Ser consciente de la violencia de la que es capaz el ser humano me lleva a pensar en la delgada línea que nos separa en este ámbito de otros integrantes del reino animal. Y no es que considere al amor como instinto, sino que dudo que los instintos sean universales. ¿Aman los seres crueles? Si diésemos crédito a todas las veces que escuchamos la palabra amor, podríamos ahorrar en diccionarios. De hecho, estaríamos al borde de un colapso por derramamiento de amor. El lenguaje es un superviviente.
«El problema de todas las ciencias es el de casar los mares del Sur, su azul inmenso y marqueteado, con el mapa geográfico azul de los mares del Sur». ¿Por qué encuentro una metáfora del amor en esa frase del Danubio de Claudio Magris? Porque, en la cultura en la que he crecido, el amor se representa en lo inconmensurable, porque hoy tomo la decisión personal de escoger la belleza de entre todo ese exceso, como podré elegir mañana la violencia de ese mismo mar, porque no es un mar real, sino un reflejo creado para transmitir que el mar es inabarcable y la ciencia, osada. Porque en ocasiones el límite debería estar en nuestra obsesión de poner medida a todo y no en un cartón azul que encierre juntos al mar y al verbo amar. «Es un error aplicar la lógica a la vida», decía un personaje de Un mundo deslumbrante.
Amar se resiste a las radiografías: no tiene un único cuerpo, no tiene una única edad, no se encasilla en una emoción, pero encuentra en el arte, en su sentido más amplio, un lugar de expresión porque no lo define, no lo ahoga; únicamente lo representa, de forma inagotable y divergente. Amar contiene más de una transformación; agita, desordena, cambia. Al arte, lo obliga a reinventar, le exige un sinfín de metáforas; lo fuerza a romper la narración, le impulsa a dejar atrás cada vanguardia. Amar no puede ser cosificado, sin matarlo. Pero se le puede matar; ahí está la sentencia: «haz el amor y no la guerra». Todas las guerras comienzan con su deshumanizante reducción; al amor se le asfixia circunscribiéndolo, cerrándole la boca.
Esa energía intangible a la que somos, más o menos, permeables, es, junto al tiempo y al dolor, la que más nos altera la vida. Es tan original y selectiva que nos propone a cada uno una embajada y nos convierte a todos en intérpretes; obliga a tomar decisiones, lo que venga después dependerá de cómo nuestra voluntad traduzca al horizonte, «que todo depende de que nuestro espíritu sea más o menos abierto», decía Delibes en su primera novela.
Para Antón Chèjov, habría más amor en la creación de una invención tecnológica que en la difusión de cualquier ideología. El autor de Tío Vania, consideraba que amar era dar significado al quehacer de cada uno. Amar estaría más cerca de la belleza de lo que podemos crear, que de la perfección a la que no podemos llegar.
A Joseph Conrad, en cambio, se le antojaría incompleta y limitada esa parcela de lo impuesto y entendería que amar es arriesgarse a atravesar la estrecha puerta del destino; ampliar el mundo con posibilidades, no obstruirlo. El amor sería así de desprendido. A Conrad, al que le enfada que los hombres juzguen más las consecuencias que las motivaciones, le perturbaría el guión que Ingman Bergman escribió para Las mejores intenciones. Amar es de lo más incontrolable.
Al comienzo de La edad de la inocencia, Edith Wharton hace conversar así a sus protagonistas:
– ¿Estás muy enamorado?
– Tanto como un hombre puede estarlo.
– ¿Piensas, entonces, que hay un límite?
Wharton, Conrad y Chéjov, aún siendo contemporáneos, vivieron en sociedades diferentes que preestablecían formas de conducta, que a su vez delimitaban en alguna medida el pensamiento, y por tanto, la experiencia. Conrad rompió esos límites, pero esa transgresión no le eximió de una persecución invisible de las sombras que dejaron huella en sus atormentados personajes y en la densidad de su escritura. El mundo nos pauta cómo amar, según sean los márgenes del lugar y la cultura en la que nacemos.
Hoy, en nuestro planeta globalizado, el final del siglo XIX nos parece lejano; hemos vivido un tiempo de libertad en el que el amor se subía a cualquier tren Erasmus o perdía con inocencia un avión para dormir en París. Sin embargo, la frontera – ese animal con piel de tierra movediza – está siempre vigilante y dispuesta a desplegar su empalizada.
Amar requiere una actitud de aprendiz porque amamos lo que conocemos, y lo que conocemos está en continuo cambio. No se trata de acumular información, sino al contrario. «Las excelentes memorias van unidas a los juicios más débiles», «la invención está más desabastecida que la memoria y eso ayuda a que no me repita», afirmaba Montaigne.
Vayamos a lo importante; Por qué duele el amor. Así se titula uno de los ensayos más profundos sobre el amor contemporáneo. Illouz, lo confronta al amor romántico con intención terapéutica, y transforma su investigación en una lectura donde los sentimientos más íntimos demuestran tener una naturaleza social, y donde también se revela que nuestra civilización padece de una necesidad de reconocimiento un tanto enfermiza, que nos inclina a desear ser amados, más que amantes.
«Hay el amante y hay el amado; y cada uno de ellos proviene de regiones distintas. Con mucha frecuencia, el amado no es más que un estímulo para el amor acumulado durante años en el corazón del amante. No hay amante que no se dé cuenta de esto, con mayor o menor claridad; en el fondo, sabe que su amor es un amor solitario. Conoce entonces una soledad nueva y extraña, y este conocimiento le hace sufrir. No le queda más que una salida: alojar su amor en el corazón del mejor modo posible; tiene que crearse un nuevo mundo interior, un mundo intenso, extraño y suficiente.» Carson McCullers, que siempre fue joven, escribía con una clarividencia exquisita, y nos dejó esta fascinante descripción en su novela La balada del café triste; que sugiere, lo que Eva Illouz demostró años más tarde, que en nuestra época «es sólo el amante quien determina la valía y la cualidad de todo amor».
En una de sus canciones, Lisa Hannigan modula significativamente la frecuencia de su voz al llegar a este verso: «Aren’t you every bird in every wire?»; y no es sólo la letra, es la música la que habla de la soledad y del vacío del amante, pero también de su fuerza, de su voluntad creadora de un universo donde no estar solo. Es casi mágico cómo a veces la energía artística logra transformar un vacío; cómo materializa la ausencia de lo ausente. «Uno debe tener una mente de invierno para mirar al frío»; así comienza un poema de Wallace Stevens. El amor no es una cuestión de adaptación al medio, en todo caso sería una creación interna para sacar ventaja al frío.
Un buen día, el compositor Paul Tortelier llegó a clase a explicar a sus jóvenes alumnos cómo interpretar a Bach y les recordó que Bach en alemán significa arroyo. Era un hombre enjuto y expresivo. Ya entrado en años, con una insurrecta cabellera blanca. Se sentó con su chelo frente a él, lo dejó caer sobre su hombro. «Todo está aquí», afirmó, y señaló a la vez chelo y corazón. Dispuso el arco sobre las cuerdas y comenzó a hablar de cómo debe fluir la música: «Es una progresión», dijo «que va a comenzar delicada y poéticamente. Si pones demasiada expresión, el agua no puede fluir; es excesivo, es romántico. Pero si intentas una versión abstracta, matas a Bach, y entonces el agua será fría. Eso es aterrador. Los estados de ánimo están en el cielo. Si el cielo es azul la gente está feliz, o pasa una nube y nos invade la nostalgia. Tenemos todo aquí», y esta vez señaló al chelo, al corazón, y al agua, «y dependiendo de qué dirección toma el agua que nos guía, aparecerá uno u otro ánimo. ¡Pero recordad, que son sólo reflejos!». Esta descripción de Tortelier sobre cómo interpretar una pieza musical es el mejor ejemplo que encuentro del equilibrio que exige amar.
Todo está cambiando. En nuestros días hay una curiosa atracción hacia la mitología, hacia el Medievo, hacia una puesta en escena del amor que dote de sentido e intensidad a la jungla digital. Un Medievo reinterpretado, como ya hicieran los prerrafaelistas; Rossetti y Edward Burne-Jones han vuelto a llenar las salas de exposiciones: ojos soñadores, mentes obsesivas, escenificaciones llenas de melancolía romántica, audaces manifestaciones del sentimiento, densidad dramática en unos decorados llenos de aventura. De todo ello bebe la industria audiovisual y el videojuego, no hay más que ver Juego de tronos o El señor de los anillos.
Curiosamente, toda esa ornamentación gótica no riñe con una sana ingravidez de fondo. «El placer me reconforta, el dolor me fortalece, disfruto cada segundo y cada segundo que viene», canta El Kanka, «qué bello es vivir, qué lindo es amar», y nos da pie a reírnos de nosotros mismos y del entorno y así sobrellevar todas las contradicciones que nos parten el corazón y que, pese a todo, contienen esperanza.
Audaz,certero, escrito con un gran estilo personal, un diálogo con uno mismo, una toma de conciencia.