Mientras cada día nos llegan noticias de asesinatos de mujeres en manos de hombres, 105 mujeres en 2016 y 23 hasta febrero de 2017 en España, (feminicidio.net) no nos sorprende escuchar en nuestro entorno que ya hoy hombres y mujeres somos iguales y que tenemos los mismos derechos. Es a partir de estas afirmaciones, que, aunque no sustentadas en datos, son creencias relativamente enraizadas en nuestra sociedad y que nos reflejan una foto clara de cómo la violencia contra las mujeres está tan naturalizada que no la vemos como un factor que sustenta las relaciones desiguales de poder y que impide el desarrollo y ejercicio pleno de derechos de las mujeres, más del 50% de la población.
El asesinato o, mejor dicho, llamémoslo como lo que es, el feminicidio, es la situación más extrema de violencia contra las mujeres, que se da por el hecho de ser mujer, por sustentar el poder masculino sobre las mujeres. No es un hecho aislado sino, por el contrario, una realidad que se da en todas las sociedades y en algunas de ellas hasta está permitido o admitido socialmente. Estamos hablando de la versión más extrema de violencia de género, pero no la única. Es la más visible pero, para llegar a ella, en la mayoría de los casos se han tenido que dar otras situaciones mucho más sutiles de violencia o menos reconocidas, que en muchas ocasiones son formas tan socialmente arraigadas de relacionarnos en un sistema desigual donde los valores reconocidos como masculinos predominan y se superponen a lo femenino que ni nos damos cuenta de ella.
La violencia contra las mujeres es noticia, pero ya cuando ha llegado a su versión más extrema. Nos podemos sorprender, preguntar el porqué, entristecernos por un momento y seguir con nuestro día a día, pero no nos preguntamos por la raíz o por todo lo que como sociedad hemos normalizado y que ha desembocado en un feminicidio tras otro. Me refiero a situaciones tan sutiles como los roles establecidos de niños y niñas en los anuncios de juguetes, la imagen de las mujeres en los medios y nuestras funciones, la invisibilización de lo femenino en el lenguaje, la sexualización y cosificación de nuestros cuerpos o el control de nuestro cuerpo y sexualidad, los programas educativos que invisibilizan el aporte de las mujeres, u otras cada vez más visibles como son la desigualdad salarial a un mismo trabajo, que se coloca en una brecha de casi un 30%, la escasa representatividad en política, las tasas de desempleo femenino o la casi inexistente presencia de mujeres en puestos directivos. Estas situaciones de desigualdad están enraizadas y sustentadas en un sistema machista y patriarcal donde, a pesar de los grandes avances en acceso a derechos de las mujeres, todavía hoy son derechos que podemos perder o que tenemos que defender como mujeres y que, por lo tanto, nos coloca en una situación de inferioridad o de ciudadanas de segunda en un sistema enraizado y pensado desde lo masculino.
La realidad habla por sí misma, hay datos, hay información y hay una vulneración de derechos tan visible hacia las mujeres y niñas que realmente lo que nos debería sorprender es el inmovilismo para cambiar, para equilibrar la balanza y para proponer cambios más allá de lo formal. Cambios que se traduzcan en un impacto positivo en la vida de las mujeres y que incidan directamente en la construcción de sociedades más justas.
Pero la realidad a la que nos enfrentamos cada día es otra, nos sorprende y cuestionamos las políticas de igualdad, las cuotas como medidas correctivas de esa desigualdad, los programas de estudios de género y hasta a las instituciones dedicadas específicamente al impulso de las mujeres. Cuestionamos también las políticas que garantizan a las mujeres el ejercicio pleno de sus derechos y su autonomía, como las relacionadas al poder de decisión sobre su sexualidad y reproducción. Este cuestionamiento se refleja a nivel institucional en la cada vez mayor ausencia de presupuestos dedicados a promover la igualdad, a garantizar servicios de atención de violencia y lo más preocupante, la escasa apuesta en programas de prevención.
La balanza se inclina con datos hacia una realidad de desigualdad que parece que no interesa ver y que somos las mujeres las que tenemos que visibilizar cada día para que dejen de presentarse como cosas normales y cotidianas. Ya desde los inicios del feminismo, con el marco histórico de la Revolución Francesa, Olimpia de Gouges, en su “Declaración de los Derechos de la Mujer y la Ciudadana” (1791), afirma que los “derechos naturales de la mujer están limitados por la tiranía del hombre, situación que debe ser reformada según las leyes de la naturaleza y la razón”. A día de hoy y, por supuesto, reconociendo todo un avance de derechos en todos los ámbitos, mucho más avanzados a nivel formal que real, dos siglos después esa frase no está descontextualizada, sobre todo cuando nos tenemos que enfrentar a grupos y gobiernos fundamentalistas que quieren hacernos retroceder en cuanto al reconocimiento y ejercicio de nuestros derechos.
Dos siglos después, las mujeres seguimos expuestas a tiranía, violencia, desprecio y continuo cuestionamiento de nuestra autonomía y capacidad de decidir. Seguimos expuestas a normas y leyes ancladas en un sistema machista, que ha incorporado algunos cambios y mejoras en cuanto al reconocimiento de derechos de las mujeres, pero que no se ha cuestionado sus cimientos anclados en situaciones desiguales de poder y en la superioridad de un sexo sobre otro.
Hoy, por supuesto, las formas de violencia contra las mujeres se reflejan en actos mucho más sutiles, menos reconocibles como violencia, ya que la percepción de lo que es violencia es lo que se ve, lo que impacta en nuestros cuerpos, los golpes, puñetazos o violaciones, pero no se reconoce como violencia el control continuo y cotidiano sobre las mujeres que día a día sigue sustentando un sistema en el que las mujeres somos cuestionadas por cada una de nuestras decisiones. Me refiero por ejemplo a la maternidad, cómo la ejercemos, si la queremos o no, nuestras decisiones profesionales o nuestra sexualidad. Ejemplos como los modelos de maternidad actuales que nos imponen, como las eco-madres que limitan su existencia al cuidado o el cuestionamiento de las mujeres profesionales exitosas, son casos en los que seguramente nos vemos reconocidas y entran dentro de nuestra vida cotidiana.
El control sobre las mujeres y niñas que nuestras sociedades ejercen día a día es preciso que lo reconozcamos como una forma de violencia de género. El reconocimiento de esa violencia de lo cotidiano, de lo normalizado en nuestras vidas, es el primer paso para cambiarlo, para expresarlo como algo que no es normal, que nos daña, porque esa cotidianeidad nos está matando cada día.
Como hizo el movimiento feminista y como sigue haciendo, es preciso cuestionar el orden establecido. Los avances, el cambio de leyes, el acceso a derechos, se ha dado por ese cuestionamiento y es lo que ha permitido garantizar derechos. Dos siglos después, sigue siendo un reto para el mundo, un reto que si no se gana está poniendo en riesgo la vida de millones de mujeres. Millones de mujeres que, dependiendo de su lugar de origen, religión, edad, estado civil, opción sexual, etc., tienen mayor o menor capacidad o autonomía de decidir sobre su vida y de ejercer sus derechos, que, aunque reconocidos internacionalmente como universales, no lo son aún para las mujeres.
La violencia contra las mujeres, como he mencionado, es un problema global, de todos y cada uno de los estados. No es un problema de las mujeres. Es un problema que afecta a las mujeres y desde luego tendría que ser considerado como un problema urgente de resolver. Un problema tan normalizado que está permitiendo que el 50% de la población esté maltratando, vulnerando y matando a la otra mitad. Se estima que el 35% de mujeres en todo el mundo ha sufrido violencia, para poner cifras, estamos hablando de aproximadamente 2.500.000.000 (dos mil quinientos millones de mujeres)
Es preciso reconocer, nombrar y denunciar ese control, ese robo de autonomía, la limitación de movimientos, de pensamientos y de vivencias, el robo del placer y de oportunidades, ya que solo así sobrevivimos, solo así estamos garantizando un mundo mejor para nuestras hijas principalmente, pero para todos y todas. Un mundo desigual es un mundo injusto, acabado.
Si no construimos y garantizamos justicia para las mujeres, jamás lograremos justicia social, sostenibilidad medio ambiental o desarrollo. El mundo no puede sostenerse solo con una mitad. Nuestro reto como mujeres en este momento tan lleno de violencia es VIVIR y con nuestra existencia garantizar un mundo más justo e incluyente.
Ese cambio se dará si como sociedades logramos deconstruir, transformar y cambiar los cimientos que sustentan la desigualdad. La igualdad de género y el cese de la violencia no es posible con la incorporación de medidas ancladas en sistemas injustos, sino que solo será posible si vamos a la raíz, si transformamos mentalidades, si miramos con ojos inclusivos y diversos, si escuchamos y reconocemos diferentes voces, si vemos el mundo más allá de masculino singular.
Ilustración de Natalia Auffray