Literatura

Soy la frontera

Borja García-Enríquez Actor y psicólogo social

Yo sé que no soy yo, porque ahora estoy en el otro lado. O, al menos, una parte de mí. Yo sé que no soy yo del todo, pero en el fondo sí que soy yo de alguna manera, siendo otro distinto del de allá, acá. Para empezar, porque escribo allá y acá, en lugar de allí y aquí, que es lo que habría escrito mi yo de entonces, de antes. Y cuando digo que no soy yo, quiero decir que no soy aquel que fui, y que nunca volveré a serlo.

Aunque, por otro lado, resulta confuso tratar de verse como un yo estable y homogéneo cuando has cruzado esa barrera de generarte una identidad nueva, en un nuevo lugar. Porque eso es lo que sucede cuando te vas, cuando cruzas la frontera para ser otro, en otro país. Por supuesto, la base es la misma, el pasado es el mismo (como siempre, lo seguiremos difuminando a conveniencia, para trazar las líneas nuevas que nos convienen) pero el nuevo yo está aprendiendo cosas que le cambian y le transforman.

El punto de partida de la serie de televisión Bron/Broen (puente, en sueco y en danés) es la aparición de un cadáver justo en la frontera que separa los dos países, sobre un puente que, por otro lado los une. El cuerpo actúa como un punto de sutura sobre una brecha, uniendo a los cuerpos (tan poético todo) de policía de los dos países en la búsqueda del asesino. A su vez, el cuerpo (en este caso el cuerpo sin vida) queda dividido entre la zona sueca y la noruega, como una declaración de neutralidad entre los dos lados del puente, o como una huída frustrada hacia uno de los dos lados.

Igual que en la serie de televisión, al cruzar una frontera (geopolítica, mental, física o cultural) nos dividimos. Nos dejamos parte de nosotros (digamos, un páncreas mental, o un esófago figurado) y, con el tiempo, generamos uno nuevo allá donde vamos. Cuando te marchas de tu país, y cruzas la frontera para establecerte en otro continente se desarrollan espacios vacíos con cosquilleos similares a los miembros fantasma de una persona mutilada. La mente te juega malas pasadas y hay días en los que vas a rascarte las costumbres, y no están. Lo mismo pasa con los amigos, o los boquerones en vinagre.

Cuando estás al otro lado, las fronteras son muchas. Son fronteras gastronómicas, urbanísticas, comportamentales… Esas son las grandes fronteras: la frontera entre tú y los demás, la frontera a lo desconocido. Y sabes que tendrás que apretar los dientes, y seguir caminando mientras te encuentras por el camino a algunos que vuelven, frustrados, mientras mascullan “Es que en España las cosas no son así”. Como domingueros que se sienten estafados porque pensaban que subir al Kilimanjaro iba a ser un paseo por el parque del barrio, mientras pasean al perro.

Cuando vuelves a casa (tu primera casa, la casa del otro que fuiste) aunque sea por vacaciones, te das cuenta que una parte de ti ya no es igual. Las cosas se miran con unos ojos nuevos. Unos ojos que has cambiado durante tu ausencia de tu ciudad o de tu barrio, y que han incorporado experiencias, temores, logros o revelaciones. Esos ojos  que vuelven, esa mirada (esa mente, esa nueva identidad) no ha evolucionado de la misma forma que si te hubieras quedado. Porque como decía Iván Fernández hace unos años, cuando escribía sobre Cormac Mcarthy y su trilogía de la frontera, la geografía exterior modifica la geografía interior. Y tanto que sí.

Caminas por tu ciudad, y la parte de ti que se quedó, escindida de quien eres ahora, se infiltra de nuevo y te quiere hacer creer que nunca te fuiste, que la ciudad es la misma, y la gente, y los bares, y es mentira. No es la misma si yo no soy el mismo, le dices. No es la misma si la descubro en lugar de reconocerla, no es la misma si me sorprendo. O, al menos, no es la misma para mí, o lo que es lo mismo, no soy el mismo para ella. Cuando cruzamos las fronteras ya no somos los mismos.

Las peores fronteras son los prejuicios, porque tienen el tamaño de lo que ignoramos. Así, aparece esa mirada de superioridad, ese englobar a los demás en uno solo, ese atajo mental que nos permita opinar sin esfuerzos ni matices. Y qué difícil es cruzar esa barrera, demasiadas veces, cuando esos preconceptos aluden a nosotros mismos y nos negamos, por ejemplo, la posibilidad de ser capaces o, lo que es lo mismo, de ser otro distinto al que me presupongo. Hasta que un día algo hace clic, y decides cruzar esa frontera, y después de semanas repatriándote a tu lugar de origen, o chocando contra tu propio muro de desconfianza, llegas al otro lado, y te reconoces como otro distinto al que fuiste unas horas antes y ya no eres más.

Es lo que tienen las fronteras. Algunas se superan, y otras no. Algunas se cruzan de repente, de forma involuntaria, como si un día estás viendo en la tele un programa sobre la primera guerra mundial y de repente entiendes, por algún motivo (alguna grieta, alguna fisura de tu mente que supuraba desde hace tiempo), que ya no estás enamorado. Algo se rompe, y entonces aprendes que las fronteras no son de ida y vuelta. Que una vez que las cruzas no hay marcha atrás, y lo único que queda es seguir pasando de una a otra y tal vez, si tienes suerte, reencontrarte con lo que fuiste alguna vez. Y mirarte y sentir la ternura del que sabe más, o la envidia del que sabe demasiado.

Hay fronteras éticas o morales, también. Hay pasos que damos, límites que cruzamos sin advertirlo. Fronteras que nuestro antiguo yo estaba decidido a no traspasar, pero que el yo de ahora (quién sabe después de cuántas fronteras minúsculas, acompañadas de las justificaciones o subterfugios pertinentes) asume como parte de la vida, y poco a poco se desliza, atravesando los escrúpulos y dejándolos atrás .

Hay fronteras a las que sobrevivimos, como aquella vez que nos enamoramos y nos rompieron el corazón. O nos lo rompimos nosotros mismos, qué más da. Pero tal vez aprendimos, o tal vez lo que hicimos fue obcecarnos, y volvimos a buscar lo mismo que la primera vez, desnudos de nuevo y desarmados, hasta que algo nos dolió demasiado como para no aprender. La evolución como frontera, como punto de inflexión, como avance definitivo hacia el otro que nos espera, tan distinto de aquel que fuimos que, como dijo aquel, no lo reconoce ni la madre que lo parió, aunque siga siendo el mismo.

Por supuesto, también hay patrias inmutables. Existen, en cada uno, lugares propios, que se quedan en nosotros para siempre, y nos conmovemos de improvisto, sin saber a través de qué conexión, con quien fuimos, con lo que entonces disfrutamos o lo que sufrimos. Supongo que la identidad debe de ser eso. Ser siempre el mismo, siempre distinto, con una parte de nosotros anclada en nuestra infancia y otra cruzando fronteras, avanzando, evolucionando, estirando de aquella, creciendo desde ella. Soy, de algún modo, mis raíces y mi pasaporte.

Soy las fronteras que he cruzado, las decisiones que he tomado, las novedades que he vivido, los riesgos que he asumido. Soy los rechazos que he afrontado y las mentiras que me he contado. Soy otro y soy yo, reencontrándome y volviendo a casa para mirarme y sorprenderme, para no encontrar los muebles donde estaban antes de irme porque en mi habitación mis padres han puesto una cinta para caminar o una sala de lectura. Soy el que fui y soy otro diferente. Soy los demás cuando salgo de mi línea de pensamiento y me atrevo a mirar el mundo con ojos ajenos, a aceptar la mirada del opuesto, cruzando esa frontera de piel que me separa de el de enfrente, dándole validez a su manera de ver el mundo.

Soy otro distinto de quien fui ayer, antes de observar algo que me emocionó, soy pautas que se rompen, y soy hábitos que mantengo, como en casa en ningún sitio, mantita y película ya vista que me reconforta porque sé cómo termina. Soy algo indefinido que no termino de conocer, países internos a donde nunca iré por miedo al clima, o a la inseguridad; soy barrios que me sé de memoria, rincones donde me rompí la cara, soy las cicatrices (las fronteras artificiales de nuestra epidermis) de cuando jugaba de niño y se me iba la mano.

Soy el censor que borra los sellos del pasaporte para olvidar que estuve allí. Soy el agente de aduanas que me mira sospechando. Soy migrante y soy, a veces, turista de mí mismo. Soy la madre que se despide del que siempre será su niño aunque tenga 40 años, llorando en el aeropuerto porque no sabe cuándo lo volverá a ver, ni si estará bien cuando cruce esa frontera de ser otro en otro lado. Soy el tren o el avión que me desplaza y me aleja, o me trae de nuevo, soy la sala de espera frente a la puerta de embarque, y los miedos y las esperanzas que se funden de manera que no puedo distinguirlas. Soy el personal de vuelo que me ilustra acerca de mis propias salidas de emergencia, y me trae otra almohada para que el viaje a ese otro lugar de mí sea más confortable. Soy quien cuida mis maletas o las lanza de cualquier manera en una pila, harto de acarrear equipajes, propios y ajenos.

Soy, a veces, quien me recibe y me besa, feliz de haber llegado al otro lado después de tanto tiempo sin verme. Soy la casa nueva, sin calefacción porque no merece la pena con el calor sofocante de mi nuevo yo. Soy las chanclas en lugar de los zapatos, soy las botas de nieve olvidadas en el armario. Soy la hoja y la tinta con las que me escribo cartas para mantenerme en contacto con mi yo del otro lado, de aquella otra época en la que aún se escribía a mano.

Soy la línea sobre la que transito, bordeándola, con un pie de cada lado mientras decido quien soy, quién seré, o cómo termino esta pieza. Soy la frontera.

Literatura

Juanma Samusenko

Ilustración, Collage y Fotografía

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Borja García-Enríquez

Actor y psicólogo social

Licenciado en Psicología en la UAM, orientado hacia la Psicología Social. Diplomado en Interpretación Teatral por el Estudio Liberart, y en Interpretación Audiovisual por el Instituto de Cine de Madrid.
Desde el año 2013, residente en Paraguay, donde he aprendido a conocerme en una nueva versión.
Apasionado del por qué, en mis dos oficios. Buscador de razones para entender cómo funciono.

    9 pensamientos en “Soy la frontera

    1. Queridísimo Borja,

      Tan lejos y tan cerca siempre. Tus líneas actúan como ruta y medio de transporte desde donde iluminas paisajes de percepción que despiertan nuestra memoria.
      Desde USA, concretamente, comparto tu observación de que “Las peores fronteras son los prejuicios, porque tienen el tamaño de lo que ignoramos. Así, aparece esa mirada de superioridad, ese englobar a los demás en uno solo, ese atajo mental que nos permita opinar sin esfuerzos ni matices.”
      Ese fragmento recuerda al actual y terrible sueño colectivo de muros y separación, del sentir a los demás como un otro completamente ajeno a nosotros. Visto el latido presente, ya sea racismo, xenofobia, nacionalismo, la codicia desmedida del 1% frente al empobrecimiento del resto, la ignorante falta de empatía… ya sea el resurgir de una supremacía blanca en USA, la Inglaterra del Brexit o una Cataluña dividida… Todo esto y más me hace desear ese otro fragmento tuyo “La evolución como frontera, como punto de inflexión”. A veces, esa evolución requiere, como tú mencionaste en su día, de un esfuerzo activo hacia dicho cambio. A todos aquellos incapaces actualmente de ver más allá de su propia parcela, capaces tan sólo de defenderla con el lema de ‘caiga quien caiga’. A esos… les deseo la conquista de dicha frontera evolutiva.

      Un abrazo enorme

    2. Queridísimo Borja,

      Tan lejos y tan cerca siempre. Tus líneas actúan como ruta y medio de transporte desde donde iluminas paisajes de percepción que despiertan nuestra memoria. Desde USA, concretamente, comparto tu observación de que “Las peores fronteras son los prejuicios, porque tienen el tamaño de lo que ignoramos. Así, aparece esa mirada de superioridad, ese englobar a los demás en uno solo, ese atajo mental que nos permita opinar sin esfuerzos ni matices.” Ese fragmento recuerda al actual y terrible sueño colectivo de muros y separación, del sentir a los demás como un otro completamente ajeno a nosotros. Visto el latido presente, ya sea racismo, xenofobia, nacionalismo, la codicia desmedida del 1% frente al empobrecimiento del resto, la ignorante falta de empatía… ya sea el resurgir de una supremacía blanca en USA, la Inglaterra del Brexit o una Cataluña dividida… Todo esto y más me hace desear ese otro fragmento tuyo “La evolución como frontera, como punto de inflexión”. A veces, esa evolución requiere, como tú mencionaste en su día, de un esfuerzo activo hacia dicho cambio. A todos aquellos incapaces actualmente de ver más allá de su propia parcela, capaces tan sólo de defenderla con el lema de ‘caiga quien caiga’. A esos… les deseo la conquista de dicha frontera evolutiva.

      Un abrazo enorme

      1. Muchas gracias, Javi. Ojalá el mundo aprenda a diluir esas fronteras que mencionas, tanto mentales como geográficas, y aprendamos a mirar un poco más con la vista del otro. Un abrazo grande!!

    3. Qué refrescante leer a este Borja que es otro Borja, dentro del mismo Borja. A veces la frontera no es sólo geográfica, el traspasar la frontera además de cambiar nieve y boquerones por calor y chipa guasu, a veces pasa por dejar de vender repuestos y animarte a ser actriz, por eso me quedo con algo que sirve en ambas fronteras: «Soy las fronteras que he cruzado, las decisiones que he tomado, las novedades que he vivido, los riesgos que he asumido».

      1. A veces la frontera es redescubrirte y decidir cambiar tu vida, y ser la persona que querías ser, siendo la misma pero siendo otra diferente que luche por lo que realmente quiere. sin riesgo no hay beneficio, dicen. Habrá que arriesgarse, para encontrar lo que buscamos! Abrazo!

    4. Enhorabuena por el texto.
      Me he quedado pensando en lo sorprendente que es ser tantos otros y que a la vez haya una continuidad, como si la identidad fuese un narrador que puede escribir textos distintos. Pero siempre se adivinase un estilo.

      1. Somos legión, en nuestro interior. Somos, y estamos, otros, y en otros lugares mentales. De algún modo, somos ramas de un árbol con la misma raíz. Eso implica abrir las posibilidades, y eso es lo bonito.

    5. Enhorabuena por el artículo.
      Me he quedado pensando que no sé qué es más sorprendente, si la continuidad que mantenemos a pesar de no cesar de ser otros, o la multiplicidad de ser el mismo.

      1. Gracias, Roberto! Para mí, en cierto modo, es como la teoría de cuerdas (disculpa que me ponga estupendo en un tema del que sé tan poco, pero Rick & Morty me han abierto los ojos a tantas cosas…) que nos habla de múltiples universos donde somos, o podemos ser, otras versiones de nosotros mismos, pero en un mismo plano. Abrazo!

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