Hablar de distopías es hablar de futuro. Imaginarse lo que va a ocurrir parece una necesidad perentoria del género humano. La insatisfacción que produce la realidad invita a imaginar un mundo mejor, a aventurarse a una suerte de profecía, marcada unas veces por la esperanza y otras por el temor. Hubo un tiempo en que esa imaginación se volvía hacia el pasado, hacia una Edad de Oro idealizada que se tenía por modelo. Un buen ejemplo de ello lo encontramos en el capítulo XI de la primera parte del Quijote, o en La tempestad, de Shakespeare, en boca de Gonzalo, consejero del Rey de Nápoles (acto II, escena I), ambos vienen a resumir la visión que Montaigne desarrolla en Los caníbales.
Tomás Moro, que acuñó el término Utopía, concibió una sociedad humanista plena de armonía y racionalidad, que debe mucho a La República de Platón. En el periodo de la Ilustración, la idea de Progreso vino a reforzar esa fantasía, que quedó definitivamente rota en el siglo XX, donde ciencia, razón y totalitarismos de distinto signo acabaron generado catástrofes inimaginables hasta entonces: guerras mundiales, bombas atómicas, genocidios… y, quizá lo más relevante, la posibilidad de autodestrucción de la especie humana.
También las religiones han especulado con el futuro, pero situando convenientemente sus utopías más allá de la muerte. En el caso del cristianismo, la utopía seráfica y contemplativa de un cielo inmensamente azul tiene su contrapartida en la distopía de un infierno de dolor y fuego eternos: si el ‘sueño de la razón’ ha producido monstruos como el de Auschwitz (Adorno y Horkheimer dixit), el ‘sueño de la fe’ ha ido acumulando millones de muertes a lo largo de la Historia.
Desde finales del siglo XIX, el cine y la literatura (y, más recientemente, el cómic) han tratado abundantemente el tema, sobre todo a través de un género característico de la Edad Contemporánea: la Ciencia Ficción. Este género, que ha ido desbordando constantemente sus límites, ha sufrido una evolución pendular: de las anticipaciones risueñas de un Julio Verne o de un Méliès, hemos pasado al pesimismo más absoluto de Un mundo feliz, 1984 o Terminator. Esta vinculación con la ciencia y, sobre todo, la incapacidad para controlar éticamente sus vertiginosos avances (pensemos en la ingeniería genética, por ejemplo) nos ha convertido en aprendices de brujo, inútiles a la hora de detener una inercia que nos conduce directamente al abismo. De ahí el auge de las distopías, cuya irresistible invasión ya no hay utopía que las detenga. Y, en el caso de que surja alguna, o bien se ve en la necesidad de recurrir a un poder sobrenatural que nos saque de la encrucijada (Stanley Kubrick, 2001: Una odisea del espacio) o bien nos provoca más espanto que esperanza (Stanislaw Lem, Diario de las estrellas, viaje decimotercero).
Los libros y las películas que hablan de utopías cumplen claramente una función propagandística, comportan una potente carga ideológica muy vinculada al mundo de la política. Todos los totalitarismos coinciden en proponer una sociedad perfecta o tratan de convencer a sus súbditos de que viven ya en una de ellas. Estas utopías suelen ceñirse a un estricto orden social, que viene a consagrar una rígida división estamental, donde todos los individuos viven felices de contribuir al bien social, sin que aflore en ellos ningún deseo de modificar su situación. Y todo ello bajo un férreo control policial, temible y omnipresente. Incluso aquellas utopías que predican la disolución de las clases sociales acaban admitiendo inevitables diferencias, pues como se dice sarcásticamente en Rebelión en la granja: “Todos somos iguales pero algunos somos más iguales que otros”. De ahí que podamos considerar que la mayoría de las utopías devienen distopías.
El final de Metrópolis, el film de Fritz Lang y Thea von Harbou, nos ofrece el inicio de una sociedad donde ricos y pobres (casualmente los trabajadores) se reconcilian bajo el lema de que el “mediador entre el cerebro y la mano ha de ser el corazón”. Por supuesto, nada se dice de la posibilidad de pasar de un estamento a otro, salvo quizá para la dulce y virginal María (trasunto de la madre de Jesucristo), de la que se enamora Freder, el hijo del dirigente de Metrópolis, convertido en demiurgo de la nueva sociedad, en una especie de mesías redentor.
Si Metrópolis favorece una lectura política, Sacrificio, de Tarkovski, opta por una visión existencial, trascendente, en la que el protagonista, Alexander, se ofrece en sacrificio para salvar al mundo de un holocausto inminente.
En La naranja mecánica, Kubrick, basándose en la novela de A. Burgess, aborda el futuro desde una perspectiva moral. El protagonista es sometido al denominado Proyecto Ludovico, que le incapacita para la violencia y el sexo, privándole de la libertad de decidir entre el bien y el mal, hasta que, después de una serie de vicisitudes, que bien podríamos calificar de auténtico ‘calvario’, consigue volver a ser el joven violento y amoral de antes. Si Faulkner afirmaba que entre el dolor y la nada escogía el dolor, aquí se nos propone que entre una bondad obligada y la libertad para elegir el mal es preferible la segunda.
En Alphaville, Godard mezcla cine negro y ciencia ficción (como hará después Ridley Scott en Blade Runner) para presentarnos un mundo gobernado por una máquina, Alpha 60, en el que se han abolido los sentimientos, se ejecuta a poetas y artistas y se censuran las palabras vinculadas al amor, a la ternura, a las emociones: “un mundo sin romanticismo” (en palabras del propio Godard). Lemmy, el protagonista, es el encargado de acabar con el científico que ha creado la supercomputadora. Cumplirá su objetivo, no sin antes enamorarse de su hija, con la que huirá al final de la película.
En El proceso, la novela inacabada de Kafka (sin olvidarnos de la excelente versión cinematográfica de Orson Wells), se nos presentan dos aspectos fundamentales que confluyen en una sociedad distópica: por un lado, un poder inaccesible, blindado por la red infranqueable de una burocracia laberíntica e incomprensible; y, por otro, el complejo de culpa, característico de la tradición judeocristiana (Kafka era judío), que acompaña a K, el protagonista, incapaz no solo de rebelarse ante la injusticia de la que es víctima, sino incluso de la mera posibilidad de planteárselo.
Con la caída del Muro de Berlín y el hundimiento de las repúblicas soviéticas, el capitalismo parece haberse convertido en la única opción posible. Maneja un argumentario diferente a los totalitarismos, pero sumamente eficaz, que apela sobre todo a nuestra capacidad de resignación, de renuncia (¿quién dijo miedo?). Trata de convencernos de que no son posibles las utopías y de que aspirar a ellas conduce necesariamente al desastre. Sus voceros afirman que vivimos en el mejor de los mundos posibles, que siempre ha habido pobres, que siempre ha habido clases y que siempre las habrá. No hay alternativa, salvo la posibilidad de hacer algunas reformas puntuales que no afectan a lo fundamental, porque la naturaleza del ser humano es como es y no puede cambiar. Todo lo que se salga de este ‘discurso único’ es calificado de ‘antisistema’. Nos advierten de que todo esfuerzo de cambio profundo, no digamos revolucionario, está condenado al fracaso, por lo que no hay otra alternativa que la aceptación de un statu quo inamovible (en román paladino: “Virgencita, Virgencita, que me quede como estaba”). Una deriva reveladora de esta situación se refleja en los partidos socialistas, que, al haber renunciado al marxismo, han desertado también de la utopía, ajustando sus programas a una política reformista que solo aspira a paliar los aspectos más extremos del sistema capitalista. Tal vez en ello esté la clave de su pérdida de influencia en la mayoría de los países europeos, salvo las excepciones de España y Portugal, donde mantienen alianzas con partidos que están a su izquierda.
Si libros y películas han sido determinantes en la configuración imaginaria de un futuro, no lo son menos los medios de comunicación. Recordemos que Goebbels fue el padre de la propaganda moderna, un auténtico experto en la manipulación de masas. Partiendo de su magisterio, los medios no han parado de controlar la opinión pública. No solo nos repiten machaconamente lo que tenemos que pensar, sino que han conseguido modificar nuestra relación con el mundo, creando el fantasma de una realidad nueva, virtual, que se resuelve a diario en las pantallas de móviles y ordenadores, donde las imágenes han suplantado a los hechos (Baudrillard).
Todo esto nos lleva a considerar que el futuro ya no es algo lejano sino que está a la vuelta de la esquina. Poco a poco vamos tomando conciencia de que algunas de las previsiones distópicas empiezan a formar parte del presente. Si a ello añadimos el más que previsible colapso ecológico, el problema no es qué tipo de sociedad tendremos, sino si realmente la sociedad como tal va a sobrevivir. Ante esta perspectiva, nuestro presente de consumo y espectáculo ha dado en refugiarse en un individualismo feroz, donde cada uno/a ha acabado conformando su propia utopía de fin de semana: una huida en forma de bucle, repleto de ocio y evasión, iniciando así un largo adiós que se resume en ese par de sabias palabras que pronunció un famosísimo filósofo cyborg:
“Sayonara, baby!”
(Goethe nos advertía de que tuviéramos cuidado con lo que deseamos porque podríamos llegar a conseguirlo. La satisfacción de un deseo nos aboca a un vacío que es necesario llenar con otro deseo. Tal vez las utopías tengan todavía sentido entendidas como un objetivo necesario para orientarnos, para marcar una meta que, en el mejor de los casos, nunca llegaremos a alcanzar.)