Política y Social

Modern Love. ¿Una epidemia de baja autoestima?

Martín Remón Miranzo Consejero diplomático

«I don’t believe in modern love.» – David Bowie (Modern Love, 1983).

Hace unos 10 años escribí una novelita cómica. La trama consistía en que el protagonista abría un local nocturno, y lo poblaba con una serie de prostitutas de incógnito, que se hacían pasar por chicas corrientes a las que los clientes varones del local creían seducir. El invento era un éxito tan grande, que se convertía en una cadena de garitos similares, de forma que todos los varones jóvenes de Madrid con «necesidad» de satisfacer su vanidad sintiéndose alguna vez dignos de suscitar ganas de «rollo» en el sexo opuesto veían cubierta su «necesidad». Por el camino, el éxito hacía ricos al protagonista y a las prostitutas. En paralelo, y como para equilibrar, la novela contaba también la historia de una mujer, capaz pero insegura, a la que de pronto se le ofrece la posibilidad de que un hombre, atractivo y brillante, sea su esclavo en el sentido literal romano del término, y de comprobar en la práctica qué supone tener el mejor hombre posible a tu entera disposición, y con ello la envidia de otras mujeres.

Por suerte ningún agente se dignó leer el manuscrito, no digamos ya un editor. Y digo «por suerte» porque, de estar editado, imagino que hoy en día me lloverían acusaciones de dignificación de la esclavitud o de apología de la prostitución o de qué sé yo. Los supuestos eran tan disparatados que en 2006 hubiera sido obvio que se trataba de una fábula o sátira cariñosa. Hoy en día, no lo sé. Pero, aunque era un libro para entretenimiento, también quería poner el dedo en la llaga del problema amoroso moderno[i] (el posterior a la liberación sexual de los años 60 y 70 -y 80 en España-). Un problema complejo, pero que, en suma, viene a poder resumirse en ser básicamente, tachán tachán, un problema de ego. Un problema de autoestima, de amor propio, de autopercepción. Y más aún, de distribución de dicha autoestima.

Sabido es que la liberación de las relaciones amorosas, una vez dejado atrás el viejo paradigma de la pareja de por vida (que no excluía infidelidades, y de hecho las dejaba como única, pero bien proscrita, alternativa a la monogamia vitalicia), y entrados en la era de la (al menos aparentemente) cada vez mayor fluidez para ligar y desligar relaciones, eleva las expectativas de encontrar más o mejores amores. En el caso de los varones, si el paradigma del donjuanismo ya existía y tenía importancia bajo el «Antiguo Régimen» amoroso, y si, por el lado femenino, desde al menos la corte versallesca vemos que las mujeres son perfectamente capaces de tender hacia lo mismo, ¿qué no habría ocurrir tras la liberación que no fuera la multiplicación no sólo de los contactos y relaciones, sino crucialmente, de las ocasiones para ello? No sólo se podía enrollar uno más, es que pasaba ser «lo normal», y por ser normal se convertía en lo esperado.

En tal circunstancia, sabemos lo que pasa: el grueso de varones «en edad de merecer» (curiosa expresión, por cierto) acaban por percibir que no logran acoplarse tanto como sería posible, sospechan que muchos otros lo logran más que ellos, lo que les provoca dudas acerca de la propia valía y de la capacidad del otro sexo de apreciarla, y por ello multiplican sus intentos de conseguirlo, aunque sólo sea para estar seguros de que su insatisfacción no les sea achacable por falta de entusiasmo. En correspondencia, el grueso de mujeres ven multiplicarse las invitaciones, tentaciones y presiones, y aunque «cedan» o » se presten» con mayor frecuencia que sus madres, la presión constante no deja de hacerse a la larga incómoda o incluso insoportable (a no ser que no recibas ninguna por falta de atractivo, en cuyo caso la ausencia de presión también se hace notar pero para mal), aumenta el riesgo de acabar sintiéndose meras piezas de caza de cualquier aspirante a donjuán, y lo que es más importante, no les garantiza tener relaciones de pareja más igualitarias (no digamos ya estables), a menos de prolongar deliberadamente las situaciones de cortejo (prolongación que hace protestar al inseguro y apresurado hombre moderno). En suma, salvo quizá una privilegiada minoría que consigue salir beneficiada a río revuelto, los individuos de ambos sexos acaban teniendo más inseguridades acerca de sí mismos y de lo que pueden razonablemente esperar del otro, y tienden a desarrollar comportamientos amorosos con un alto componente de autoprotección (sin dejar de soñar en silencio «que estas cosas deberían ser de otra manera»), porque se sienten francamente vulnerables si abren sus flancos íntimos (si se enamoran, si dejan que se vean las inseguridades, si expresan necesidad…). ¿Y qué es lo que protegen, ante todo? Su ego. Sí, señoras y señores, su autoestima. Su prestigio personal, tanto en lo social como sobre todo en su fuero interno. Lo sabe todo el mundo.

Esto sobre todo a ciertas edades, aunque a algunos les dura hasta la andropausia/menopausia y aún más allá. Pero es que, sacando el periscopio y mirando alrededor, más allá de la esfera de los amores, los síntomas son los mismos. Las demandas de atención y reconocimiento, de «sentirse importantes y especiales», el pánico a quedar en situación de irrelevancia o inferioridad, demuestran la existencia de unas expectativas insatisfechas: «el mundo debería hacerme más caso». Se ve en los lugares de trabajo, se ve en los abuelos, se ve en los adolescentes, se ve (y cómo) en las redes sociales (al menos hasta hace poco), se ve en la política, y se ve hasta en esas revoluciones y protestas en las que se palpa el gozo al ocupar las plazas principales de sus capitales, sabiéndose televisadas en tiempo real a todo el planeta, de poblaciones hasta entonces ninguneadas (al menos desde su punto de vista). «Aquí estamos». O: «¡eh!, ¡que estoy aquí!».

No faltarán explicaciones a estos fenómenos que lo describan como una consecuencia del desarrollo de las comunicaciones. Cuanto más comunicados estamos, más posible es hacerse visible, y más se nota cuando uno es invisible. Y será verdad. Y también es verdad que cuanto más sabemos de nuestros congéneres, mayor número de formas de vivir se presenta ante nuestros ojos, lo que puede disparar nuestras ilusiones y expectativas. Tampoco faltarán explicaciones que lo achaquen a la hegemonía del paradigma liberal, donde idealmente podemos hacer de nuestra vida lo que nos propongamos, y nuestra es la responsabilidad de conseguirlo o no. Lo que también será verdad. E igual de verdad será que cuanto más abierto parezca nuestro abanico de posibilidades de vivir, no sólo más difícil será priorizar y tomar decisiones, sino que mucho más complicado se hará calibrar en qué medida nuestras expectativas son razonables o no. Y todo ello bajo nuestra responsabilidad personal, responsabilidad que puede volverse aplastante si equivocamos el camino, si las cosas no nos salen bien, si tenemos mala suerte, o si directamente fallamos y no logramos dar la talla. Responsabilidad que acabaremos por no aceptar entera, porque no todo lo que nos pasa puede ser culpa nuestra (y ciertamente no lo es), lo que puede llevarnos, quizá por rabia, a intentar destruir todo lo que en «el sistema» parezca imposibilitar que nos realicemos (aun sin tener la menor certeza de que la destrucción nos acercará a esa realización). Pero tampoco faltarán explicaciones que recuerden que todo esto le pasa al ser humano desde que el mundo es mundo, que desde siempre ha habido que cargar ese fardo de responsabilidad en un mundo de posibilidades e incertidumbres. Lo que también será verdad. Pero lo cierto es que probablemente es que nunca antes haya habido tantas (posibilidades e incertidumbres) y la brecha entre expectativa y realidad haya sido tan amplia. Y que así es muy difícil pensar que «la vida te quiere» y así poder «quererse uno mismo».

Y todo ello en un mundo en el que parece que todos los atributos del éxito y de la «vida bien vivida» parecen haberse acumulado en una feliz minoría triunfante, una nueva aristocracia de la felicidad y del «sentirse a gustísimo con uno mismo». Algo parece mal repartido. Y no es tanto que la riqueza esté mal distribuida (que lo está), o que lo estén las oportunidades (que claramente lo están). Es que es el propio «amor por uno mismo» lo que parece repartido de una forma tremendamente desigual. Ese «prestigio personal» que uno recibe a la vez de los ojos del prójimo y en último término de su propia mirada interior. Tanto que me atrevo a aventurar el siguiente diagnóstico social: una severa epidemia de baja autoestima, de necesidad de amor. Propio.

La pregunta que se deriva de semejante constatación es cómo hacemos para tratar de redistribuir el ego para que quede mejor repartido, o por lo menos para que el reparto parezca justo o conforme a méritos contraídos, y así sea aceptable para el grueso de la sociedad. A mayores, cabe preguntarse si existe suficiente autoestima para todos, si aun repartiéndola mejor no persistiría un déficit. Lo más probable es que no haya para todos. Que estemos determinados, como individuos y como sociedades, a tener que convivir con ese déficit, con cierta sensación de deficiencia (por usar un término en castellano para lo que en inglés denominan «inadequacy», que suena menos despectivo), de no saber si es que no estamos a la altura o si es el mundo el que no nos reconoce nuestra altura. Seguramente por eso no es casual que la mayoría de religiones y dogmas coincidan en predicar la humildad como vía de salvación. Pero que exista dicha probable determinación, no debería significar que no haya que hacer algo respecto al reparto, que haya que dejar a la gente apañárselas solita con una angustia que puede ser verdaderamente dura de conllevar.

Aunque seguro que se pueden hacer muchas cosas en lo económico y en lo relativo a las oportunidades, no creo que la respuesta deba venir principalmente de los poderes públicos. Hay cosas que son de la sociedad y no de la política, y cómo nos miramos los unos a los otros para poder mejor mirarnos a nosotros mismos (y viceversa) es una de ellas. Intuyo que lo primero es hablar del ego. Existe tabú en reconocer problemas de autoestima, porque es como escribirse en la frente «soy un fracasado» y eso causa rechazo y da yuyu. Resultado: la epidemia es como de hemorroides: baja autoestima llevada en silencio, y aparentando estar muy bien. Cuando en realidad, afrontémoslo, es algo que nos pasa a la mayoría, más o menos, en algunos momentos más y en otros menos. Sacar el problema a luz pública no puede sino ayudar.

Pero también vendrá bien pensar si nuestra forma de proyectar estimas y afectos contribuye a que éstos estén bien o mal repartidos. Por ejemplo, acercarse al poderoso sólo porque es poderoso podrá ser una útil táctica arribista para aprovechar su poder en favor nuestro, pero es manifestar estima por quien menos la necesita sin tener en cuenta si la merece o no, y por ello es una inmoralidad generalmente reconocida. De forma similar, querer al «feliz» como quien se pone «al sol que más calienta» para que esa felicidad irradie su luz y su calor sobre nosotros puede ser injusto en el caso de que se trate de alguien inmerecidamente feliz a quien además reforzamos en detrimento de otros que lo necesiten y merezcan más. Pero tampoco habría que querer al «infeliz» sólo por serlo, pues con ello podemos instalarlo en el uso de su infelicidad como fuerza para obtener afecto, lo que podría estar agravando el problema. Quizá una buena clave sea pensar que no tenemos que amar sólo para nosotros mismos y para la persona amada, sino que tenemos que amar pensando moralmente, pensando en el bien de todos los que, indirectamente, se ven afectados por nuestra elección.

Creo que el tema se podría desarrollar mucho más lejos, así que paro aquí. No sin antes dejarles recomendada la lectura de la «Teoría de los Sentimientos Morales», de Adam Smith. El padre de la economía política fue ante todo (y aunque casi nadie lo recuerde) un gran moralista (faceta de la que él estaba más orgulloso), y el libro que recomiendo un inteligentísimo y edificante compendio de observación y lógica moral, que puede servir de base para la construcción de un «amar mejor«. Si Kant dejó dicho (con razón) en 1788 que la moral no iba de ser feliz sino de ser digno de la felicidad, Smith ya había dicho 40 años antes que «el hombre desea naturalmente, no sólo ser amado, sino digno de amor» («not only to be loved, but to be lovely, to be that thing which is the natural and proper object of love«). ¿Quién no aspira a ser «lovely«?

De propina, y para su merecido solaz, quisiera también dejar una canción y un baile, que creo que ilustran a la perfección la cuestión:

I LIKE MYSELF

Adolph Green / André Prévin / Betty Comden

Why am I feeling so good?
Why am I feeling so strong?
Why am I feeling when things could look black
That nothing could possibly go wrong?
This has been a most unusual day:
Love has made me see things in a different way.
Can it be? I like myself.
She likes me, so I like myself.
If someone wonderful as she is can think I’m wonderful
I must be quite a guy!
Feeling so unlike myself,
Always used to dislike myself.
But now my love has got me riding high!
She likes me, so so do I!

[i] «Le Nouveau Désordre Amoureux», de Pascal Bruckner y Alain Finkielkraut (1977)  fue quizá la obra señera en la detección del nuevo problema, Pero, a pesar de contener buen número de intuiciones y observaciones acertadas, su redacción abstrusa, enrevesada, inconcreta, y, la verdad sea dicha, muy autoindulgente y muy propia de la filosofía francesa de los años 70, lo hacen un libro francamente intragable. Una pena. Aún así, todavía merece hojearse un poco por el interés de la cuestión.

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Fotografía de Gorka Aparicio

Sekano

Martín Remón Miranzo

Consejero diplomático