernos junto a ellos). Por muy maravilloso que sea lo que hay fuera, nunca podrá entrar en nosotros algo más grande que el espacio franco que hemos dejado abierto en nuestro interior

Por ello, nunca coincidiremos con alguien adaptándonos a sus deseos o abandonando nuestro camino por el suyo. Esto implica una falsificación que, más pronto que tarde, nos desgasta y desdibuja nuestra biografía. Nos perdemos cuando nos fatigamos buscando al otro; por el contrario, si somos íntegros y coherentes con nosotros mismos, atraemos de forma natural e inexorable a quienes vibran en la misma sintonía. La vida es un viaje en el que solo nos encontramos genuinamente con los demás siguiendo nuestra propia senda. Esa autenticidad es la que nos permite ser abiertos, expansivos, generosos; nutrirnos en las encrucijadas. Querer mi bien y querer el tuyo es la única posibilidad de que sea el nuestro.

General

Fotografía «mis abuelos» de Daniel Comeche

www.danielcomeche.com

Franciso Sianes

Profesor de Literatura