¿Qué ruido hace un hombre que se quiebra en soledad? ¿Qué cobijo encontrará a la sombra de un mal pensamiento?
E.Bumbury
Lo he visto en sueños y, a veces, en algunas producciones artísticas, donde se materializa, donde se filma. “Este es el agua y este es el pozo. Bebe hasta saciarte y baja. El caballo es el blanco de los ojos y lo oscuro es su interior”. (D. Lynch y M. Frost, Twins Peaks III).
Por ejemplo, lo he visto en la obra de Olivier de Sagazan, pintor y escultor. Un cuerpo que deviene lienzo; pintado, ensuciado, perforado, retorcido, desarmado, deformado. Un cuerpo que suena, susurros, gestos espasmódicos. Un cuerpo monstruo, soporte de una bella violencia. Humanimalidad, lo han llamado. Hace con su cuerpo escultura viviente.
Se corresponde a la entrada a un arte de lo abyecto, de lo repulsivo. Moisés Bazán de Huerta recoge a otros artistas de este corte, como Enrique Marty o Jake&Dinos Chapman en su artículo Escultura abyecta. Explorando el lado oscuro. Lo abyecto alude a lo despreciable y lo innoble, cualidades personales y morales del hombre que tocan suelo. Como modo de aprehenderlo se expone todo tipo de fluidos corporales, se muestra aquello que tradicionalmente ha sido tabú. No un cuerpo depurado sino uno impuro que come, caga, goza, se lesiona, muere… J. Kristeva, señala que el cadáver es el colmo de la abyección; es la muerte infestando la vida.
Lo que hace Sagazan es algo que asocio a la identidad, como si fuera su búsqueda, en esa idea que a veces damos por sentado de que ésta anida en algún lugar interior. Cómo si más acá de los accidentes (nuestro corte de pelo, nuestra profesión…) estuviese la esencia de lo que somos. Algo que se mantendría constante, algo que se repite en el tiempo de una vida. Es el mito de la unidad cuando en realidad todo el rato devenimos otro. Si la memoria nos unifica en lo que somos, sabemos de ella que está en constante reconstrucción, que varía, que se dan recuerdos encubridores, que rellenamos los huecos de lo no registrado. Somos lo que nos contamos a nosotros mismos con lo que otros nos cuentan que somos. Un texto siempre actualizado, renovado, en el encuentro con los otros.
En la performace de Transfiguration de Sagazan se provoca en un rostro una violencia que rompe con los gestos conocidos, con las configuraciones habituales; una sonrisa, dos ojos… Elige el rostro por considerarlo la identidad y alterando aquél desfigura ésta. “El cuerpo que solía estar aquí de repente se vuelve ligeramente escultórico”, anota Sagazan. Una alteración que da cuenta de una identidad que necesita ser reconfigurada, ficcionada en máscaras. En constante creación.
Levantamos la mirada y vemos los cuerpos que habitamos ahora, los que con facilidad son moldeados, la invención de la subjetividad de poco más de la última década. Ese modo de ser en la visibilidad, en la conexión, en la dispersión; trabajados de adentro a afuera – robándole las palabras a Paula Sibilia-. Que deja atrás el reinado de la concentración y la introspección. Como esas plantas que si estaban torcidas se normalizaban con un tutor o esas reprogramadas genéticamente, esculpidas para ser óptimas. Ahora somos seres comandados por el tú puedes más que por el tú debes, el aire se llena de insatisfacción, nunca suficientemente adecuados, la angustia del qué quiero yo amenaza en cada esquina. El mito de la unidad de la identidad está caduco, ahora se trata de estar en permanente performace que se muestra a otros. Alterdirigidos en una vertiente complicada, capitalizando, instrumentalizando las relaciones con los demás, quienes elevan mi valor o son usados como público.
Pero ahí está Sagazan y otros, su violencia es bella al desgarrar ese rostro que reconocemos, con el que nos manejamos. Violentando, alterando al espectador y empujándole a inventar sobre lo inventado, que esa masiva conexión, que ese carácter autodirigido no quede todo chupado, subsumido, en la lógica del mercado.