Artes

Toda la verdad sobre las distopías

Carlos Atanes Cineasta y dramaturgo

Cuenta el poeta Pedro Salinas en algún sitio que, tras serle presentado un histólogo a Lagartijo, el asombrado torero acuñó el célebre adagio «hay gente pa tó». Me sirvo de esta anécdota decimonónica (atribuida con posterioridad, apócrifamente, a El Gallo y a Ortega y Gasset) para acometer la primera de unas pocas aclaraciones con las que quiero contribuir a derribar ciertos tópicos equívocos relativos al género distópico.

El primero de ellos consiste en pretender, sin más, que las distopías describen contextos aciagos. Así, preceptivamente. Pero basta con hacer un repaso de las ideas, labores y afinidades de nuestros congéneres para constatar la palmaria clarividencia del señor Lagartijo. Desde luego que hay gente pa tó, y lo que a uno le parece utópico seguro que a otro le parece distópico y viceversa. De no ser así aquí no discutiría nadie y viviríamos en un mundo feliz. A mí, por ejemplo, me acostumbran a parecer tan espeluznantes las utopías como las distopías, y eso ya desde la utopía más ilustre, la de Tomás Moro, con su panoplia de reglamentos, deportaciones forzosas y penas de muerte, que me provoca convulsiones de solo imaginarla. Pero siempre coexistirán aquellos a quienes el panorama se les atragante con aquellos que prefieran optar despreocupadamente, como el simpático Joe Pantoliano en Matrix, por el filetón.

La distopía, como la miopía, no está sino en los ojos de quien mira. Del autor y eventual lector, pero sobre todo del protagonista del relato. Las distopías no se distinguen por presentar escenarios funestos, sino individuos que, en un momento dado, y en contra de la (fingida o sincera) opinión generalizada de sus semejantes, descubren o empiezan a percibir cuán funesto es el contexto en el que viven. Es decir, lo que describen las distopías es la disidencia en los mundos utópicos. Las solitarias cuitas y peripecias del traidor mental en una sociedad sin fisuras. El matiz paranoico de quien se ve obligado a mantener su discrepancia en secreto en un entorno en el que no puede fiarse de nadie es, obviamente, un ingrediente esencial.

También es impostergable señalar que, a grandes rasgos, existe un parecido más que razonable entre las distopías y el porno. En la época en que aún había videoclubs me embarullaba entre un género y otro y no pocas veces acababa llevándome a casa la película que no era, para mi consternación. En ambos géneros se da que tanto el argumento como el desenlace resultan bastante predecibles y su variabilidad se ciñe, por lo general, al cambio de rostros y de escenarios. He aquí el repertorio de ambientes: chalé con piscina, bosque, mazmorra y poco más en uno; aquí mismo en un futuro cercano o aquí mismo en un presente alternativo en el otro. La explicación de esa insistencia en los lugares comunes está en que, desde que Orwell homenajeó a Zamiatin, ha venido siendo más o menos ineludible homenajear a Orwell. Será ese el motivo de que algunas almas reacias a la redundancia rehuyan las distopías fílmicas y literarias como los demás esquivamos al latoso que se empeña en contar siempre el mismo chiste. Conozco al menos a uno de esos humanos refractarios: se trata de un amigo tremendamente aficionado a la ciencia ficción (le encanta leer a Clarke, Lem y Dick), pero una sola alusión a lo distópico es suficiente para ver cómo se deshace en un amasijo de bostezos. Y no hay en ello incoherencia alguna, porque las distopías no pertenecen al género de la ciencia ficción. O no del todo. O solo en parte. Una parte tangencial, de relativo y a menudo escaso calado, especialmente en los ejemplos más canónicos.

Me explico: a mi entender, la distopía no debería considerarse un subconjunto de la ciencia ficción, así como esta última sí lo es del género fantástico. Claramente, distopía y ciencia ficción son dos conjuntos diferenciados que, no obstante, se intersectan. Entre los elementos de esa intersección hallaremos obras que pertenecen a ambos géneros como, por ejemplo, la de Huxley y sus criaderos ectópicos, las ciberamputaciones de Limbo, etcétera. Pero, ¿en qué aspecto es la especulación científica o tecnológica relevante en las premisas argumentales de Orwell, Atwood y Bradbury, salvo por elementos decorativos o detalles como los sabuesos mecánicos de Fahrenheit 451, tan accesorios que la primera adaptación cinematográfica se pudo permitir prescindir de ellos sin adulterar un ápice la sustancia de la historia? (a quien arrugue la nariz recordando las telepantallas de 1984 le remito a mi breve ensayo La farsa tecnológica de ‘1984’, donde doy buena cuenta de ellas).

La clave de bóveda de los clásicos mencionados no es tanto la especulación científica como la especulación política. De ahí que la fagocitación de la distopía por parte de la ciencia ficción pueda contemplarse como la ingesta de un elefante adulto por una pitón: algo audaz pero de dudoso remate. Y la misma sinécdoque espuria hallaremos en sentido inverso: no toda, ni siquiera la mayor parte de la ciencia ficción, es distópica. Debido a que se parte del apriorismo falaz de que la distopía presenta contextos aciagos (a lo que hay que sumar los riesgos que conlleva desdeñar en exceso un pretendido purismo en las definiciones), cunde como la gripe la noción de que todo contexto aciago, todo destino más o menos apocalíptico, es distópico. En este sentido no hay más que ver la cantidad de listas propagadas por internet en las que se acostumbra a incluir películas como Terminator, Mad Max o Blade Runner, de tal suerte que, al final, lo que se quiere dar a entender es que la distopía está en un tris de englobar por entero el género de la ciencia ficción. Y si no lo consigue es solo por la resistencia que ofrecen raras excepciones como Star Trek o La guía del autoestopista galáctico.

El cine y la literatura apocalípticos no son distópicos. Básicamente porque la distopía y el fin del mundo no casan bien. Las distopías no nos transportan al fin de los días, a un esto se acaba, sino a un estado perfecto, intemporal, donde la historia se ha detenido (la estética retrofuturista de algunas propuestas cinematográficas refuerza esa impresión), el pasado ha sido borrado y el cambio, no digamos ya el final, es inconcebible. Nos transportan, de hecho, a un no tiempo. De esta suspensión en la eternidad, incluso más que del matiz paranoico del que hablaba antes, extrae la distopía la atmósfera de angustia que la caracteriza. La negación absoluta de un remoto horizonte de cambio, aunque este supusiera el mal menor de una hecatombe global, equivale a una desesperanza absoluta. Desde luego que, entre la numerosa retahíla de herejías que ha alumbrado el género, hallaremos no pocos ejemplos de distopías mutantes que, abrumadas por su propio pesimismo, se sienten impelidas a arrojar un rayito de luz sobre tanto desconsuelo: la insinuación de que un período menos truculento sucede a la República de Gilead o la destrucción de El Pensador en La fuga de Logan. En mi opinión, tal concesión a la esperanza las hace, simplemente, menos distópicas. Que es algo quizá semejante a lo que, haciendo la debida extrapolación, Lagartijo opinaría del toreo portugués.

De esa suspensión temporal característica de las distopías es inevitable colegir que la propia palabra distopía no es la más apropiada y que sería mejor cambiarles el nombre. El término surge por contraposición a utopía (no lugar), una locución muy ajustada porque los primeros autores de utopías situaban la acción en lugares que realmente no existían, islas imaginarias o países construidos de novo. Pero en las distopías el factor topos es lo de menos. Transcurren casi siempre aquí mismo. En el país del autor. Y que lo hagan a veces en el país de al lado o en uno ficticio no tiene la más mínima importancia. A las distopías las mueve una vocación de advertencia, y eso les imprime una tendencia realista en lo que concierne a la localización geográfica. La advertencia debe ser verosímil, los hechos probables, y lo son más si reconocemos el paisaje donde acontecen. Lo definitorio de la distopía no radica en el dónde sino en el cuándo: un tiempo estancado fuera de nuestro tiempo. En conclusión, y no pudiendo recurrir al término ucronía, que sería perfecto pero está reservado para otros menesteres, propongo seriamente que algún día a las distopías se las llame discronías.

Ilustración de Laura Oliver – Instagram: @laurysoliver

Una vez aclarado que lo que se conoce como distopía no es lo que se dice que es, no pertenece al género al que se dice que pertenece, no se caracteriza por lo que se dice que se caracteriza y ni siquiera se llama como debería llamarse, me gustaría, impulsado por el frenesí eviscerador que me ha hecho llegar hasta aquí, concluir con una aportación a su taxonomía que deshaga un último equívoco: las distopías tampoco hablan de lo que se dice que hablan.

Sí nos advierten, en efecto, de las consecuencias de llevar al extremo determinadas políticas, pero en eso muestran una gran heterogeneidad y no deja de ser un nivel de lectura superficial. A un nivel profundo todas coinciden en una cuestión que está en íntima relación con su destinatario natural y que se resume en esta proposición: la distopía es el género juvenil por excelencia. No lo digo solo por la masiva aceptación que sagas distópicas como Divergente o Los juegos del hambre tienen entre los adolescentes. Las distopías han despertado siempre su fascinación (Un mundo feliz es una lectura tan pubescente como El lobo estepario), lo que parece indicar que tan desencaminado no debo ir. Los adolescentes son el destinatario principal de la distopía por una razón muy sencilla: la distopía habla de ellos. A su vez, ellos se reconocen en ella. El tránsito de la infancia a la edad adulta constituye el corazón alegórico de lo distópico. Reconozco que tal afirmación puede sonar temeraria, pero dejemos a un lado los prejuicios y atengámonos a los hechos. Resumamos el trayecto vital del adolescente promedio:

Hete aquí alguien que se cree especial y que cierra la puerta de su habitación para eludir la supervisión del control parental. Ahí dentro se dedica a sus aficiones privadas y puede que hasta escriba un diario. Agobiado por las presiones del mundo exterior (familia, profesores…) encuentra y compadrea con un grupo de colegas que comparten su visión de la vida (esto es, que el infierno son los otros). Puede que hasta flirtee con alguno/a de ellos/as. De esta forma se iniciará en el sexo a cuatro manos, se entregará a algunas conductas desordenadas y empezará a llegar tarde a casa, todo ello enmarcado dentro del consabido desafío a la autoridad. Pero antes o después se acabará la fiesta. Asumirá su propia mediocridad y su dependencia del colectivo social, entenderá que el mundo no le debe nada, que estaba ahí antes que él y que seguirá estando cuando se vaya, descubrirá que él no es El Elegido y acabará, como todos sus vecinos, sacando la basura a las ocho y media, cargándose de paciencia en los atascos, yendo al centro comercial los fines de semana, jaleando a su equipo favorito de fútbol, contribuyendo al linchamiento de alguien detestable en las redes sociales y quizá incluso pagando una hipoteca.

¿Hola? Es la historia de 1984. Y la de Nosotros. Casi calcada a la de THX-1138. Casi idéntica a la de Fahrenheit 451 y a la de Equilibrium. Es el argumento de las distopías fundacionales y de las que derivan, con ninguna o ligeras variaciones (casi siempre en los desenlaces) todas las demás. Lo de escribir diarios en la intimidad es tan literal que ni siquiera requiere de una sustitución. A partir de ahí cambiemos el control parental y la presión externa por el Gran Benefactor, el cuerpo de bomberos o la Fraternidad de Metacontrol; la pareja de flirteo por Julia, Trinity o I-330; el grupo de colegas por una supuesta facción disidente, puede que los tripulantes de la Nabucodonosor o un puñado de antisociales que se aprenden los libros de memoria; las conductas desordenadas por leer a Dickens o la incursión a deshoras en los barrios proletarios; el fin de fiesta con la Gran Operación en el auditórium o la Habitación 101 y la subsiguiente reeducación; y la redención final con la asunción de que se es uno más y que, después de todo, el statu quo no es tan malo, cuando no puro amor.

Y de que, si no espabilamos y seguimos leyendo, vamos a llegar tarde a la celebración de los Dos Minutos de Odio convocada para hoy.

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Carlos Atanes

Cineasta y dramaturgo

Cineasta, dramaturgo y experto en magia sexual (no se ha iniciado en ninguna sociedad secreta, pero si lo hubiera hecho tampoco lo diría). Diestro en el tiro con arco aunque hace veinte años que no practica. Colecciona libretas que no usa, le gusta el potaje y posee una web oficial, www.carlosatanes.com permanentemente actualizada.