Literatura

Perdidos en los espejos negros

Aproximación a los códigos distópicos en el mundo que habitamos

Petra Pappová Profesora de literatura y traductora

Al hombre cansado del porvenir borgesiano le enseñaban en las escuelas la duda y el arte del olvido. Vivía en un mundo en el que no importaba leer, sino releer; en el que la lengua no era nada más, ni nada menos, que un sistema de citas; en un mundo en el que creaba obras pintadas con colores que los antiguos ojos de su visitante del pasado no podían ver.

La onírica utopía del escritor argentino es una muestra más de que al arte —o, en este caso, la palabra— tiene más fuerza y poder de lo que pudiera parecer. Hoy en día resulta curioso que en el año 1980, cuando editaban la traducción de El libro de arena en el país que me vio nacer y que ya no existe, Utopía de un hombre que está cansado, de Borges, resultó tan peligrosa que decidieron censurar la mayor parte del texto, que escondía una fuerte crítica del sistema político del momento. Alguien en ese pequeño país centroeuropeo en el ocaso de su propia utopía socialista habría pensado que las palabras de Borges podrían causar rebeldía en una sociedad en la que pensar y ser diferente fue indeseable. Es solo una pequeña anécdota; sin embargo, confirma lo que sospechábamos: las utopías del pasado tienden a convertirse en distopías de nuestros tiempos.

El filósofo y poeta checoslovaco Egon Bondy (Praga, 1930), admirador del marxismo, fue, sin embargo, con el tiempo, muy crítico con el socialismo totalitario. En el año 1974 escribió su novela distópica Los hermanos inválidos. El sarcasmo que tanto caracteriza a Bondy ubica el fin de la humanidad en un último islote a salvo del lodo putrefacto de basura de las anteriores generaciones, lo que él llama “el cadáver del mundo”. Los intelectuales son unos inválidos para los que no hay lugar dentro de la utopía comunista, salvo con un duro trabajo físico que les sirve únicamente para sobrevivir y olvidar cómo razonar. No obstante, existe un personaje llamado simplemente A., que se percata de lo perjudicial que puede llegar a ser el olvido. Su rebeldía consiste en escribir. Cuando le preguntan para qué escribe, responde: “Para que las olas no se nos lleven junto con esta isla como si fuéramos ciegos como los gatitos.”

Es posible que nosotros también escribamos por la misma razón.

A pesar de que el término utopía no fue acuñado hasta el siglo XVI[1], hallar las primeras obras que describan el anhelo del mundo ideal no resulta nada complicado. Recordemos el paraíso bíblico en el que cohabitan el hombre y la mujer, criaturas divinas que, si no fuera por la tentadora presencia del árbol de la ciencia, habrían vivido una vida perfecta, absolutamente utópica, siguiendo las reglas de su creador omnipresente. Incluso, mucho antes, en La República de Platón, encontramos un tratado exhausto de cómo sería el sistema político ideal. De hecho, recordando La alegoría de la caverna, Platón pone los cimientos de lo que actualmente conocemos como distopía, contándonos la historia de hombres prisioneros esposados desde su nacimiento, incapaces de girar la cabeza que observan las sombras, interpretándolas como la única verdad. Platón juega con la idea de qué habría pasado si uno de los hombres hubiera sido llevado a conocer el mundo fuera de la cueva, a descubrir la otra realidad tan distinta a la que conocía, y de cómo habría sido si, después de aceptarla, volviera a la cueva e intentara compartir con los otros presos lo que había aprendido y, entonces, desatara sus cadenas ofreciéndoles la libertad y el conocimiento. Es muy probable que una osadía de aquellas dimensiones le hubiera costado la vida. Si lo pensamos, esta historia describe perfectamente lo que se repite en muchos textos (entendiendo la palabra texto como cualquier representación artística) distópicos. Basta con recordar la trilogía Matrix, de las hermanas Wachowski, en la que Morfeo le ofrece a Neo la posibilidad de observar el mundo desde el otro lado de la hoguera. La frontera entre el discurso utópico y el distópico es, a veces, casi imperceptible. Uno se nutre del otro y viceversa, creando el efecto de rizoma[2], una unidad heterogénea en alteración constante.

A diferencia del hombre cansado de Borges, que a lo largo de sus cuatro siglos de vida no leyó más de media docena de libros, hoy en día vivimos en una sociedad de sobrecarga informativa, en la que la capacidad de seleccionar y saber disfrutar de la imagen, sin perder de vista el verdadero significado del discurso, resulta más que difícil. Gracias a las nuevas tecnologías y a las redes sociales, la popularidad de tratar temas anti-utópicos sigue creciendo sin parar; un hecho que podemos observar, sobre todo, en la última década. Incluso me atrevería a afirmar que nos hemos convertido en una sociedad devoradora de este tipo de historias, ansiosa por calmar el hambre; no obstante, todavía no nos hemos dado cuenta de que, a diferencia de los animales, el hecho de consumir no nos satisface, sino que nos hace crecer el ansia.

Pero, ¿de dónde nace esa hambre?

Los textos de la poeta y ensayista de origen belga Chantal Maillard transmiten la sensación de ese vacío que todos compartimos. En el preámbulo de su último trabajo titulado ¿Es posible un mundo sin violencia? (2019) afirma, “éste no es el mejor de los mundos posibles” (p. 73). Entre otros asuntos habla acerca de la anestesia colectiva que padecemos; la anestesia que nos permite ver noticias llenas de atrocidades sin inmutarnos. Vivimos en la era de la información, donde lo importante es percibir todas las noticias posibles que podamos digerir. Y las buscamos; las disfrutamos sin darnos cuenta de que estamos asistiendo a la violencia de forma pasiva; a menudo, impasibles, inertes, desayunando o cenando mientras vemos las noticias. En cierto modo, recordamos a los personajes de la serie británica Black Mirror, rodeados de pantallas negras; espejos opacos que reflejan nuestros rastros apenas reconocibles y que marcan nuestros pasos, controlan nuestra ubicación y quién sabe qué más.

Maillard pregunta: “¿Qué extraño poder es éste de la representación, que nos lleva a experimentar con placer sensaciones que en la vida real nos causarían pena, dolor, terror o repugnancia? ¿Qué tipo de placer es éste?” (p. 73). Por supuesto, no se trata de la recreación en la muerte de otros, sino del goce de la representación. Siendo espectadores de textos distópicos, ello nos hace cómplice de ese lenguaje, de aquella estética del mundo situado en un futuro no muy lejano y aterrador. Las noticias se han convertido en otra forma de espectáculo, y así no cabe duda de que “habrá representación siempre que nos situemos como espectadores” (p. 73).

En este contexto me viene el recuerdo de una frase que leí en una exposición del artista internacional multimedia Antoni Muntadas que tuve el placer de visitar hace varios años. Con su fondo rojo chillón y las letras blancas, avisa: “ATENCIÓN: LA PERCEPCIÓN REQUIERE PARTICIPACIÓN”. La estética de la obra evoca la de un cartel publicitario y, a primera vista, confunde; empero, el mensaje se transmite de forma muy clara: el papel del receptor en el proceso de la comunicación artística es esencial. Recordemos que la crisis de la autoría proclamada definitivamente por los deconstructivistas —principalmente, por Derrida, Foucault y Barthes— a finales de los años sesenta y comienzos de los setenta, supuso un cambio irreversible en el pensamiento estético. El ensayo La Muerte del Autor (1968), de Roland Barthes, abarcó el tema del desmoronamiento de la visión clásica del autor, destronándolo de su posición de liderazgo. Al igual que Nietzsche, quien constata la muerte de Dios, Barthes anuncia la muerte del autor, negando la autoridad despótica de éste como el único creador del sentido del texto. Este teórico deconstructivista lo entiende como un tejido de signos que se destruye para volver a formarse en la mente del espectador, por lo que es indispensable la participación del receptor con el fin de que el texto pueda nacer a través de él.

El avance tecnológico de las últimas décadas supuso el cambio del paradigma y, como podemos leer en los textos de Wolfgang Welsch[3], la manipulación de los mass media produjo la anestesia del espectador que precisa de cada vez más y más estímulos para poder sentir y percibir lo que le rodea. Si la crisis de la percepción fue evidente ya en las últimas décadas del siglo XX, los últimos años solo lo confirman. ¿Será por la exagerada estetización de nuestras vidas en las redes sociales, la fragmentariedad, la falta de autenticidad? Todo esto se refleja en las representaciones artísticas de la última década, profundamente marcadas por el discurso distópico.

Si comparamos las novelas de este género que vivieron su punto álgido con textos como Un Mundo Feliz (1932), de Huxley; 1984 (1948), de Orwell, y Fahrenheit 451 (1951), de Bradbury, con las nuevas distopías —sobre todo, las de formato audiovisual (series como las ya mencionada Black Mirror, Humans, etcétera)—, observamos que el espacio en el que transcurren sus historias es casi idéntico al que habitamos.

El discurso distópico nos seduce, nos invita a jugar al “como si”. Somos espectadores avisados, conscientes de la manipulación de los medios de comunicación o de las propias distopías, que no son nada más que mímesis del mundo en que vivimos. Aceptamos las reglas del juego dentro del espacio de la representación porque nos otorga placer, incluso consigue calmar el hambre, aunque solo por un momento. Pero, ¿estamos lo suficientemente preparados para convertirnos en espectadores críticos con nuestra realidad?


[1] Por Tomás Moro, en su novela Utopía (1516), en la que describe una sociedad cuyos cimientos se basan en los ideales filosóficos y políticos del mundo clásico.
[2] Nos referimos al rizoma deleuziano esencial para el pensamiento postmoderno, que representa un modelo epistemológico en el que no existe una subordinación jerárquica, sino una interacción entre cada uno de sus elementos. Véase: Deleuze G.-Guattari F., Rhizome (Introduction), París 1976.
[3] El filósofo alemán Wolfgang Welsch en el año 1990 publica en la revista Ästhetishes Denken el ensayo “Ästhetik und Anästhetik”, en el que analiza el fenómeno de la estetización del mundo postmoderno, que lleva al receptor a la desensibilización ante el cúmulo incesante de estímulos. Véase: Unsere postmoderne Moderne (2002), Ästhetisches Denken (1990), Grenzgänge der Ästhetik (1996).

Literatura

Petra Pappová

Profesora de literatura y traductora

Doctora en Estética y Teorías de las Artes por la Universidad Constantino el Filósofo, Nitra (Eslovaquia), profesora de literatura, traductora e intérprete. Autora de varios libros y artículos, devoradora compulsiva de momentos inolvidables en los libros, en la gran pantalla y en la vida misma.