Política y Social

Movilidad y transporte

Anartz Madariaga Investigador en Deusto Cities Lab Katedra

A menudo, los términos movilidad y transporte se entremezclan, incluso, se confunden.

Cuando pensamos en la movilidad urbana, acuden a nuestra mente imágenes del metro, los coches, las bicicletas, los autobuses, monopatines, segways o cualquier otra máquina que nos permite ir de un punto a otro. Tal vez, en último lugar, pensamos en un pie delante de otro como manera de desplazarnos.

Sin embargo, todos ellos son en realidad medios de transporte —sí, incluso cuando camino puedo trasportar cosas o personas al tiempo que me llevo a mí mismo de un lugar a otro.

Podemos decir que el trasporte es un instrumento, un servicio o un medio a través del cual nos desplazamos físicamente.

La movilidad, en cambio, puede ser entendida con más amplitud como la capacidad de moverse, la habilidad que uno posee para desplazarse.

Esta capacidad está condicionada por, al menos, dos factores: factores individuales subjetivos y factores externos del contexto.

Para empezar con un ejemplo sencillo, no tenemos la misma movilidad bajo el agua que fuera de ella. Menos aún si hay un fuerte oleaje. Poca movilidad tendremos si estamos en una celda o si tenemos manos y piernas atadas.

Pensemos ahora en una persona con movilidad reducida. Tal vez, lo primero que nos viene a la cabeza sea una persona en silla de ruedas. Pero, si seguimos pensando en ello, podemos imaginar a una persona de edad avanzada que se desplaza con mayor torpeza que una persona más joven ¿Y una persona con resto visual? Ni siquiera me pongo en el caso de una persona que no puede ver en absoluto, que sería el caso más extremo. Basta con que no pueda ver lo suficiente para que, sin tener ningún problema psicomotriz, su movilidad se vea afectada. ¿Y una persona que se ha roto una pierna? Temporalmente no cuenta con toda su movilidad. Una persona en estado avanzado de embarazo no se mueve igual que cuando no tenía que trasportar el peso de una vida nueva. Incluso, después del parto, pensemos en padres y madres empujando un carrito o con un bebé enganchado en el pecho que reduce su capacidad para moverse.

Todos y todas experimentaremos en algún momento de la vida alguna reducción de movilidad, sobre todo, según vayamos entrando en años. Y a pesar de que todas las personas pasaremos por esa situación en mayor o menor grado, no dejan de ser factores individuales subjetivos —más o menos generalizados.

Pero, ¿y el contexto? ¿Favorecen nuestras ciudades la movilidad de las personas en estas situaciones? ¿O las hemos construido pensando solamente en un individuo tipo eternamente joven de condiciones inalterables que nunca sufrirá una reducción de su habilidad para moverse? ¿Les obligamos a moverse bajo el agua o habilitamos un medio en el que puedan desenvolverse con mayor libertad? ¿Y cuando visitamos un país extranjero y desconocemos el idioma? No tenemos la misma habilidad para movernos por una ciudad si no entendemos sus señales, sus códigos.

Así, el contexto (físico, social y cognitivo) puede acentuar, y hasta imposibilitar, la movilidad de una persona. O puede reducir las dificultades que encuentra hasta prácticamente anular las condiciones particulares que merman sus posibilidades de movimiento.

Compliquemos aún más el contexto. ¿Se mueven las mujeres igual que los hombres? Varios estudios que afirman que evitan calles poco iluminadas por la noche, incluso si eso implica un mayor trayecto a su destino, lo que reduce su capacidad para moverse por determinados lugares. Otros estudios demuestran que el uso del trasporte público es distinto entre hombres y mujeres. En nuestro contexto social, parece ser la mujer la que hace mayor número de desplazamientos —tal vez de casa a la guardería o al colegio, después al trabajo, luego a la compra, recoger a hijos e hijas y de vuelta a casa. La capacidad de movimiento que se les exige y las necesidades de transporte que el contexto impone, demuestran que seguimos teniendo mucho por hacer en asuntos de género, a pesar de los avances en igualdad entre mujeres y hombres. ¿Qué tipo de movilidad favorecen nuestras ciudades? ¿Están los servicios de transporte —y sus precios— pensados también para un ciudadano tipo? ¿Tal vez un hombre? ¿Tal vez una con una media estandarizada de viajes diarios?

Sigamos complicándolo un poco más. Vivimos en una sociedad que ha sido calificada como hipermóvil. Ciertamente, el desarrollo tecnológico ha generado un contexto en el que bienes y servicios se pueden prestar de manera remota. Las personas se mueven de un lugar a otro del planeta en busca de nuevas oportunidades de prosperar en sus vidas. Cambiamos de ciudad —especialmente los jóvenes recién formados— si encontramos un empleo más o menos satisfactorio, alquilamos habitaciones en pisos compartidos que podemos abandonar sin cargas,  porque desconocemos a dónde nos llevarán las siguientes etapas de nuestras vidas.

Eso también es contexto. Las variaciones en los precios de la vivienda pueden provocar que una joven estudiante se aloje cerca de su centro de estudios y acuda a él a pie. O bien que no pueda permitirse un lugar donde vivir, salvo que esté a varios kilómetros de distancia. Su capacidad económica en relación a los precios del alojamiento afecta directamente a su movilidad y a sus necesidades de transporte.

Si tengo un empleo que puedo prestar de manera remota, si tengo acceso a la tecnología que lo permite, si puedo vivir cerca de mi puesto de trabajo, o si puedo trabajar cerca de mi hogar, si en mi barrio no hay empleo porque solo hay viviendas, si en donde trabajo no hay viviendas porque solo hay empresas…

El contexto, la manera en la que está pensada la ciudad en la que vivo, afecta a mi capacidad intrínseca de moverme, a mi movilidad.

La movilidad, por tanto, es la habilidad que tienen las personas para moverse en relación a un contexto. Y el contexto, no sólo es físico, sino también económico, social y cultural.

Pensar en la movilidad de una ciudad, es pensar en ella de manera holística y desde la situación de todas y cada una de las personas que la habitan. Sin dejar a nadie atrás, como nos gusta decir, en virtud de la Nueva Agenda Urbana, aprobada en la cumbre de Quito hace ya casi, dos años.

Por otra parte, está el trasporte. Básicamente significa una forma de desplazarse físicamente de un lado a otro. Una respuesta a una pequeña parte, aunque de grandísimo calado, de lo que entendemos como movilidad.

Las ciudades son responsables del 70% de las emisiones de gases de efecto invernadero derivado de su alto consumo energético. De ese 70%, parece que casi la mitad de las emisiones tienen que ver con el transporte. No es un tema en absoluto menor. Más aún, cuando la población mundial tiende a aumentar y sus tasas de urbanización a incrementarse.

Más gente en el mundo y más gente viviendo en ciudades es igual a más gente con necesidades de transporte y más emisiones de gases —eso si no logramos cambiar de modelo urbano, incluidas la movilidad y el trasporte.

Curiosamente, oímos hablar a menudo de la necesidad de una movilidad sostenible, o de movilidad inteligente (smart mobility), o de otros conceptos que tratan de articular respuestas en torno a este problema. Pero las respuestas no suelen ser de movilidad, sino de trasporte.

Y al confundir ambos términos podemos llegar cometer tremendos errores, pese a nuestra buena voluntad.

Pensemos en una alternativa de trasporte, cada vez más en boga en varias ciudades, que buscan una forma más medioambientalmente sostenible de desplazarnos: la bicicleta eléctrica compartida.

Vaya por delante que me considero firme defensor de este medio de trasporte (que no de solución a la movilidad). Pero no basta con implementarlo, cual panacea, y olvidarnos de él.

Me explico:

Para empezar es una alternativa poco inclusiva dado que gran parte de la población no puede hacer uso de ella. Por tanto, puede ser una alternativa al transporte sostenible, pero con impacto muy limitado en la movilidad, tal y como la hemos descrito —aumento de la capacidad de todas las personas de moverse, según sus condiciones particulares en relación al contexto.

Por otra parte, cabe preguntarse cuál es su objetivo. Si su objetivo es fomentar un hábito más saludable no cabe duda de que lo cumple. Pero si el objetivo es la sostenibilidad medioambiental es necesario un seguimiento continuado que aporte más información.

Por ejemplo, ¿reduce los desplazamientos de vehículos privados y con ello las emisiones? ¿O son personas usuarias del trasporte público las que toman como alternativa la bicicleta eléctrica? En el segundo caso, ¿no estaríamos reduciendo el uso de otros transportes públicos en lugar de reducir la contaminación? ¿Tal vez, incluso consumiendo más energía?

Por último, ¿cómo están preparadas nuestras ciudades para la bicicleta eléctrica? ¿Qué flujos de ciclistas detectamos? ¿Tienen un carril diferenciado o han de invadir la carretera y las aceras generando situaciones de peligro o atascos de tráfico que producen un mayor consumo de combustible?

Quiero decir con ello, que las soluciones de trasporte son materializaciones prácticas que buscan ampliar el abanico de opciones dirigidas hacia una movilidad más sostenible. Y esas materializaciones requieren seguimientos continuados que midan su eficiencia y señalen las modificaciones necesarias en el contexto para aumentarla (desde la implementación de carriles reservados hasta el fomento de una cultura de trasporte en bicicleta que, además, debería ser económicamente sostenible).

Sin duda, opciones como el bike sharing o el car sharing ofrecen posibilidades de trasporte más sostenible. Podría decirse que aumentan la movilidad de algunas personas —aunque no de todas. Pero debemos continuar profundizando en ellas para extraer su máximo potencial.

Desde mi punto de vista, la movilidad sostenible es algo más amplio que el trasporte. De hecho, el trasporte sostenible debería ser la alternativa a una movilidad sostenible imperfecta.

Transitar hacia la movilidad sostenible significa reducir la obligatoriedad de desplazamientos para todas las personas. Esto tiene que ver con una mayor autosuficiencia de barrios y distritos, con el urbanismo, con los precios de la vivienda, con entornos inclusivos, con el empleo, con la tecnología, con el ocio, con la generación de comunidades cohesionadas… y con la consideración de todas y cada una de las personas y sus particularidades. Con la capacidad de moverme a un lugar en el que encuentro todo cuanto necesito sin moverme demasiado. (¿No era esa la causa y función originaria de la ciudad, que permitió al ser humano abandonar el nomadismo? ¿Generar un entorno que evitara la obligatoriedad de largos desplazamientos permanentes para satisfacer las necesidades humanas?)

En definitiva, la movilidad sostenible debería estar orientada a generar entornos accesibles para todas las personas que les permitan desarrollar sus vidas sin la necesidad obligatoria de desplazarse largas distancias. Y  es, en la imperfección de este tipo de movilidad —o en la opción libremente escogida por la voluntad humana— donde entra en juego el trasporte.

 

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Anartz Madariaga

Investigador en Deusto Cities Lab Katedra

Investigador en Deusto Cities Lab Katedra.
Especialista en Comunicación y Marketing. Diseñador y programador.
University of Deusto (Bilbao).