Política y Social

Yonquis de la seguridad

Macarena Gutiérrez Sanjuán Periodista

A mí las fronteras me tranquilizan. Creo que es un sentimiento compartido por todos los yonquis de las certezas. Aquí acaba esto y empieza lo otro, no hay nada sujeto a interpretaciones o malos entendidos, ni grises, ni tonalidades. No te puedes equivocar porque el límite está marcado y es lo que hay. Una forma ideal de parcelar la neurosis y de ordenarla, tanto la de fuera como la de dentro. Sobre todo la de dentro.

En la mente del neurótico estas fronteras están desdibujadas, apenas se adivinan, todo está mezclado en un enorme cajón de sastre en el que la preocupación por el comentario que le he hecho a mi madre se funde con los kilos que he cogido en Navidad hasta desembocar en dudas metafísicas sobre el verdadero sentido de la vida sin solución de continuidad. A lo bestia. Como una máquina de picar carne que no se detiene. Y aquí entran las socorridas fronteras. Te remangas y te pones manos a la obra: me doy hasta junio para ponerme en forma, en septiembre decido lo que quiero hacer con mi vida y ya veremos el año que viene si sigo con el francés porque, si lo piensas, el inglés es mucho más útil. El lenguaje nos regala decenas de herramientas para esta tarea de levantar diques de contención: “Yo por ahí no paso”, “todo tiene un límite”, “eso es una línea roja”, “hasta aquí hemos llegado”…  Defensas, defensas, defensas… Frente al otro, frente al jefe, el compañero de trabajo, el inmigrante, la pareja y, al fin, frente a uno mismo.

Este mecanismo de supervivencia es extrapolable a lo tangible. En el mundo hay más de 60 muros, además de las líneas de demarcación oficiales. Tienen mala reputación porque llevan implícita la diferencia, nos separan, nos enfrentan, establecen clases, aunque  siempre habrá gente dispuesta a jugarse la vida por burlar la división.
Ryszard Kapuscinski, maestro de periodistas, decía que “el sentido de la vida es cruzar fronteras”; las físicas y las mentales. Las zonas de tránsito, los puestos de control en cualquier punto más o menos caliente del planeta, son un microcosmos particular en el que mandan las emociones más básicas. Se mezclan el miedo, el anhelo, el deseo y el afán de búsqueda. Subyace la esperanza de que las cosas serán diferentes al otro lado, que la vida va a ser mejor y se va a lograr neutralizar la incertidumbre. Si consigues evadirte por un momento del significado que les hemos otorgado, salta a la vista lo artificial del asunto. Es desquiciante porque es falso. Nos da sensación de control, claro, pensar que una aduana hace a los hombres diferentes. Vamos, que la preocupación por el futuro, los hijos, las miserias de la vida o la necesidad de que nos quieran no las siente igual un palestino que un israelí, por poner un ejemplo. Nos carga de razones y nos permite llenarnos de indignación. ¿Cómo es posible que los que están al otro lado no lo vean? No puede estar más claro, nos decimos. Tenemos un derecho a estar aquí que nos hemos ganado, son ellos o nosotros, como si no fuera la arbitrariedad más absoluta la que dicta dónde nacemos o de dónde venimos. Y es que la identidad es otra de las grandes coartadas para justificar que nos separemos de los otros. Nos dedicamos a cincelarla con ahínco durante años y por eso le tenemos tanto apego. Nos ponemos etiquetas, calificamos a los otros, nos alicatamos de arriba a abajo y hacemos lo que haga falta para tener garantías definitivas de que nada alterará nuestro bienestar o, al menos, nuestro presente.

La globalización, esa palabra horrible, ha hecho saltar las costuras de los mapas tan ordenaditos que nos hemos dibujado. Nos ha dejado a la intemperie y con el culo al aire. Aunque seguimos haciendo como que no nos enteramos, la realidad se impone y nos demuestra que las fronteras son algo viejo. Cada segundo son atravesadas por millones de interconexiones económicas, políticas, sociales, artísticas, de comunicación, que se ríen de las barreras geográficas y de su supuesta impermeabilidad. Quedan como un mero elemento arquitectónico, de atrezo, símbolo de una época que debíamos dar por superada. Son tan decadentes como porosas.

Por mucho que sigamos obcecados en que el mundo es el de siempre, la solidez y las certezas se han evaporado. Y nada indica que vayan a volver.

Política y Social

Fotografía de Cayton Heath

Macarena Gutiérrez Sanjuán

Periodista