Dice la Real Academia Española que una de las acepciones de la palabra frontera es fachada.
No es de extrañar pues proviene del latín frontis que, entre otras cosas, precisamente significaba frente o fachada para los latinos. La frontera aludía más bien a la apariencia principal de algo —o alguien— visto desde el exterior y que esconde una parte interior más privada.
Para referirse a un límite geográfico o administrativo los latinos empleaban finis —como Finisterrae— o limitis. El fin o el límite parece establecerse desde el interior. Es decir: es el espacio y/o tiempo hasta el que se extiende algo que nos rodea.
Partiendo de esta propuesta conceptual, el objetivo de este texto no es más que provocar una reflexión en quien lee estas líneas. Un intento por traspasar su frontera (o fachada) y sugerirle una exploración de sus propios límites subjetivos. De este modo, incluso concluyendo en un total desacuerdo con lo aquí expuesto, habremos cumplido nuestra finalidad.
Fronteras y límites parecen hoy en día términos fundidos. La propia RAE los asocia y convierte en sinónimos. Por jugar con ambos términos de manera enrevesada, parece que los límites o fronteras entre ambos se han difuminado en un híbrido mixto.
Pero mientras estos términos se fusionan, paradójicamente vivimos un espacio-tiempo repleto de límites (extensión de nuestro dominio espacio-temporal) y fronteras (fachadas hacia el exterior) que asumimos como algo natural.
Un ejemplo ilustrativo podría ser el funcionamiento de una plataforma cualquiera de redes sociales —si podemos llamar social a una red de contactos que gira en torno a nosotros mismos, que controlamos incluyendo y excluyendo individuos a voluntad y que nos pertenece en lugar de pertenecer nosotros a ella.
Pongamos como ejemplo Facebook.
En Facebook observamos las fronteras —fachadas— de otros individuos desde los límites de nuestro propio espacio virtual. Observamos lo que otras personas quieren mostrarnos sin posibilidad de invadir su espacio privado. Nuestro límite es la frontera del otro sin posibilidad de acceder al interior, al verdadero conocimiento del ser humano que hay tras la fachada.
Y esto sucede a pesar de la inmediatez —somos notificados inmediatamente al ser aludidos por alguien que espera una respuesta por nuestra parte igualmente inmediata— y de la ubicuidad —en cualquier lugar gracias a la extensión tecno-psicológica convertida en imprescindible para cualquier ser humano que se precie como son los dispositivos móviles.
Así, Facebook, como aplicación, trasciende los límites y fronteras espacio-temporales. Pero, a la vez, nos encierra en pequeñas celdas plagadas de ellas. No nos permite conocer lo que se esconde tras las fachadas mientras que el sistema conoce todo cuanto hay en sus interiores. Tanto, que es capaz de mostrarnos aquello que más nos interesa —al menos a su juicio algorítmico.
La herramienta para comunicarnos con nuestras amistades las conoce mejor que nosotros mismos.
Pero aunque ilustrativo, nada de esto es nuevo. Simplemente se ha sistematizado en una plataforma digital de gran éxito.
Los desarrollos de la ciencia —desde el positivismo— y de la tecnología —desde la revolución industrial— han acelerado progresivamente nuestros tiempos hasta la inmediatez y han ampliado nuestros espacios hasta la globalidad.
Pero al mismo tiempo, han definido límites y fronteras por todas partes que inhiben el conocimiento del otro, limitando las posibilidades de acercamiento mutuo y erigiendo fachadas que observamos infranqueables.
Las fachadas de las disciplinas científicas se han convertido en nuestros límites y han parcelado el conocimiento en pequeñas celdas fragmentando la comunidad científica en una suma de equipos o individuos que investigan, de forma más bien aislada —o en equipos disciplinariamente endogámicos—, una minúscula parcela del conocimiento.
Economía, biología, informática… Podemos delimitar aún más: informática, redes, programación, páginas web, front-end, maquetación, HTML… Un proyecto Manhattan donde cada uno construye una pieza de un mecanismo atómico sin saber a qué fin será destinado. Sin una visión del conjunto, restringida, si acaso, a unos pocos.
De igual manera ha sucedido en el conjunto de la sociedad en la que vivimos donde la comunidad ha sido parcelada en una suma de individuos conformando una masa heterogénea de inmensas minorías repletas de subjetividades y particularidades. Cada una con sus intereses y problemáticas. Inmigrantes, discapacitados, mujeres… que pueden detallarse más: mujeres, lesbianas, madres, solteras… Extrañas —a veces únicas— combinaciones de motivos y decoraciones de fachadas humanas que, desde nuestros límites, podemos amar y desear. O no comprender en absoluto al juzgarlas imposibles, irracionales, incompatibles.
También la economía ha sido dividida en corrientes y en sectores productivos y subdividida en categorías como grandes empresas, pymes, sohos o autónomos. Después, los cuellos blancos, los cuellos azules y personas sin cualificación con salarios sin calificativos. Y según lo que producimos con nuestro trabajo produciremos con nuestro consumo —casual user, user, heavy user. Con todo ello, se van decorando nuestras fronteras con una nueva etiqueta.
Estos límites y fronteras se evidencian en el plano físico de nuestras ciudades. Viviendas, centros comerciales, carreteras, aceras, parques… Niños y niñas que juegan en lugares delimitados con algo llamado suelo técnico que protege su integridad.
Y tras la fachada de seguridad, de conservación de nuestra integridad individual, no alcanzamos ya a identificar al capitán del navío pirata subido a una precaria caja de cartón o a la estrella de futbol que acaba de marcar el gol de la victoria definitiva entre una mochila y un jersey que, colocados en el suelo empedrado, se convierten en una magnífica portería de final de Champions League.
Nuestras ciudades nos hablan. Aquí se juega, pero aquí se estudia. Por aquí se pasea y allá no se aparca. Esto no se pisa y en este carril debes circular despacio. Cruza ahora, pero rápido. Ahora ya no. Aquí se trabaja de 9:00 a 20:00 y allí se compra de 20:00 a 22:00. Y aquí y ahora, todos duermen.
Y a su vez, con sus sensores, el GPS, las cartografías… en definitiva con miles de inventos tecnológicos, pueden conocer todos nuestros patrones de conducta. Incluso aquellos que realizamos de manera automática e inconsciente.
Por dónde transitamos, cuánta basura generamos, dónde pagamos con una tarjeta de crédito, en qué punto exacto hemos sacado una foto con nuestro móvil o cuanto espacio-tiempo nos falta para llegar a nuestro destino. En nuestro aislamiento, la ciudad puede llegar a conocer mejor nuestros límites que lo que cualquier otro ser humano conoce nuestras fronteras.
En Facebook, —curiosamente como en marketing— se llaman perfiles de usuario. Una serie de parámetros para describir a todo un grupo heterogéneo de personas.
Etiquetas. Fachadas. Fronteras. Límites.
Igual que en Facebook, las limitaciones que nos imponemos bajo fronteras revestidas de orden, disciplinas, especializaciones o seguridad no tienen límites.
La paradoja es que vivimos ilimitadamente limitados.
Las fronteras son tan infinitas como las etiquetas que seamos capaces de generar para tratar de comprender nuestro mundo. Al otro. Al diferente a mí mismo.
Mientras, nuestros ámbitos de acción —límites desde el interior— son cada vez más reducidos. Tal vez hasta nuestras capacidades mismas se van reduciendo y especializando.
Mujer, adulta, inmigrante, negra, soltera, marroquí, musulmana, empresaria, informática, programadora, deportista, saxofonista…
Y así hasta dar con toda la taxonomía necesaria que etiquete los atributos que definen completamente a una persona. Como si eso fuera posible.
Fronteras para las identidades individuales que se imponen —e imponemos— desde el exterior para diferenciarnos, para proteger nuestra cada vez más pequeña y limitada parcela social, económica, cultural y espacial. Barrio rico, barrio obrero, barrio inmigrante, barrio turístico, centro, periferia, suburbio o extrarradio.
Para separar el yo de los otros. Para que nos sea posible comprender con nuestro limitado (?) intelecto lo inclasificable, lo inabarcable.
Un divide et impera para simplificar la complejidad y tratar de vencer la incertidumbre. Un mundo de fronteras que observamos desde nuestros límites y nos hacen tener la falsa seguridad de que comprendemos lo que somos porque viendo las fronteras del resto, entendemos lo que no somos.
Se diría que construimos nuestra vida y nuestra identidad por descarte. No sabemos lo que somos, pero gracias a las fronteras que visualizamos en el resto, sabemos lo que no somos —o no queremos ser. Dónde y cómo vivimos y dónde y cómo no queremos vivir… pero sin haber experimentando ese otro dónde y cómo. Sin tener idea de lo que hay tras esa frontera que imponemos con la misma facilidad con la que adjetivamos ad infinitum para comprender lo desconocido.
El yo (y quienes son como yo) y el no-yo (y quienes no son como yo).
Del nosotros y nosotras, ni rastro. Demasiado abstracto, impreciso y complejo.
Pero si los límites se definen desde el interior de algo, no es de recibo que las fronteras percibidas —y construidas— desde el exterior nos limiten y clasifiquen. Más aún cuando las dinámicas globales —tan ilimitadas en su espacio-tiempo como Facebook— no lo hacen para sí mismas. Los flujos de capital, de productos y de personas no entienden de límites si detrás existe un interés. Simplemente se acepta su complejidad.
Las mismas vías por las que fluyen las inversiones para el desarrollo económico de una ciudad son usadas para desestabilizarla evadiendo capitales a paraísos fiscales. Las mismas regulaciones que permiten la contratación en origen de mano de obra especializada no logran impedir el tráfico ilegal de personas. Las mismas facilidades para el comercio exterior posibilitan la venta internacional de productos generados en lugares con condiciones laborales y humanas, cuando menos, cuestionables.
Internet, el calentamiento global, los efectos de una guerra, el precio del petróleo o los tratados internacionales para el libre comercio obedecen a mecanismos globales con efectos globales, sin límites, mientras que en la sociedad en la que vivimos generamos un sinfín de diferencias y etiquetas.
Evidentemente las etiquetas y los estereotipos, son necesarios para poder desenvolvernos medianamente en un mundo complejo. Pero estas, deben ser construidas por uno mismo y no erigidas, impuestas, desde fuera.
En lugar de etiquetar, delimitar y erigir fachadas para cada ser humano particular, que lo diferencien del resto hasta poder identificarlo y hacerlo comprensible, parece más acertado tratar de buscar aquellos atributos y taxonomías que nos hacen iguales.
Entender lo externamente diferente desde lo interiormente igual. Si algo se parece a mí, puedo entenderlo desde mis límites, mientras que si algo se diferencia de mí, solo puedo hacerlo desde sus fronteras. Empatía y alteridad son las palabras que evocan la comprensión de lo exterior desde nuestros limitados dominios del ser individual.
Con empatía y alteridad, permitamos que cada individuo construya su propia identidad, explore sus propios límites, que le hacen único e irrepetible. Tan único e irrepetible como todos los demás —como aparecía escrito en una camiseta de moda muy difundida, obsérvese el contrasentido.
Busquemos atributos y taxonomías que derriben fronteras y difuminen límites para crear una comunidad diversa, economías solidarias y espacios de encuentro sin una funcionalidad específica —o mejor dicho, con tantas funcionalidades y usos como quieran darles quienes se encuentran en ellos hoy y quienes se encuentren en el futuro.
Frente al divide y vencerás antepongamos que la unión hace la fuerza. Aceptemos como ya sospechaba Aristóteles, que el todo es algo más que la suma de sus partes.
Una persona, una región, una sociedad o cualquier otra cosa, pueden ser mucho más que la suma de una infinidad de etiquetas que construyen la frontera que pretende, sin éxito, hacerla comprensible.
Y aunque ello nos imposibilite llegar a entender completamente qué es ese todo, hagamos de esa incertidumbre una virtud.
Esforcémonos por nombrar aquello que nos define como seres humanos comunitarios en lugar de definirnos como una suma de individuos aislados. Definir lo que nos hace iguales y no lo que nos diferencia y separa. Aprendamos a vivir con la incertidumbre de lo diferente, de lo incomprensible. De lo que no somos, pero que en algo se nos parece.
Porque en un mundo globalizado es nuestro deber desdibujar límites y fronteras: nuestros retos, como humanidad, son globales mientras nuestro radio de acción individual es cada vez más reducido.
La sociedad a la que pertenecemos es cada vez más plural y diversa y por ello debemos tratar de liberarnos de anticuadas clasificaciones que, en el mejor de los casos, resultan ineficaces para adaptarnos a una nueva realidad. Plural, mixta, híbrida.
Debemos atravesar con nuestra mirada esas fronteras artificialmente interiorizadas para encontrarnos en espacios transectoriales y transdisciplinares desde donde crear comunidad — y no comunidades que nos llevarían de nuevo a lo que nos diferencia.
Una comunidad plural, diversa, mixta e híbrida donde las distintas variantes económicas, sociales, culturales y espaciales derriban sus fachadas y se encuentran para dar respuesta conjunta a este gran reto de la globalización.
Una comunidad plural, diversa, mixta e híbrida donde las instituciones, las empresas, el tejido asociativo y las personas particulares cocrean desde la complicidad que les otorga la mutua aceptación como entes diferentes, pero iguales en capacidad de interlocución, para posibilitar un escenario común y un futuro mejor para todas las personas.
Para todas. Sin etiquetas desde el exterior.
Sin fronteras… y tal vez sin límites.