Si hay algo que caracterice al carcinoma de células de transición, es su empeño. Nace en unas condiciones de extrema flexibilidad que le hacen superarse a sí mismo de forma constante. Era ya la segunda recidiva que la vejiga de Manuel sufría, pero él ya no era el mismo, al menos sus fuerzas no lo eran. Si aquel pequeño tumor fuera una persona, con aquella perseverancia y tesón, sin duda habría llegado muy lejos. Y parecía claro cuál era su propósito.
Así pues, Manuel se convenció para visitar el piso que fue testigo durante décadas de su pequeña felicidad, obsequio que la llanura firme y hostil que fue su etapa adulta les regaló a él y a Soledad. Ambos compartieron aquel primer baile y, desde entonces, como dicen los que entienden de estas cosas, fueron una de esas parejas fusionadas donde la sopa siempre es puntual y sabe igual.
Entró con una conciencia beata y clara de que sería la última vez que olería la vivienda donde, junto a Soledad, formó un hogar digno y sereno. Ortodoxamente honesto. Sin embargo, al entrar, pensó que no había ya lugar para la dignidad entre aquellas cuatro paredes decadentes sin la presencia de lo que durante tantas décadas acogieron. Descorchadas, como si la ausencia suya y de ella, hubiera hecho que cada pedazo de pared buscara su individualidad, huérfanos de un hogar como Dios manda. Enterradas bajo el polvo opaco y un moho espectral que parece adherirse a cada rincón, se encontraban las esperanzas de lo que hasta hacía diez años habían sido sus habitantes, novios desde los trece años. El olor del interior de un cajón golpea unos ojos frágiles y cristalinos. Dentro, hubo un día cosas que jamás deberían perderse. Pero Manuel perdió a Soledad, y aceptó la invitación de su hijo para que viviera con él. Comenzó así una nueva existencia basada en la artificiosa complacencia de su nuera, los paseos por parques modernos y las visitas al centro de salud, de estas últimas nació el pequeño cabrón que acabaría con él. Manuel sigue dudando de que la existencia de su asesino se hubiera producido de no haber acudido al médico. Quizás hubiera sido mejor estarse quieto, no hacerse pruebas y morir de viejo, como se hacía antes.
Lacerante y cómoda, así era su vida desde que ella falleció, una vida de la que tocaba despedirse antes de haberse adaptado, si es que eso era posible. Epílogo innecesario, redundancia que le ofrecía un dios que parecía sentirse culpable por algo, quizás por haberle arrebatado a Soledad.
Se asomó debajo de la cama de matrimonio, apartando con la mano temblorosa la podrida manta, nido de amor protegido por un Cristo infinito cuya imagen le recordaba a gente que no le gustaba. Debajo no encontró nada, salvo decenas de pequeños excrementos y bichos con las patas arriba, fallecidos probablemente por la edad —pensó. Desesperado al ver que la sopa caliente y salada no llegaba, decidió abandonar por última vez al marco de los recuerdos de lo que, una vez, fue su única vida. Un escenario protegido de cualquier intruso para desesperación de su hijo y su nuera. Manuel siempre rechazó alquilar aquel piso. Se santiguó y cerró la puerta.
El bar de abajo conservaba la misma distribución. La decoración algo rancia hasta para Manuel, había sido sustituida por modernos y baratos engaños. Pidió una cerveza y se sentó junto a una mesa que ocupaban tres jóvenes, dispuesto a entretenerse adivinando el trasfondo de la conversación que aquellos le ofrecerían. A pesar del intenso frío y la lluvia de aquel día que parecía llorar las despedidas definitivas, tomaban tres cafés con hielo. Compartían una extravagancia que, con total seguridad —pensó Manuel— no sería la única. El primer gran sorbo de cerveza le obligó a tirarse un pedo y tras éste, pudo concentrar todo su ser en los esclerosados oídos que aún le permitían juzgar al entorno tal y como harían un genocida farsante o un honesto activista, o si quieres lo mezclas.
Leo, Silvia y Martín eran un estable triángulo amoroso, se acababan de quedar sin casa y solo ella trabajaba. Acceder a esta resumida información le costó a Manuel cuatro cervezas tomadas con lentitud. Lo que parecía una conversación sobre la dificultad para encontrar empleo digno, que Martín contaba a la pareja formada por Silvia y Leo, pareció ser más tarde un amargo y breve desencuentro de opiniones entre la pareja homosexual formada por Leo y Martín y su amiga íntima Silvia.
Fue al comienzo de la cuarta caña cuando Manuel pareció atar cabos y comprender lo que suponía todo un universo paralelo donde, en pleno invierno, se tomaba café con hielo.
—Te digo que aquí hay mogollón de pisos vacíos, ¡pero mogollón! —dijo Silvia.
—Para eso hay que valer, yo no viviría tranquilo —dijo Leo .
—Y debajo de un puente sí, ¿no?, ahí de puta madre… —dijo Martín.
Manuel pidió una quinta cerveza, su mano ya no temblaba.
—Además, no se sabe de quién es el piso —dijo Leo.
—Son todos de los bancos, que han echado a la peña con toda su puta cara, tío —respondió Silvia.
La situación de aquellos jóvenes de poco más de cuarenta años era tan deplorable, que en aquellos momentos Manuel pensó que debía ser el castigo divino a una vida sexual extraordinaria y mágicamente sucia. Los designios de Dios son caprichosos y Manuel nunca llegó a descartar la idea de que su cáncer de vejiga fuera fruto del castigo a la indecencia acumulada en los baños de la imprenta donde trabajó durante cuarenta y dos años, salpicados testigos en porcelana pastel.
Tatareando un réquiem por su Cristo difunto, se acercó a la mesa de aquellos militantes del vicio y expuso:
—Tengo un piso vacío, os dejo estar allí seis meses. A cambio, me gustaría veros en la cama, sin participar. Solo mirar.
El pensamiento de los tres fue exactamente el mismo, y se deslizó rápidamente del rubor a la desatención, y de ahí a la agresividad, pero esta última solo aterrizó en la cabeza de Martín.
—Venga tío, pírate —dijo Martín.
Leo miró a Silvia, pensando que era innecesaria la belicosidad ante un viejo borracho. Manuel se sentó en otra mesa más alejada, pidió la séptima.
—Puto viejo —exclamó Martín.
—Tampoco te pases, ha bebido, además él propone y nosotros elegimos, ¿no? —dijo Leo.
—Lo que propone tiene nombre Leo, y es ilegal —dijo Martín.
—Alegal, no ilegal —dijo Silvia.
—Me da lo mismo, es un cerdo —dijo Martín.
—Trabajar doce horas y no tener techo también tiene nombre, y es legal —añadió Silvia.
En ese momento, y en perfecta coreografía involuntaria, los tres miraron a la vez a Manuel, que daba en ese momento un sorbo a su cerveza, mientras pensaba en Soledad, su soledad. La pequeña discusión finalizó con el implícito acuerdo de obviar al viejo, un consenso traicionado por la mirada de Leo hacia Manuel, mezcla de compasión e invitación. Manuel se comportó como lo haría un viejo borracho aburrido de una existencia a la que le habían puesto el límite de seis meses. Se levantó y pagó las cervezas, se acercó a la mesa.
—Perdonad chicos, suerte.
—Siéntese —dijo Silvia.
—Me llamo Manuel, ¿queréis algo de beber?
—Otros tres cafés con hielo —dijo Leo.
Martín no se levantó, prefirió aprovechar la oportunidad de conocer a sus compañeros sentimentales un poco más. Quería ver cómo jugaban aquella partida.
—Explícate —dijo Leo tuteando a Manuel.
—Tengo un piso vacío, me queda poco de vida y no me importa que lo uséis seis meses más o menos. A cambio, yo veo cómo os lo montáis un par de veces al mes. Cuando yo falte os entendéis con mi hijo y mi nuera, sobre todo con mi nuera.
Llegaron los cafés y con ellos la respuesta de Silvia.
—Si es solo mirar por mí vale, pero sin que usted haga nada. Me daría asco, y siento decírselo así.
—De acuerdo —dijo Manuel.
Martín y Leo permanecieron callados.
La primera visita a los inquilinos, que adecentaron el piso con lo que solo puede calificarse como ternura, se produjo al mes del encuentro en el bar. Manuel permaneció, en contra de lo que siempre habría creído ante una situación así, más abstraído que excitado. Mientras sus ojos observaban la escena, regalo de despedida de una vida intachable, inundó su cabeza una tormenta de etiquetas que podrían ponerse en aquel delicioso momento: adjetivos diversos nacidos en las entrañables cabezas de su hijo, su nuera o el presentador del telediario. Soledad permaneció callada.
Los jóvenes por su parte, enterraron dudas y temores bajo la losa del pragmatismo y el tabú. Los encuentros se espaciaron cada vez menos, siendo de comienzo algo fingido y progresando cada vez más a la brevedad en lo referente al papel de voyeur autoimpuesto por Manuel. Llegado junio, pasaban la mayor parte del tiempo en la terraza del bar, compartiendo borracheras como solo lo hacen aquellos que se han sentido humillados desde un principio y ya solo temen al aburrimiento.
Tuvieron nueve encuentros, siete comenzaron en la cama. Manuel les contó lo que su vida junto a Soledad había sido, y lo feliz que se encontraba por volver a su lado en breve. Ellos a su vez, lograron hacerle ver de forma parcial las ventajas de obviar conscientemente la monogamia. En el octavo encuentro los inquilinos estaban vestidos, incluso muy bien vestidos, ya que era en el notario y para algo importante. El noveno fue en el tanatorio, con Manuel ya de vuelta con Soledad. Los tres jóvenes despertaron la curiosidad de familiares y allegados, intentaron pasar desapercibidos y ni siquiera aprovecharon el ágape que el seguro de decesos de Manuel incluía para aquel día. Todos tuvieron bellas palabras para el abuelo y algo de prisa por salir, pues el aire acondicionado no iba todo lo bien que debiera allí y la mayoría había prometido piscina a los críos aquel día.
Martín, Leo y Silvia regresaron a su nuevo hogar, con la tranquilidad que da haberse adaptado al sistema. La nuera de Manuel le dedicó unas últimas palabras dos semanas más tarde, al acceder al testamento de éste.
—Pero qué hijo de puta.
—Cabronazo —añadió el hijo del viejo.
Manuel siguió mirando a los tres en su cama, acompañado por su mujer.
Fotografía de Gorka Aparicio
Es esa mezcla entre bonito y triste que da el tiempo en la vida y que no tiene marcha atrás. Y la realidad dura mezclada con el disfrute que puede quedar. Me gusta.
Gracias, me alegra mucho que te haya gustado.